Si bien muchas familias españolas que adoptan a niños de otras etnias logran incorporarlos positivamente a su entorno, no es menos cierto que las dudas, en cuanto a la aceptación del adoptado y su inserción en la sociedad, juegan un papel fundamental a la hora de decidir dar este paso o echarse para atrás una vez que el niño ha entrado en el nuevo hogar. En tal sentido, la urgencia de devolver lo que no se ha sabido entender tiene en el film La vergüenza (2009) de David Planell, una expresión múltiple y contundente, partiendo de la historia de Manu, un niño peruano de 8 años quien ya ha sido devuelto en el pasado al centro de acogida madrileño por prospectivos padres que no supieron acercarse a él. Problemas de comunicación, integración, autoestima y ajuste del pequeño se aúnan a los personales de Lucía y Pepe, los prospectivos padres, mostrando las dificultades familiares, en esta doble negociación de los afectos entre el yo interior y el otro, para mostrar un racismo encubierto bajo la corrección política de una pareja joven y progresista.
Las fronteras materiales e inmateriales entre Manu y sus posibles padres tienen una complejidad mayor, producto de las preconcepciones hacia lo que no resulta familiar y por tanto sujeto a sospechas. “Lucía, que nos roba la peruana”, sostiene Pepe, cuando no encuentra un reloj, culpando inmediatamente a Rosa, la empleada encargada de cuidar a Manu. “De que sirve que sea peruana. Ni siquiera le canta canciones de su país”, prosigue Pepe, reduciendo al estereotipo cultural los parámetros de comportamiento de Rosa hacia Manu, y justificando con ello el supuesto fracaso de esta para contrarrestar la rebeldía y hostilidad del niño.
La inexperiencia de Pepe para lidiar con los problemas intrínsecos de Manu responde a un desconocimiento de las consecuencias psicológicas que tiene en el muchacho ser víctima del rechazo, tanto de la madre biológica como de los padres adoptivos, además de las dificultades para ser aceptado socialmente. “Le pegaron chicles en la cabeza”, le informa Lucía a su marido cuando el chico se vuelve víctima del acoso escolar. Esto, cual antesala a los problemas de marginación del colectivo si al llegar a los 18 años, tal como les sucede a muchos jóvenes inmigrantes sin papeles que todavía no han podido salir de las casas de acogida y los centros de protección, se encuentra también él repentinamente solo y en la calle. Pues son ciertamente la exclusión y el racismo los causantes de que muchos de estos adolescentes, abandonados por sus progenitores inmigrantes al nacer o llegando al país durante la minoría de edad, ingresen a la red de bandas, en este caso latinas —“con esa pinta de Latin King que se ha puesto”, censura Pepe a Manu al no haberse cortado el pelo como a él le gustaría—, estableciéndose dentro de España desde el repunte migratorio del nuevo milenio.
Como ocurre en el resto de Europa, la dificultad del español medio para aceptar el multiculturalismo proviene de un nacionalismo homogéneo resultante del colonialismo histórico, que percibe desde una posición de poder al colonizado y privilegia un fundamentalismo cultural decidido a preservar un hábitat incontaminado por el otro, tal cual se observa en el film. De hecho, la presencia de Manu dentro de la casa se concentra especialmente en su habitación, generándose desde ella un caos que se expande al resto y crispa al prospectivo padre descolocándolo.
La escena de la pecera que el chico tiene en su cuarto —una obsesión para Pepe, quien se queja de que este no alimenta a los peces y por eso están “adelgazando”— ilustra esa necesidad de conservar la pureza del espacio; pues al romperse accidentalmente en una discusión sobre el acoso en la escuela, el drama queda obliterado por la urgencia de Pepe en salvar a los peces, tras lo cual riñe al niño sin detenerse a reflexionar acerca de las razones de una rebeldía donde dicho acoso tiene un papel fundamental. Es más, Pepe desplaza la atención hacia sí mismo y hacia “el susto”, en sus palabras, que le causó el episodio, buscando en Lucía un apoyo, considerado por ella innecesario dada la nimiedad del accidente. “He estado a punto de darle dos bofetadas”, subraya también ante ella para justificar lo sobresaltado de su estado, además de puntualizar que va a devolverlo al centro de acogida porque “no nos hacemos con él”.
Tal reacción pretende hacer a Lucía cómplice en la toma de una decisión cuya responsabilidad es únicamente suya, pues ella sí está dispuesta a abrir el espacio y mantener una actitud de apertura que le permita romper el caparazón donde el chico también se esconde, intentando aislarse de las agresiones abiertas o soterradas, producto de un etnocentrismo tan extendido que llega a considerarse normal, porque reacciona contra las “amenazas” que la existencia del otro tiene sobre el grupo. Subvertirlo, para erradicarlo en su esposo y lograr que acepte incondicionalmente a Manu es su meta, aun cuando la relación de pareja se resienta, como efectivamente ocurrirá.
