NUEVA YORK: De padre francés y madre venezolana, Mathieu Asselin reconoce tres paisajes como propios. El de la Provence en Francia, donde nació y a donde siempre desea volver. El venezolano, ya que se crió entre Barquisimeto, La Asunción, Mérida y Caracas; lugares contrastantes y visualmente muy ricos, que lo marcaron afectiva y simbólicamente. Y el neoyorquino, pues en esta ciudad, luego de muchos viajes y mudanzas, ha desarrollado su trabajo y ha logrado despegar su carrera como fotógrafo.
Con su libro Monsanto: a Photographic Investigation, obtuvo el primer lugar del Kassel Photobook Festival Dummy Award (Kassel, Alemania), así como distintas menciones especiales en el First Book Award, el Photo Bristol Dummy, el First Book Table (UK) y el LUMA Dummy Book Award (Francia). Sobre esta obra la crítica ha dicho -entre otras cosas- que unifica un sólido y maduro cuerpo de trabajo, que investiga metódicamente un tema de relevancia, que es una historia contada a través de una fotografía altamente estética, con una aproximación editorial consistente. Se ha dicho que es un libro-objeto muy sólido, que puede fácilmente imaginarse como una gran exhibición.
Monsanto nació así. “Yo supe de la historia de una empresa poderosísima cuyo desarrollo industrial afecta a cientos de comunidades estadounidenses, con serias consecuencias sanitarias, ambientales, políticas, económicas; una empresa que mantiene estrechas relaciones con el gobierno y el FDA, que crea continuamente campañas de desinformación y persigue tanto a las instituciones como a los individuos, incluyendo a científicos, granjeros y activistas, quienes lo ponen en evidencia. Ahora, a pesar de las alarmas que se han prendido en la comunidad internacional, comercializa con organismos genéticamente modificados. Todo esto me quedó rondando en la cabeza. Había un contraste: es una historia muy fuerte, pero visualmente nula. Es difícil de fotografiar. Es complicada en cuanto historia y en cuanto a discurso fotográfico. Aparte del capítulo que dediqué a las fotos de Vietnam, en el que se ven a personas físicamente afectadas por el agente naranja producido por esta compañía, lo demás es una realidad que no ves. Acá en Estados Unidos fotografié paisajes contaminados por efectos de Monsanto que lucen perfectos. Las fotos muestran arboles, ríos que debajo esconden una situación gravísima. En Anniston ves a gente contaminada que luce perfecta. Fotográficamente hablando son normales. Pero por dentro están jodidos. No hay drama visual. Hay una segunda capa informativa que a lo largo del libro se construye progresivamente. Por eso las fotos de Vietnam fueron importantes. Le dieron un toque: bien, esta contaminación no se ve y la gente que está afectada parece tener una vida normal…(aunque no la tenga). Pero mira. Así de grave es, o visualmente así de grave es”.
Has mencionado lo importante que es para ti narrar. Tu formación profesional temprana fue en cine y creciste en una familia en la que la conciencia social es punto fundamental de todo lo humano. ¿Cómo se dan la mano estos elementos en tu obra?
Mi familia me enseñó que siempre hay dos caras de una misma moneda. Y socialmente eso se expresa en esta realidad: hay gente que tiene más voz que otra, más visibilidad que otra, menos acceso a los recursos que otra. Influyeron en mi tanto mis padres como mi padrino, Alfredo Anzola, que se preocupa por estos asuntos en su obra fílmica. En el cine me crié, aprendí a hacer imágenes, a contar historias socialmente complejas. Imagino que una persona que no tiene idea de esos contrastes sociales, hará otro tipo de trabajo. Yo espero ayudar. Yo quiero denunciar. Claro, soy artista y debo usar recursos artísticos para decir lo que tengo que decir. Tengo la suerte de que mi necesidad creativa es útil para mostrar ciertos problemas.
La fotografía en sí me cuesta. Salir a la calle a fotografiar es súper estresante. Lograr buenas fotos, que entren en el contexto se me hace complicado. No soy una víctima de la fotografía ni nada de eso (risas): me encanta lo que hago, pero lo que más me divierte e interesa, sin dejar de lado la fotografía -porque ser fotógrafo es lo que soy-, son el antes y el después. Primero, elaborar una idea para que sea no sólo posible, sino también coherente y fotografiable. Y luego, ordenar todo ese material fotografiado y recopilado, y armarlo, darle sentido. Nada tiene sentido si no hay, o si yo no puedo, contar una historia. Lo cual no es obligatorio en la fotografía en general; hay gente que no cuenta historias y eso está bien. Pero a mí, una foto sola no me interesa. Me interesa una serie que esté atada, que tenga una consistencia, que cuente algo.
