Con la muerte de la viuda de Borges, no existe persona a la cual depositarle las regalías de los más de cuarenta volúmenes que componen su obra. María Kodama fue más que sólo la heredera de la obra. Es una palabra que suena inactiva, perezosa y lenta. Fue albacea, defensora y tuvo como puesto permanente difundir a Borges. Dedicó gran parte de su vida a reeditar, compuso prefacios y epílogos, recopiló las conferencias que ella impartió en Homenaje a Borges, dirigió la Fundación Internacional Jorge Luis Borges e inclusive colaboró con el autor en algunas antologías como en la de literatura anglosajona que publicaron en 1978.
Kodama murió en Buenos Aires cargando la pesada reputación que el mundo literario le impuso y la que sigue imponiendo a las viudas de los escritores (pensemos en la polémica reciente de los derechos de autor de Bolaño). Se le consideró una Yoko Ono, responsable de separar a Borges de su amistad con Bioy Casares y un ambiciosa que negaba la apertura de la obra, que no aprobó la creación de un museo en Buenos Aires en honor al autor porque aseguraba que los libros eran robados. Sobre todo, la rodeó la disputa respecto a la demanda por plagio que le impuso a Pablo Katchadjian cuando éste tomó El aleph, le agregó cinco mil palabras y lo mandó a imprenta con el nombre festivo de El aleph engordado.
Muchos mitos giraron a Kodama en direcciones opuestas. Por un lado, la mancha misógina de una mujer joven casada con un hombre mayor y afamado, se le levantaron falsos como que había sido su secretaria y aprovechó la cercanía para seducirlo (en realidad se conocieron como estudiosos del islandés). También, se dice que era dada a las exageraciones y que hasta inventó un encuentro entre Mick Jagger y Borges en un hotel madrileño (el músico lo negó, o bien lo olvidó). Por el otro, hay quienes la defienden como una liberadora de Borges. Son famosas las fotografías de ambos sobre camellos en Egipto, frente a mercados orientales y puentes ilustres en Europa (eso es también una exageración porque Borges siempre fue un cosmopolita). De hecho, recopilaron un volumen titulado Atlas sobre sus viajes por el mundo. O bien, la mujer que lo trajo a la segunda mitad del siglo XX, con su gusto por los Beatles y la comida de McDonald’s.
Un par de años antes de morir publicó su propio libro de narrativa corta titulado, con sencillez, Relatos, en la editorial Sudamericana con ilustraciones de Alessandro Kokocinski. En el prólogo menciona que no quiso publicarlos antes porque Borges deseaba prologarlo y, supongo, consideró que eso solo aumentarían los rumores de su ambición literaria. No he leído el libro, pero la (escasa) crítica que encontré parece indicar que, lamentablemente, no escapó de la influencia y sombra borgeana. Y tampoco lo hizo de forma satisfactoria.
A diferencia de Borges, que murió en una veraniega Ginebra (según se rumorea, entre un cura católico y un ministro porque no se decidía por cuál rama del cristianismo), Kodama lo hizo en su Buenos Aires natal. Enferma de cáncer, dice su abogado que se negaba a mencionar su muerte y por ello la herencia literaria quedó en el peculiar limbo legal del testamento vacante.
Los poemarios, libros de relatos y ensayos, los contratos de reedición y también el centenar de traducción, ediciones príncipes, manuscritos y premios, en este momento, tienen como dueño patrimonial un nombre en blanco. Se dice que las regalías (dadas por Penguin Random House) se van a acumular hasta un juicio sucesorio.
De esta forma, una posibilidad es que los derechos de explotación pasen a la administración publica de Buenos Aires, lo que significaría que por fin Borges sería de Argentina, lo que alegraría a aquellos que por el resentimiento patrióticos lamentaba que su cadáver nunca se repatrió. Sin embargo, cinco sobrinos (las familias siempre parecen multiplicarse en estos casos) de Kodama reclamaron los derechos intelectuales en el juzgado argentino. Con Kodama ya sabíamos en que lecho intelectual caía el difunto Borges; en este momento no conocemos las diez posibles manos o como un autor podrá ser manejado como un activo estatal.