Aquí el realizador desviará el nudo argumental hacia la interacción entre Lucía y Pepe quedando Manu en un segundo plano. La cámara privilegiará entonces los primeros planos y el juego de plano-contraplano de la pareja, buscando captar los matices de su problemática emocional en detrimento de lo más urgente, es decir, el tema migratorio y de supresión del yo del niño.
De hecho, no habrá ningún intento de articular algún discurso que verbalice la falta de adaptación de un infante, fragilizado por el abandono en un ambiente extraño y hasta cierto punto incompatible, dada la torpeza para establecer un canal de comunicación, especialmente en lo que al prospectivo padre respecta. “Habrá que buscaros una casa”, les dirá este a los peces, en un guiño irónico del director a la inconsciencia del español medio hacia todo aquello que escape a su radio de acción, donde el multiculturalismo tiene per se un lugar muy secundario ante el drama producto de sus más trascendentales problemas. Efectivamente, habrá casa para los peces pero no para Manu, al menos no permanentemente. Y la que habrá en la de Pepe y Lucía vendrá alterada por el inestable comportamiento de este, pese a los intentos de ella por crear un ambiente de seguridad para los dos hombres de la casa.
“No podemos”, matizará Pepe, cuando Lucía, más sincera, le diga que el problema reside en que “no queremos”, poniendo él en una imposibilidad aleatoria el hecho de sentirse impotente para esforzarse en cruzar hacia el mundo del chiquillo. “¡Tienes miedo de tu hijo!” le echará ella en cara igualmente, intentando sacudir un narcisismo y cierta paranoia que le hacen ver al chico como una “amenaza” y provienen del pasado colonizador, engranado a la indiferencia generalizada de la sociedad española ante el fenómeno migratorio. Esto último, dado lo reciente del mismo y el reducido porcentaje que ocupa aún, al compararlo con el de otras naciones europeas. “No somos la Cruz Roja, no somos santa Angelina Jolie”, proseguirá no obstante Pepe, poniendo en lo institucional y lo alegórico la responsabilidad de lidiar con situaciones exógenas a su realidad más cercana, evadiéndose así de participar en el necesario cambio colectivo que el país debe realizar para integrar a los grupos inmigrantes, aunque les cueste reconocerlo y aceptarlo.
La redacción de políticas claras en cuanto a la integración de los grupos migratorios es fundamental para alterar la percepción prejuiciada de muchos españoles, ante el tema de la adopción interracial. Con referencia a ello, es interesante observar que el exponencial ascenso de la extrema derecha en la Península se debe especialmente al discurso xenófobo y racista de líderes políticos decididos a manipular las conciencias, azuzando odios y dividiendo en lugar de unir; porque el bien común pasa aquí primero por conservar todos los privilegios a los cuales el hombre blanco tiene derecho, por encima de la mujer y de los restantes componentes de la pirámide poblacional. Algo que no es exclusivo de España, pues recorre con sus intolerancias las geografías y se agudiza en los países de la Europa del Este, cuya historia de limpiezas étnicas y masacres de los grupos considerados inferiores es larga y tenebrosa, augurando dicho comportamiento una creciente radicalización del etnocentrismo en el viejo continente los años por venir.
No extraña entonces que el perfil general del votante de Vox en las elecciones generales de 2019, coincidiera con el de Pepe quien, aun cuando pretende seguir a Lucía en la “aventura” de adoptar a un niño peruano, no logra superar atavismos, ni las animosidades hacia aquellos calificados de usurpadores del lugar que los “auténticos” españoles consideran suyo por derecho propio.
Los éxodos masivos del nuevo milenio, nunca vistos a esta escala en el pasado, han provocado que los países de destino cierren sus fronteras, o al menos dificulten la entrada y el asentamiento de quienes huyen de guerras, debacles económicas y tiranías. Estos indetenibles desplazamientos han alterado para siempre el mapa global, lo cual exige un cambio cultural mundial que desafortunadamente encuentra cada vez mayor resistencia, en una encrucijada histórica donde la polarización y radicalización social imposibilitan la existencia de un diálogo constructivo con el cual buscar soluciones a la coyuntura.
Ello es así ya que las salidas dependen fundamentalmente de cambios internos profundos en las estructuras de las naciones desde donde parte el mayor número de migrantes; una labor prácticamente imposible, dado que sus líderes no tienen interés en llevarla a cabo. Es más, muchos de los gobiernos, de corte autoritario en su mayoría, hacen uso del factor migratorio para chantajear a las naciones receptoras a fin de obtener prebendas y seguir adelante con sus oscuras agendas.
