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Laura Fernando Navarro

El cruce de Boulogne

Bajó del tren con el saco gastado, en una estación del conurbano. Boulogne, decía el cartel. No tenía equipaje. Había perdido todo. Algunas hojas secas volaron en el andén, una premonición del otoño.

Empezó a caminar por la calle Bulnes. La calle de la casa de mi abuela, donde tantos veranos íbamos los primos. La casa construida por mi abuelo, el motorman, en la época de los misters, y luego, cuando el ferrocarril lo compró Perón, pero siempre la misma casa. La casita blanca en medio de ese barrio chato y pobre, con la carbonería en la esquina de los Borena, y la verdulería en la otra esquina; donde vendían los cajones de duraznos maduros con los cuales la abuela hacía dulce para conservar, porque nunca sobró nada ahí, siempre fue escaso todo, los zapatos, los útiles del colegio, las alpargatas bigotudas, zurcidas en la punta del pie. El viejo lloraba cuando me contaba esto: sí, las alpargatas remendadas porque no había plata, decía.

Caminó por la Bulnes mientras los vecinos lo miraban como a un fantasma. Tenía 17 años. Venía solo. Comenzaron a seguirlo como en una película de Hollywood de las que él iba a ver junto a su madre y sus dos hermanas al cine de los Abriata. Porque él repartía los volantes en bicicleta, y entonces ellas podían entrar gratis. Yo también fui a ese cine y llegué a ver las de 007 antes de que cerrara. Íbamos con mis primos, nos sentábamos en el gallinero y tirábamos bolitas de papel plateado que parecían estrellas fugaces en la oscuridad, lloviendo sobre los espectadores.

Esos días del verano de 1944 eran un recuerdo, no mi recuerdo, era el recuerdo de un recuerdo, como cajas chinas que se abrían: la calle Bulnes tal como él la vio. La Bulnes, la misma calle por donde el tata me llevaba al colegio. Tengo siete años. Te veo venir en sentido contrario. Nos cruzamos en algún punto en el tiempo: vos no me ves, también formas parte del recuerdo, como yo, quizá, también soy ese recuerdo. Reconstruí todo tal como me lo contabas después de la cena. Dibujabas en una servilleta un plano imaginario, donde vos caminabas por la Bulnes en dirección a la casa de la abuela, y ella, saliendo a la vereda, parada al lado de uno de los pilares blancos de la puerta, ella, casi sin poder hablar murmuraba tu nombre: es el Alejandro.

La abuela que no se había despegado de la radio desde hacía cuatro días. La radio capilla de la antigua cocina, en esa casa donde yo pasaba los veranos calurosos y aburridos. El abuelo a la madrugada hacia café y me ofrecía medio vasito azucarado. Ahí descubrí el sabor del café, a los siete años. Nunca volví a sentir ese mismo sabor. Aún lo sigo buscando en los cafés de la ciudad.

El tren se detuvo en la estación de San Juan. Vos inmóvil junto al andén. Habías llegado como pudiste, después de pasar frente a la plaza y sentir ese olor. Nunca olvidaste, decías, el olor de la carne quemándose, luego de haber pasado la noche más larga de tu vida; acostados en el piso, bajo la parra, escuchando el lamento de un perro atrapado en los escombros. Habías podido salir de la casa un segundo antes. Agarraste el saco instintivamente, como si supieras lo que iba a pasar. Salieron de la casa cuando sintieron el primer temblor que se multiplicó, y no supieron qué había pasado hasta que fue de día, y entonces vieron: lo que quedó, si se podía decir que algo quedó de la ciudad, de los vecinos de al lado, la devastación total. No había teléfonos para contar lo que pasó y lo poco que había estaba desconectado.

Después de un día de viaje, con hambre y cansado, llegaste al cruce de las estaciones, a Boulogne, en la provincia de Buenos Aires. La abuela escuchaba la radio. Escuchaba la larga lista de nombres. No estabas en la lista, quizá porque todavía no te habían nombrado y, eras uno más de los muertos del terremoto que destruyó San Juan en 1944.

Lo demás es cinematográfico, tal como me lo contaste vos. Quizá no fue así, pero los ojos se te llenaban de lágrimas cuando lo recordabas. Ahora formaba parte de mi memoria. Yo no había nacido, papá, pero te vi, y la vi a la abuela y a los vecinos rodeándote. Es el Alejandro, el Ale está vivo, decían.

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