Una de las razones por la que yo no hago fotoperiodismo –que además no se me daba bien (risas)–, es que para ser libre a la hora de narrar una historia hay que olvidar la división entre realidad y ficción. Ahí realmente es cuando empiezas a decir algo. Eso no supone mentir, en lo absoluto. Es el gran debate que hay en fotografía: ¿qué es ficción?, ¿qué es realidad? Un fotoperiodista que decide encuadrar de una manera este momento o un objeto, está eligiendo cómo contar una historia. ¿Cuál es la diferencia entre él y otro que pone todo en escena, que monta una escena, o que trabaja con luces artificiales? Esa es la gran polémica.
Muestras interés por situaciones problemáticas, políticamente complicadas. Y las trabajas estéticamente alejándolas de lo real, hasta cierto punto desplazándolas hacia la ficción.
Yo creo que la representación estética y simbólica del elemento objetivo es mucho más interesante que fotografiar ese elemento como dato concreto. Lo importante es la representación. Y hay que estar en paz con eso, hay que liberarse. En Monsanto yo decidí fotografiar una culebra sin cabeza en un sitio contaminado, porque me pareció que representa simbólicamente lo que allí ocurre. No es que a la culebra se le haya caído la cabeza a consecuencia de la contaminación. Pero yo le encuentro un sentido a esa imagen. Considero que es un símbolo muy fuerte de lo que allí ocurre. La imagen del árbol y el río pintada con acrílico en color rojo también. Es evidente que esos no son documentos. Es allí donde entra una parte poética, cuando uno se dice “bueno, esta es mi visón sobre esta problemática”. Claro, hay una carga de responsabilidad y es el ser honesto y no mentir. No puede haber trampa.
A lo largo del libro Monsanto no se manifiestan opiniones. Yo me baso en datos irrebatibles. No digo que las semillas o los productos derivados de semillas genéticamente modificadas son malos para la salud. Aparte de la breve introducción mía y de Jim Gerritsen, quien es un tipo muy importante en el movimiento anti-Monsanto, y un texto que escribió mi padre, Jean Claude Asselin, yo no hablo de Monsanto. Me baso en una serie de textos, documentos y objetos que se consiguen libremente. Información corroborada, de periodistas serios, científicos, incluso extraída de páginas del gobierno. Yo no ataco a Monsanto más que con las imágenes que hago. Hay mucha gente de carne y hueso, mucho sufrimiento detrás del libro. Esa realidad no da risa. Esto es muy serio. Yo no soy un activista, o tal vez sí, de cierto modo, pero debo satisfacer mis necesidades estéticas. ¿De qué manera estoy contento? Retratando una historia que es fuerte, problemática, difícil visualmente, y a la vez jugando con la estética fotográfica. Jugar prestando un servicio a la historia. Porque para mí es muy importante pasar el mensaje. Como fotógrafo yo estoy muy claro en eso. En Monsanto la historia es muy pesada. Las historias de mis series previas se armaron fotografiando. Pero en este caso no, en este caso antes de cualquier fotografía, ya había una idea muy clara de qué iba a fotografiar y cómo.
Hablas de representación poética en la fotografía documental. ¿A qué te refieres?
Lo que más me interesa de las imágenes poéticas, es que además de estar técnica y estéticamente bien, permiten al espectador entender lo que está pasando. Son pausas. Esa imagen de la serpiente evoca una serie de historias relacionadas con Monsanto. Una foto de los niños en Vietnam, por lo contrario, genera una reacción emocional fuerte, que indigna pero luego pasa y bloquea la reacción mental. Las emociones paralizan la elaboración intelectual. La otra foto, esa pausa poética, genera una reacción menos inmediata y más profunda. Uno logra ver las cosas como realmente son cuando se despega. Tal vez esa noche te preguntas: “Bueno, por qué. ¿Por qué?”. Lo ideal es construir historias de esa manera. Ahora, ¿dónde está el balance? Estoy buscando el balance. Entre la poetización y lo concreto.
En tu obra hay una identificación entre el ser humano y el paisaje a través de recursos estéticos muy notorios, como la iluminación artificial.
