Sobre La Nota 13 de Miguel Ángel Zapata
“Regar una planta como escribir un poema,
lenta cae el agua y da vida a la sombra.”
Miguel Ángel Zapata
El lector tiene entre manos una selección de lo más representativo de la producción de las últimas dos décadas del poeta peruano Miguel Ángel Zapata. Para presentar a este escritor no conviene acudir a relatos generacionales, de grupos, movimientos o países. Leyendo a Zapata se comprende pronto que su escritura apuesta por crear un universo literario atado, sobre todo, a su propia singularidad. ¿Pero en qué consiste dicha particularidad? Hay en la poesía de Zapata una forma enigmática y puede decirse incluso que una pulsión de extrañeza anima el centro de su escritura. Dicha extrañeza no radica en los temas de sus textos, atentos casi siempre a desplegar el destello de las cosas aparentemente simples de la cotidianidad; se trata más bien de un tratamiento particular de la imagen poética.
Pocos poetas como el peruano laboran tan claramente por eludir imaginarios convencionales: no reina aquí el adjetivo esperado o la lógica prevista; no obstante lejos estamos también de un tipo de escritura hermética o de artificio experimental. La virtud que hace a la poesía de Zapata sencilla y compleja al mismo tiempo es la clave simbolista en su escritura. Su poesía se afinca entre dos fuerzas aparentemente opuestas, por una parte: la voluntad de separación que tiene su imagen poética que echa raíz en sí misma y es su principio y su génesis clara. Por otra, está el movimiento de retorno, el que conecta al poeta con una tradición, en este caso particular la de la lírica moderna y el simbolismo de Charles Baudelaire.
Los poemas de Zapata presentan escenas que en realidad son cifras. Allí la realidad no está simplemente descrita o comentada, los objetos son expuestos a partir de una cierta luz que invita a verles más allá de la apariencia, en su dimensión trascendente. Sucede así, por ejemplo, en el texto El Patio de Franklin Square donde el poeta empieza describiendo un desayuno cotidiano: “El café con crema y el pan caliente con mantequilla, la felicidad” y desde allí introduce, yuxtaponiendo estos versos, la imagen de un espejo anudado, el color del cielo al revés. En la escritura de Zapata las imágenes aglutinan sentidos trascendentes que se desprenden de realidades presentes y el lector comienza pronto a aceptar gustosamente este pacto de escritura según el cual cada objeto del mundo trae en sí la capacidad de acercarnos levemente al centro de lo indescifrable. Dicha noción, la de aquello que no puede ser descrito o explicado por su condición inescrutable es esencial para la poética de este autor quien dice: “el mar te está llamando para que labres con tus manos la piedra indescifrable de la poesía” (Ventanas). De allí que sea el símbolo el instrumento elegido para saludar el misterio en la escritura, sin al hacerlo alterar su condición.
Dentro del grupo de símbolos que ordenan el universo de la Nota 13 se destacan las formas del agua, ya sea la lluvia o el río. En este sistema de visiones y cifras la lluvia anuncia siempre los comienzos: “La lluvia alegra, trae consigo ese olor de la primera vez sobre la tierra” (La lluvia de Madeleine) y permite ver el mundo bajo nueva luz: “Las mujeres se ven más hermosas cuando llueve: son esculturas de agua en movimiento.” (Central Park). También hay figuras animales como el cuervo, que aparece a menudo para representar la soledad, o el loro que nos habla de una curiosa forma del silencio. Pero en este alfabeto de símbolos el cielo es rector, insertándose Zapata de esta forma en una de las más antiguas tradiciones literarias: la del poeta como vidente que lee signos en la bóveda celeste. Aquí; no obstante, el poeta no pretende deshacer la cifra de la bóveda sino simplemente señalarla, proclamar su destello, y, lo que es más importante, declararse también él parte de esa cifra indescifrable, de ese cielo que le escribe.
Las ciudades son otro símbolo de capital importancia en la Nota 13, a través de ellas el poeta realiza el viaje de la escritura que es un peregrinaje ya de vida como de conocimiento. Los poemas sobre ciudades de este libro convocan la tradición del poeta como flâneur, ese paseante que asiste al flujo del mundo en la revelación repentina de la escena urbana y cuya tarea es desprender del pasar impreciso de la multitud el destello heroico de la vida. Pero las ciudades son también aquí la muestra de que el signo del poeta es el viaje, no sólo del desplazamiento físico, del cual los textos sobre Barcelona, New York, París o Montreal son huellas; sino también de la escritura poética como metáfora de encuentro y desarraigo. Por eso Zapata cita a Rilke cuando dice “para escribir un solo verso, hay que haber visto muchas ciudades, hombres y cosas ”. No obstante, recorrer y habitar las ciudades aquí no implica, necesariamente, describir los ritmos y formas de la metrópoli, el viajero es uno que se mueve principalmente a través de geografías irreales, Marco Polo, el hombre que recorre las ciudades pero para tan sólo habitarlas desde dentro: “Marco me decía que no permaneciera por mucho tiempo en ninguna parte del mundo. El mundo es como la plaza de San Marcos, murmuraba, hay que cruzarla miles de veces para que puedas ver las verdaderas aguas del tiempo” (Los canales de piedra).
Finalmente, resalto el carácter pictórico del lenguaje de este autor, lo que viene a contribuir al modo en que los colores adquieren también un valor simbólico en su obra, particularmente el azul, que une las potencias de cielo y agua. Pero encontramos además referencias directas a cuadros y pintores, lo que tiene que ver con la apertura de instancias para la escritura literaria cuya intensidad siempre se renueva en el encuentro con las otras artes. La poesía de Zapata se mantiene atenta a esa potencialidad del encuentro con el signo ajeno y ya sea convocando a Tsuchiya o Goya o a la música de Paganini o Dvorak se esfuerza por tensar los límites de esa potencia visual que es la imagen poética. Con Miguel Ángel Zapata saludamos la consagración de una escritura que se fortalece en su singularidad y que no obstante se mueve siempre en el regreso a un solo principio clásico, aristotélico, según el cual escribir poesía es apurar el encuentro con la metáfora, que es ver con la mente.