Conocí a Adalber en algún punto de 2008 que ninguno de los dos recuerda con exactitud. Él estudiaba Letras y yo, Derecho. Ambos coincidimos en el taller de poesía dictado por el escritor venezolano Miguel Marcotrigiano, en la Universidad Católica Andrés Bello. Esos talleres ocurrían los miércoles a las seis de la tarde. Fue al salir de una de esas sesiones que lo escuché hablar por primera vez de Artaud, de Alice Cooper y de una chapa de Magritte que llevaba puesta. Creo que ni el delirio más exaltado nos habría podido avisar que en cinco años coincidiríamos de nuevo: en la misma ciudad, en la misma universidad, en la misma maestría. El mismo funcionario de la Embajada Americana que selló mi visa selló la suya, un poco asombrado de que en 48 horas dos personas optaran por exactamente el mismo destino.
Desde entonces ha caído bastante nieve, ha rodado una cantidad indiscutible de café, vino, libros, caminatas. Nueva York, que tanto despista, nos ha permitido la amistad: un bombín y un black fedora. En medio de una carcajada y otra, los textos. Muchos. Distintísimos. La conversación que empezó la noche de aquel miércoles no ha cesado y sus pausas han inclinado a cada cual en claro misterio de una página en blanco.
Suele ser ociosa la enunciación, pero Adalber puede ser el escritor joven más publicado de Venezuela. Él, que quería ser paleontólogo y paseó por los Libros de Preguntas y Respuestas de Charlie Brown, ya cuenta con más de una decena de publicaciones entre nuevas ediciones, traducciones y antologías. De poesía: La arena, el vidrio: ascenso en tres movimientos, Extranjero, Suturas, Heredar la tierra, Salvoconducto y Río en Blanco. De ensayo: Insomnios. Ensayos sobre poesía venezolana a venezolana y pronto Estábamos muertos y podíamos respirar. Paul Celan: escritura y desaparición. Ha traducido a Charles Wright (Lengua perdida), Antonin Artaud (Artaudlogía) y Marguerite Duras (Savannah Bay, El dolor, entre otros) y entre otras, antologías de Armando Rojas Guardia y José Antonio Ramos Sucre. En 2015, Salvoconducto lo convirtió en el escritor venezolano más joven en ser publicado por la Editorial Pre-Textos al recibir el Premio Arcipreste de Hita.
Todo este recorrido no hace sino reforzar la cita que hizo durante esta conversación: “Para apropiarme de una frase de Chavela Vargas, no importa donde haya nacido, siempre hubiera sido un poeta venezolano”
Me parece que hay un rasgo sostenido en tu obra: la posición de extrañeza. ¿Es una coincidencia o un calco de lo que las manifestaciones de lo vivo te generan?
Sin duda. Primero, un gusto definitivo por lo extraño, lo anómalo, lo que se sale de esas normas tan bien establecidas con las cuales nos manejamos en el día a día. Además, también hay una fascinación por lo que ya no existe, con aquello que además de ser radicalmente diferente a uno, ya no puede ser presenciado en vivo: lo extinto.
Precisamente lo extinto y su carácter fósil, aterrizan en algo telúrico. Los títulos de casi todos tus libros hasta el momento, están regidos por la “situación” en un espacio, la demarcación de un territorio, la transformación, el tránsito. Pienso en Salvoconducto, Heredar la tierra, Elogio de la piedra, Río en blanco.
Bueno, sin duda es un elemento en común. Es como uno de los rasgos que define mi sensibilidad y todo mi trabajo intelectivo. Por ejemplo, mi próximo libro de ensayos se llama Migraciones. Hay un trabajo en no pertenecer. Forzarse a colocarse afuera y a sospechar de la propia lengua, de las propias referencias, las propias obsesiones. Sospechar de aquello que uno ama y odia de la escritura. Intento que mi poética se base en el desplazamiento, por eso en cada libro intento que funcionen formas poéticas distintas.
El desplazamiento, además, siempre involucra una conversión. En todos estos libros hay una incorporación a algo nuevo. El discurso lleva una dirección, no ahonda en un punto fijo. Río en blanco, publicado y presentado recientemente por Sudaquia Editores aquí en Nueva York, es la muestra más evidente: el texto culmina con la muerte.
Sí, de hecho, en estos libros siempre hay un progreso, una suerte de evolución. En Río en blanco también, el tú al que le hablan los textos realiza un tránsito. Es un libro muy raro, entre narrativa y poesía, que relata el último día de Paul Celan. Todos los fragmentos le hablan él y le van diciendo qué hacer, como una voz desde afuera, que va dictando de todas maneras, lo que está haciendo. Todos estos libros altamente estructurados tienen ese mismo esquema básico, que es partir del punto A, al B, que ocurra un cambio.
Hay casi 10 años entre tu primera publicación y la más reciente. Sé que hay tramas previstas (número, extensión) pero en retrospectiva, ¿qué une a La arena, el vidrio, con Río en blanco?