Yo tengo la necesidad de poner a quien retrato en un contexto amplio. Me gustan mucho los retratos con contexto. Tal vez no soy buen retratista y debo valerme de elementos externos, mostrar el paisaje alrededor (risas). Pero me gusta. Por supuesto, eso depende del proyecto. Nunca me he preguntado por qué fotografío así. Cuando me centro demasiado en el sujeto no me siento cómodo. Ahora bien, sea como sea estoy haciendo un retrato: así que busco resaltar a la persona a través de la iluminación. Que aún cuando el entorno sea preponderante, el personaje esté separado. Por eso experimenté con luces en los Retratos Venezolanos, en Wintersuimmers, en The Ninety-Nine Percent. El feeling de esas luces me gusta porque me permite dar una connotación bíblica, mítica, a personas comunes, del día a día, que son las que amo retratar. Están bajo un baño de luz. Creo que ha sido una manera de resaltar al individuo, de darle valor. En The Ninety-Nine Percent no pude ubicar a los personajes en el contexto, así que simplemente usé un fondo neutro y otros recursos: poner los retratos en una misma página, hacer el print y un breve documental. En Monsanto también uso otros recursos: bibliográficos, de archivo, cerré un poco más el paisaje.
Cada vez usas más recursos, además del fotográfico, a la hora de narrar.
Con el tiempo descubrí que me puedo despegar de la fotografía sin dejar de ser fotógrafo: usando elementos externos para que esa historia tenga más peso y sea más divertida de hacer. Cuando concibes el trabajo de esa manera y utilizas elementos fuera de lo fotográfico para contar historias, se abre un abanico, se abre el panorama. Tal vez es parte de un proceso necesario para más adelante volver a la fotografía pura. No lo sé. Por los momentos lo que me interesa es narrar; cómo lo hago, qué recursos uso, no importa. Soy fotógrafo, sé utilizar una cámara, yo no sé escribir. Claro, esto no lo inventé yo, hay todo un movimiento de fotografía que usa documentos. No estoy descubriendo la rueda. Eso sí: yo, como fotógrafo, estoy descubriendo mi propia rueda.
Los objetos dan una identidad a Monsanto. Me gusta la etapa del rompecabezas en los proyectos. Me gustan, por ejemplo, los mapas. Mi papá tenía un baúl de mapas y yo tapicé mi cuarto con ellos. Me encanta el dato geográfico, unir elementos y armar la historia. De pronto descubrí las propagandas de Monsanto desde los años treinta, cincuenta, hasta los ochenta. Son comiquísimas y dan miedo a la vez. Dramáticas. Tienen unos diseños increíbles, muy bellos, sobre todo las de los años cuarenta. Supe que le darían un tono irreverente, un poco sarcástico al proyecto. Descubrí cosas increíbles en ebay: cartas postales, videos. Tengo una colección, desde pelotas de golf, hasta llaveros, tazas, trencitos en miniatura, ceniceros. Me di cuenta de que los objetos abrían una nueva puerta al proyecto. A través de ellos la empresa se estaba auto-describiendo. Yo nunca los contacté para decirles lo que estaba haciendo, ni para preguntarles qué opinaban. Y me parece que estos objetos dan la palabra a Monsanto.
Cuando tu objetivo es armar una serie, logras una unidad estilística muy clara y, cuando la unidad la da la historia, el estilo es múltiple, la unidad se diluye. ¿Por qué?
Yo tengo muchos estilos. Eso no es audaz porque yo soy audaz. Yo he sido influenciado por mucha fotografía. A mí me puede gustar o no un trabajo fotográfico, y eso es irrelevante. Lo importante es el trabajo en sí. Me interesa la fotografía sea cual sea, desde la de bodas, hasta la de Leibowitz, hasta la de Robert Frank, hasta el fotoperiodismo, documental, fine arts. Tal vez esto me da flexibilidad… y creo también que es un modo de no estresarme. Ojalá esto nunca cambie, o tal vez tiene que cambiar, no tengo ni idea (risas).
El proyecto de Zucotti Park, The Ninety-Nine Percent, se hizo en dos días. Lo pensamos un día y al siguiente estábamos fotografiando, luego hicimos el periódico (generó un print, también) y lo repartimos. Fue una microhistoria. Fue como un corto. Tal vez ese fue un test, de ahí nació Monsanto, a diferencia de los Winterswimmers o de los Retratos de Venezuela, en los que había un tema que trabajé poco a poco. Fueron pasos en mi proceso de formación. Me permitieron descubrir qué luz me gusta, qué formato prefiero para cada cosa. Me siguen gustando las luces artificiales, usar fondos. Como dije estoy influenciado por distintos fotógrafos y estilos. Pero cada vez me despego más de la parte técnica, que a fin de cuentas es sencilla. Ahora estoy centrándome en lo que me da libertad. Perdería mucha energía si me obligara a usar un recurso o a lograr una estética para todo un libro. Si yo me voy por una semana, todas las fotos que tomo en esos días, tienen una misma característica. Al mes siguiente lo que fotografíe va a ser distinto, en otro lado y con otras características técnicas. Dependiendo del paisaje y dependiendo del humor. Hay consistencia, sí la hay. Y una diversidad estilística.
