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200 breves

Ensayo con motivo de la presentación de “Doscientos breves” (OT Editores, 2015) de Karl Krispin

La forma breve, en cuanto más breve, es mucho más difícil. Si del género narrativo se trata, bordea lo inalcanzable. El ineludible Augusto Monterroso, autor de tantísimos como cortísimos relatos, deslumbra al lector con esa certeza que a su vez es un enigma insondable.

Karl Krispin, autor de novelas y ensayos, así como de relatos no tan concisos como los que en este volumen presenta, se prueba en esa forma de contarlo todo sin contar casi nada. Vayan estos relatos que no por tener pocas líneas cual telegrama son expeditos. La tradición atribuye a Blaise de Pascal la salvedad que haría ante el destinario de una misiva: “He redactado esta carta más extensa de lo usual porque carezco de tiempo para escribirla más breve”.

Luce una paradoja que la brevedad demande mayor tiempo. Si la longitud se muestra fatigosa y, en cuanto más larga, estéril; la brevedad asoma sospechosa y huidiza. Los textos de escasas líneas, a ratos, incurren en el exceso de la sentencia, cuando no aguardan el vano ensayo de proferir una verdad sin discusión. En muchos casos, desanima el aforismo con su efecto didáctico.

Krispin evita tropezarse, por apresurado, en las rendijas del sentido y, más bien, calcula con demora el gesto de su prosa, el punto final justo a tiempo.

Ya lo había hecho antes con su título Ciento breve (Fundación para la cultura urbana. Caracas, 2004) en el que recogía 100 relatos ajustados rigurosamente en su cantidad de palabras al número de marras.

Ahora, tras tomarse el tiempo debido, duplica la cantidad de piezas, mas no de palabras por cada una de ellas. Y si en este texto se opta por la palabra pieza en vez de relato o cuento, no es para sugerir alguna fácil hibridación con otros géneros. No pretenden estas líneas invitar a alguna suspicacia en cuanto a la integridad narrativa de este libro Doscientos breves.

Cien palabras bastarían a su autor para agotar el argumento de una novela; un texto que por lo corto de su enunciación, pese a la magnitud de su drama cabe citar fluidamente y sin aburrir. “Despedida en el muelle”, se titula:

“No habían conocido otras playas que las del Báltico y querían mares calientes y de postal. Para su último viaje de solteros, los folletos auguraban una bahía azulada por colores de museo y atletas devocionados al Kite Surf. Calcularon los días. Ella estaría una semana más. De Varsovia a la isla de Coche. La mañana en que Janusz debía regresar, su novia lo siguió con la cabeza baja hasta el muelle con un cargamento de lágrimas y palabras en un polaco incomprensible. Los restantes pasajeros sintieron el mismo nudo en la garganta al arrancar el motor”

Cabe decir que en cada entrada, como si de un diario se tratara, las cortas narraciones invocan no solo diversidad temática –algo de autobiografía y un país heteróclito palpitan entrelíneas– sino una múltiple, aunque bien destilada y celosamente administrada erudición, entre la que se cuela el descreimiento, el meditado sarcasmo y cierto humor penumbroso.

Los breves de Krispin tributan trasparentemente de todo cuanto su autor ha leído y, sobre todo, vivido. El lector es libre de hacerse de sus propias referencias y comparaciones: las milenarias paradojas de Chuang Tzu; o ciertos textos de otro maestro de la concisión, ese desenfadado renacentista llamado Michel de Montaigne. Y sin ir muy lejos, o tal vez demasiado, si de parentescos y fronteras entre géneros se trata, Ítalo Calvino, apuntó alguna vez sobre Jorge Luis Borges un detalle: el genio argentino que ansiaba, como su personaje Pierre Menard, escribir un libro ya escrito, un buen día y como sin quererlo empezó a escribir un ensayo y se encontró ante una de sus luminosas ficciones.

Los doscientos relatos breves de Krispin armonizan dentro de la caja de resonancia infinita de los autores que lo preceden y lo rodean en su íntima biblioteca, sin incurrir en la disonancia fútil ni impostar perplejidades.

Se antojan gemas narrativas, largamente pulidas hasta alcanzar la geometría exacta.


Este artículo fue originalmente publicado en El Papel Literario de El Nacional

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