“Cómo voy a poder cuidar a este niño si no sé encontrar el sistema reproductor de los anfibios”, sigue justificándose Pepe en el film La vergüenza, inconsciente dentro de su pequeño universo del horror exterior, poco antes de abrazarse llorando a Lucía, quien se ve repentinamente con dos hijos en las manos buscando consuelo y protección. Y al llegar a este punto, es interesante observar que, de los dos, Manu lleva su situación de real desamparo con más aplomo que Pepe, quien incapaz de asumir su rol de páter familias deja en manos de Rosa la responsabilidad de convencer al niño de ir al dentista. “Usted se entiende con él”, le expresará a modo de excusa, yendo seguidamente a la cocina para comprobar que el caldo está dulce, pues le echó azúcar en vez de sal, al haber Rosa cambiado los lugares de cada uno sin darse cuenta. Esta contrariedad vuelve a tomar el lugar de los problemas realmente graves y se reitera desde la sospecha en la siguiente escena, cuando deja dinero bajo la cama a ver si se lo lleva, y al enfrentarla ella le diga que el billete lo encontrará en la mesita de noche.
Aceptar a priori la culpabilidad del otro llevado por el estereotipo racial, es uno de los parámetros sobre los cuales se asienta la intolerancia colectiva, y proviene de la falacia de creerse parte de una cultura autosuficiente, entre cuyos privilegios está el decidir quiénes son inocentes o culpables, según su origen étnico y posición en la pirámide poblacional. Una realidad, que el protagonista lleva a la práctica atribuyendo a Rosa la desaparición de un reloj del padre, y transformando a Manu en la causa de sus ansiedades y temores. “Es él o nosotros”, afirma tajante, cuando está a punto de llegar una trabajadora social para evaluar si serán ellos los padres adoptivos adecuados.
La escena de la entrevista deja al descubierto los males del sistema de servicios sociales, en cuanto al proceso de selección de los padres adoptivos, en la figura de quien llega: una joven sobrepasada de trabajo y queriendo acabar lo antes posible para llegar a la cita siguiente. “Yo ya tengo bastante con lo que tengo”, concluirá, agregando sus cuitas personales a un informe donde en principio no considera a Pepe y Lucía aptos para adoptar, tras una serie de preguntas en que poco se aclara y mucho se oscurece. “Si no te gusta tu trabajo no lo hagas”, le responderá Lucía, al ver lo aleatorio y superficial de una evaluación hecha sin conocimiento profundo de ellos y su relación con Manu, al ser esta una suplente recién tomando el caso por enfermedad de quien lo había llevado hasta entonces.
Las dinámicas que la asistenta establece con la pareja adolecen de un profesionalismo, imprescindible para llevar adelante un asunto tan delicado, donde está en juego el bienestar de un niño sufriendo el rechazo por su origen inmigrante. Y si bien la joven actúa con buena intención, las demandas burocráticas de un sistema en crisis tampoco le permiten dedicar el tiempo y el esfuerzo necesarios para lidiar con la complejidad del problema, especialmente cuando es su primer contacto con los entrevistados. Esto dejará abierto el resultado final de la evaluación, quedando apuntado que los prospectivos padres todavía tienen oportunidad de adoptar legalmente al chico, si corrigen algunos problemas de comunicación entre ellos, y en el caso de Pepe modera su carácter explosivo.
Por el lado de Manu, la experiencia de haber encontrado a la madre biológica —quien no es otra sino Rosa, aun cuando queda en el aire si él se ha dado verdaderamente cuenta de ello— no ha sido satisfactoria, pues las dependencias y dificultades económicas de esta le impiden darle al hijo los cuidados necesarios. El hecho de estar trabajando en la casa de Pepe y Lucía, sin ellos saber quién es en verdad, deja inscrita igualmente la resolución de muchos temas importantes dentro del film. “Vida nueva, reglas nuevas sin mentidas”, propondrá Pepe, abriendo, él también, la puerta a las confidencias de pareja que el miedo y la vergüenza les habían impedido afrontar. “Te da tanta vergüenza estar perdido que no pides ayuda”, expresa, un poco para sí mismo, y un poco para rectificar una conducta poco cónsona con lo que Lucía y Manu esperan de él.
La escena final, donde Lucía y Pepe salen a soltar los peces en un estanque cercano con la banda sonora de una canción de cuna peruana, habla del deseo de renovación de las relaciones y establece un puente intercultural, cuya solidez dependerá del comportamiento de todas las variables involucradas dentro de un ambiente de incertezas. Si bien, al Manu devolverle a Pepe el reloj del que se había apropiado y abrazar a Lucía, queda reafirmada la voluntad del niño por compartir esa vida nueva donde los tres podrían llegar a formar una verdadera familia. Algo que deberá tener muy en cuenta España en los próximos años, pues los desplazamientos masivos hacia Europa, con el consecuente aumento de la infancia abandonada, seguirán incrementándose en tanto las intolerancias y autoritarismos sigan adueñándose de las naciones.