¿Por qué un libro?
Monsanto nació así, las primeras fotos del proyecto las coloqué una junto a la otra, como si fueran un libro. Yo no creo que nadie empiece una serie sin una historia. En Monsanto la historia estaba clara. No sabía cómo la iba a llevar a cabo, pero sabía que sería un libro, con capítulos. Quizás las sorpresas ocurrieron más en términos del diseño y de la estructuración. Al principio pensé que el libro sería más interactivo, luego me decidí por algo más sobrio. El trabajo de Ricardo Báez fue clave. Yo le dije: “Yo no quiero un libro de diseñador, pero quiero un libro con un diseño inteligente”. Este es un libro fotográfico y quiero que el diseño se sienta, mas no se vea. Además de ser un fantástico diseñador, me encantaba el vínculo con Venezuela. Fue tremenda oportunidad. Fue increíble. Él trabaja como un reloj suizo. Los dos apartamos nuestros egos, el de fotógrafo y el de diseñador. Dos egos muy grandes. Trabajamos fantásticamente juntos. Fue una simbiosis súper buena. A todo nivel.
La exposición siempre está en mente, pero la mejor forma de mostrar un trabajo fotográfico es el libro, de eso no hay duda. Allí está todo: es self contained. En él entran otros factores que enriquecen el trabajo: el diseño, los colores, la diagramación. En una exhibición el trabajo está limitado a un espacio, a un número de copias, a la manera en que la gente va a verlo. Es magnífico tener exhibiciones, pero son más estériles. Una vez que están cerradas, se acabó. Lo único que queda es comprar el print. Mis fotos no cuestan mucho (risas), pero ve a comprar un print de un fotógrafo famoso. Un libro puedes tenerlo en tu casa, tocarlo, verlo, y volverlo a ver. En un libro está todo. Está el texto. Están todas las fotos que quieres mostrar. Está tu historia tal y como la quieres contar. El sistema de exhibiciones es dirigido por los curadores, que a fin de cuenta son quienes deciden qué y cómo se exhibe.
Después de Monsanto, ¿qué?
Me están interesando historias fotográficamente invisibles. Ese libro me dio un gusto por eso, por las historias complicadas, que no se ven fácilmente, que requieren la incorporación de distintos recursos y la representación poética. Me interesa mucho el balance entre lo documental y la intervención estética. Veo que mientras más me despego de la fotografía, más posibilidades tengo de narrar. A fin de cuenta toda fotografía es documental.
Si digo Venezuela, el sitio donde creciste, ¿qué piensas?
Yo me crié en sitios muy abiertos. En Venezuela el paisaje es muy explosivo, es una mezcla de muchos paisajes a la vez. No hay uno determinante. O, quizás lo sea el de la montaña, el de los Andes. En Mérida. Es muy agreste y muy fuerte, pero tiene momentos en los que parece de cuento. Plantitas, florecitas, un riíto… y de pronto esas rocas donde no hay nada, donde hace frío. Eso me gusta mucho. Creo que lo que más me ha marcado es ese contraste. Uno se moldea al sitio donde creció. Si tuviste la suerte de crecer en un espacio abierto, entre la naturaleza, desarrollas una voluntad hacia lo inesperado. En una ciudad pasan muchas cosas, pero todo está más estructurado. En la naturaleza no sabes qué va a pasar mañana. Hay tantas cosas que no dependen de tí. No me crié en la selva, tampoco, pero sí en sitios en los que salías de la casa y ya estabas en el monte. Te encontrabas con bichos, culebras, cosas inesperadas. Y eso te hace más sensible a los cambios.
Lo que está pasando en Venezuela me produce una gran impotencia. Es el país donde hay todo para que las cosas funcionen; y, a pesar de eso, muy poco se dio. Soy una persona poco nostálgica pero muy melancólica. No me hace falta ningún lugar. Pero cuando recuerdo siento una gran melancolía. Mi familia materna, mi padrino, muchos de mis amigos están en Venezuela. Hay mucha gente trabajando para salir de la crisis. Pero institucionalmente hablando, todo se fue por la borda. Lo que queda en Venezuela es el paisaje y sin embargo ya no es accesible. Ya no puedes ir a la playa y sentarte en la arena durante la noche; no puedes. Te joden. Hasta el paisaje lo destrozaron. Y cuando no puedes ver el paisaje, el paisaje no existe. Todos mis recuerdos están ligados al paisaje y al ser humano dentro de ese paisaje. Yo me crié muy solo, siempre tuve que dejar a la gente. Lo que me quedó fue el paisaje.