Mariela Dreyfus es una de las escritoras más importantes de su generación. Nacida en los años sesenta, en Lima, su paso por el grupo alternativo Kloaka, sus diferentes publicaciones sobre el poeta César Moro, y su vida fuera del Perú, han aportado a esta trayectoria intensa y abundante. Este último libro, que reúne en realidad dos, Morir es un arte (Lima 2014), y Cuaderno músico (Amargord, Madrid 2015) es un hecho, a mi juicio, revelador, porque ensancha ese cuerpo de la literatura escrita por mujeres encarnadas, con una historia personal y un lenguaje que se va decantando, utilizando sus propios referentes. Hay varios temas en el primer libro que lleva como título el de un verso de Silvia Plath, no en vano Dreyfus decide nombrarlo con aquel verso de la poeta que se suicidó abriendo la llave del gas y dejando el desayuno listo para sus hijos. Es que para Plath, como para Dreyfus, la muerte es también un arte, o una posición moral frente a ella desde una posición estética que culmina como una música, una pavana que acompaña y completa la experiencia. Al leer esta vez Morir es un arte, se me aparecen varios nichos de lectura, uno de ellos sería esa relación con la madre y la separación definitiva del cuerpo de la madre con la muerte de esta última. Si en Memorias de Electra el cuerpo de mujer aparece como un territorio de vivisección, de fragmentación casi sicótico que produce la mirada fría del exterior, en Morir en un arte y Cuaderno músico, esa separación aun no resuelta, está más bien asumida, yo no me amo/ yo me odio, escribe Mariela Dreyfus. La sintaxis es la estructura del cuerpo y ésta copula, nombra, se mueve entre el mundo sensible y el abstracto, porque en realidad toda introspección del yo de la autora es abstracto, es cuando el lenguaje poético asume su valor como fragmento y al mismo tiempo su necesidad de totalidad, su abrazo con el mundo. Esa “tumultuosa tonada del yo” es un corifeo constante, lucha continua que dialoga con cuerpos extraños. Se ve frente a la madre que es también la hermana gemela de las dos Fridas Khalos, dividida para siempre entre la mujer social, y la mujer que late en el interior esperando aparecer, en la soledad del exilio, en esa mala película que la obligan a actuar. Como han obligado a la madre, detenida delante de una cocina, siempre preparando la comida para otros, en una alteridad que se irá definiendo a manera de imagen reflejada en un espejo: un espacio síquico de reciprocidad, de construcción de lenguaje, de afecto y de cura, que incluye también preguntas metafísicas. Es a la madre a quien se dirige esta voz, por ejemplo en Di Tú: Así estoy contigo/ una vez más estoy contigo/Me perdonas la angustia y el atrevimiento/Me lo perdonas todo/ ¿Di mamá? Este juego de alteridad es importante porque aquí es la madre la única interlocutora legítima, alguien que se irá alejando hasta el lecho de muerte y con la que la autora pasa de ser mirada a ser la observadora. Soy narcisa, dice en algún momento Dreyfus, pero ese narcisismo esta constituido de la ausencia de mirada y de la necesidad de escribir para que el texto sea el tamiz donde se filtre la personalidad de manera lenta, como arenilla que va cayendo sobre la tierra. También en Instantánea, podemos ver esa muerte que es un arte de la vida (su complemento) y que pasa a simbolizar muchas cosas, transformada en experiencia estética ya que solo así se salva del sufrimiento de la pérdida y de la despersonalización que produce en la hija la muerte de la madre. Es eso ahora, mamá/ una fotografía colgada en la pared o de pie en la repisa entre los libros?
Mundo doméstico, material, animal.
En los libros de Dreyfus si el cuerpo es el lugar de litigio, es decir, el lugar donde la batalla por existir se da en la manera de nombrarlo y exponerlo con su deseo, su rabia, su finitud, el de la casa, la casa de la madre, la propia casa, es el espacio interior donde esta voz toca los objetos para hacerlos significantes, el huevo mira, la sartén habla o los objetos callan recordándonos nuestras miserias. Sin embargo la naturaleza es también un ánima, un animismo voluntario (y podría ser la relación con el pasado en el caso de una poeta peruana) que, como Octavio Paz, representa de alguna manera el mundo material opuesto al inmaterial de las palabras, son su peso, su solidez, su resistencia, piedras como el Onix, título de otro de sus libros, o animales como Pez, traducida al inglés, mundo marino ligado a la maternidad que explora la poeta en ese libro. Como otra escritora Blanca Varela, la sexuación del texto es un torrente que recorre redes interiores, incluso el texto de explícita sexualidad donde la homosexualidad (Las niñas que así juegan) está reseñada como una posible relación feliz y de simbiosis, el sueño de un lenguaje adámico, la frase completa, perfecta y completamente en simetría con el exterior, o el paraíso libre de pecado, los demás textos están cargados de una carga erótica que funciona como matriz de la identidad: si deseo también existo. Y aunque haya sacrificio, porque hay este tono sacrificial de la escritura, es ahí donde se inicia justamente la escritura. Nótese que, como muchas otras escritoras, el éxtasis puede llegar a ser una experiencia mística. Como Teresa de Ávila, el cogito: “conócete en mí”, es en Dreyfus, recorre mi idioma, mi cuerpo, mi memoria. Pero hay también un sueño de hermandad, de identidad que se diluye en el sueño de la pareja ideal, la familia, lo doméstico, lo contrario de la libertad del deseo en su música libre y constante. Hay incluso una analogía con la yegua desbocada, imagen de la parte animal del cuerpo material. Porque el cuerpo de quien habla la autora está siempre atrapado en lo material y lo finito, mientras que el cuerpo poético se hace eterno y es completo, resuelve esa ausencia social al que las mujeres están condenadas, aparta moscas, impide que la vida sea una rutina, un prepararse para la muerte y hacer de ella un arte. El lenguaje huye también de lo prosaico de lo cotidiano, copula, juega a ser Queer para salirse del guión e intentar otras metáforas, otros modos de contener ese torrente del discurso, a veces, se queda flotando en la imagen, con aire perplejo. El retorno a la familia, a la casa inicial, como la música del pasado, se repite, es el cuaderno músico, sonidos e imágenes que nos llegan al oído, las voces y los parlamentos de los padres, papá que sentado ante la tumba de mamá/ellos conversan. Porque la conversación sigue en otro espacio lingüístico, nuevo territorio donde se instala la voz que nos habla, en su conversación con el pasado, con su música y su materialidad. La poeta oye siempre, y las palabras resuenan, significando. Es una conversación necesaria y vital como lo es este hermoso libro de Mariela Dreyfus.