Sí, hay un vínculo. Después de La arena, el vidrio yo no quise trabajar poemas individuales o independientes, sino que trabajaba todos los poemas, en función de la estructura total del libro. Todos los textos estaban ahí para servir a la coherencia de una estructura. Así es en casi todos los libros que escribí, incluyendo Mínimos que se publicará pronto en Madrid y Elogio de la piedra, en Lima. En ellos no hay ningún elemento que no esté completamente atado al resto. En cambio, cuando escribí Salvoconducto, me permití que cada texto tuviese su independencia, precisamente como La arena, el vidrio: son los únicos libros en los que me he permitido eso.
El animal que escribe, también traduce. Que pudiese ser una analogía total del acto de “llevar una cosa a otra”, el traductor vuelve a escribir, vuelve al impulso que generó el texto y también traiciona. Acaba de salir de imprenta tu más reciente libro, Lengua perdida con traducciones de Charles Wright. ¿Cómo se traslada un impulso?
Voy a empezar por el asunto de la traición, porque es una traición, sin duda. Si el traductor no es un traidor, es un mal traductor. Para empezar, los libros están ahí para ser traicionados porque si uno se “apega” firmemente a un libro no está interpretándolo, no está dándole chance para que se ventilen cosas nuevas. Está asfixiándolo. En la medida en que el traductor reinterpreta un libro, le otorga nueva vida, le abre cancha. En realidad, traducir es añadirle sombras al libro. Se trata de descubrir cuántas existencias posibles puede tener. La traducción es como una artesanía de la particularidad.
De la decisión propia, palabra por palabra, en sus múltiples significados, toca saltar a la otra selección: la de las antologías. Has antologado obras consagradas y a escritores nuevos. ¿También el antólogo traiciona? ¿Siempre que se incluye se excluye?
La primera antología que hice fue La soledad del náufrago, de Miguel Marcotrigiano, luego hice Tramas cruzadas: destinos comunes, con Alejandro Sebastiani Verlezza, que es una antología de autores de la generación que precede inmediatamente a la nuestra y posteriormente, Destinos portátiles. Al ser antologías, uno está ofreciéndole al lector una interpretación de ese autor, uno puede escoger buscar un hilo e ir escogiendo todos los poemas que correspondan a ese hilo conceptual, o puede justamente llevar el camino contrario, que es intentar mostrarle al lector cuan variada es la producción de este poeta. Muchas antologías sirven como dispositivo para crear cánones alternos o empiezan a impugnar el canon inicial. Yo creo que la manera más fértil de ver las antologías, es entenderlas como invitaciones a que el autor se acerque a las obras de poetas que quizás no conoce, y considere seriamente la posibilidad de hacer su propia recopilación.
Además del taller de la Escuela de Letras, participaste en otros, como el de Armando Rojas Guardia, sin contar los de la Maestría en NYU. Todavía mucha gente sostiene que en el taller de escritura no pasa nada, ¿Tú qué opinas?
Yo creo que han influido mucho y además de manera muy positiva. Hay gente a la que no le gustan los talleres literarios, pero eso me parece una visión muy plana, unidimensional. El taller crea una consciencia de oficio que es muy importante, forma la autocrítica y te mantiene en contacto con la lectura del otro en vivo, que sopesa sus virtudes y defectos. En este caso en particular, la autocrítica se vuelve un virus, una vez que se inocula, hay que cultivar esa especie de enfermedad. En cualquier caso, indistintamente de un taller, yo creo que los escritores tienen que ser fieles a aquello que los obsesiona.
Si bien Salvoconducto no es un libro estrictamente ligado a la situación actual de Venezuela, tiene una descripción feroz de Caracas y su relación con la muerte. ¿Era inevitable pegar un grito frente a esa situación? ¿O es posible escindirse de la coyuntura?
Lo que pasa es que se trata de un escenario complejísimo, donde hay muchas variables en juego y ningún escritor que se aprecie, escriba narrativa, poesía, ensayo, o lo que venga, puede permitirse ser simplista. Yo creo que hacer declaraciones sobre lo que la gente debe o no debe escribir es siempre engañoso. En cualquier caso, si el autor va a andar dedicándose a hablar de la situación social venezolana, tiene que hacerlo con la lucidez y respeto que la situación merece, porque es extrema y complicada.
Dice una canción de Jorge Drexler: “se tiene el corazón que se trae por defecto/ así como Aquiles, por su talón es Aquiles”, es imposible escapar no solo a la situación puntual, sino al país, el arraigo.
Al final de cuentas, venezolano que escriba, aunque el asunto no sea el problema actual del país, va a estar condicionado por él, viva en Venezuela o en el exterior. Yo puedo dedicarme a escribir sobre esta taza un libro entero, y en ningún lugar mencionar a Venezuela, pero mi estilo, mi vocabulario, las preocupaciones alrededor de la taza, todas van a estar condicionadas por la situación actual venezolana, es inescapable.