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roberto ponce cordero
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The Birth of a [Divided] Nation (Parte II): ¡Pureza racial o muerte!

Es posible, en principio, analizar virtualmente todas las guerras de la historia humana desde la óptica de los estudios de masculinidades para, así, delinear diversos modelos de “ser hombre” que se movilizan y se contraponen en cada conflicto específico, así como para definir qué tipo de sujetos, en un momento determinado, se construyen como femeninos –y, por lo tanto, en la tradición occidental al menos, como dignos de ser protegidos y aislados– y qué tipo de sujetos se constituyen como abyectos, como el otro radical, como la falla contaminante a ser extirpada del tejido social si de lo que se trata es de salvarlo. Ahora bien, por diversas razones relacionadas con las intersecciones entre los ejes de organización de los cuerpos que son, en el contexto norteamericano, el género, la raza y la clase social, la Guerra de Secesión es un ejemplo especialmente cristalino de un fenómeno bélico cuyas connotaciones de enfrentamiento de masculinidades irreconciliables son tales que no es exagerado decir que, si no se la ve desde la perspectiva de género, esa guerra así, en general, no puede en absoluto ser entendida.

Efectivamente, ya durante la misma Guerra Civil (1861-1865), y de manera enfática durante la Reconstrucción y durante las décadas del “nadir of racial relations” del que hablé la semana pasada, se dejó sentada la narrativa según la cual, en el Sur, lo que se había intentado defender no era meramente un sistema económico basado en la esclavitud, sino –supuestamente– más bien una sociedad tradicional, de hombría de bien, atacada violentamente y, de hecho, violada tanto por la masculinidad animal y desaforada del esclavo liberto como por la alcahuetería interesada de los emasculados hombres de negocios del Norte, carentes de valores (y de pantalones) más allá de la adoración al vil metal. El que esta narrativa sea –en una palabra– demente no le quita su peso histórico y su capacidad de parcialmente configurar, hasta hoy, las coordenadas en las que es posible entender este conflicto histórico específico y, más ampliamente, toda la problemática racial de Estados Unidos (piénsese, por ejemplo, en el miedo atávico al joven negro de sexo masculino, tan presente en la cultura norteamericana y que lleva, con aterradora frecuencia, a asesinatos como el de Trayvon Martin, entre muchos otros daños colaterales de la latente guerra civil estadounidense de hoy en día). Se trata de una narrativa tan poderosa, de hecho, que es altamente difícil no estar bajo su influencia al pensar en estos temas, incluso desde las mejores de las intenciones y desde las más intachables metodologías académicas. Como no podía ser de otra forma con una película tan fundamental y tan trascendente para la historia de los U.S. of A., The Birth of a Nation contribuyó enormemente a sintetizar y a hacer visible, a hacer viva (“history written with lightning”) esta narrativa en un momento decisivo en el que se sedimentó en el discurso racial norteamericano y se convirtió en parte integral y “natural” de este.   

Todo el filme puede ser leído en función de esta dimensión de género salpicada de racismo, pero dos escenas sobresalen por la manera en la que encapsulan la narrativa de marras y presentan a quemarropa lo que acabó siendo la disyuntiva final racista del orgullo sureño en la derrota: ¡Pureza racial o muerte!

En la primera escena, tenemos a Flora (Mae Marsh), joven doncella del Sur, y a Gus (Walter Long, actor blanco en blackface), un oficial afroamericano del ejército de la Unión que, siempre según la línea argumental racista de la película, en su ignorancia “natural” y en un arrebato de arribismo provocado por la victoria militar del Norte sobre el Sur piensa que puede ser el pretendiente de Flora. Semejante atrevimiento indigna a la muchacha, quien lo rechaza de forma vehemente y corre al bosque para huir de él. Él la persigue, sin embargo, incapaz de entender lo anti-natura de sus propios deseos y de su propuesta de mezcla de razas, por lo que a Flora no le queda más que, literalmente, lanzarse por un barranco y matarse antes que ser mancillada por este ser infrahumano. Si esto suena ridículo es porque lo es; también es, no obstante, una escena filmada con una maestría aún hoy evidente y que no deja de sobrecoger a quien la vea por primera vez… además de una en la que se pinta con brocha gorda una actitud y una manera de ver el mundo que son, todavía, tristemente actuales.

 

 

Lo “interesante” de la escena, digamos, es que Gus no parece realmente querer violar a Flora, sino solamente estar intentando acercarse a ella de forma torpe pero inofensiva. En un contexto de segregación racial absoluta y dictada por la moral, por las buenas costumbres y por el código legal, sin embargo, cualquier aproximación de un sujeto masculino negro hacia un sujeto femenino blanco es una transgresión que equivale a violación (poco después, en la diégesis, Gus es sumariamente juzgado y ejecutado por el Ku Klux Klan por dicha “violación”). Para evitarla, Flora elige la muerte… Da miedo, ¿o asco?, pensarlo, pero ese salto al vacío final de la escena tiene connotaciones heroicas, en The Birth of a Nation.

Como también tiene connotaciones heroicas algo que pasa en la impresionante secuencia de acción del final del filme, cuando algunos de los protagonistas blancos se encuentran en una cabaña, rodeados por una turba de soldados afroamericanos de la Unión (blancos pintados de negro, en su mayoría) que quieren… ¿arrestarlos? ¿Matarlos? ¿Llevarlos ante la justicia federal por su complicidad en los crímenes del KKK? En todo caso, los hombres del grupo asediado no parecen tener dudas de que la verdadera intención de los asediantes es hacerse con el “trofeo” principal, en el que se personifica el orgullo herido pero no muerto del Sur y, por lo que se entiende en el discurso de la película, del orgullo y de la grandeza del Estados Unidos blanco en general: las mujeres blancas… “sus” mujeres blancas. Por eso, en una imagen que más de cien años después sigue siendo difícil de digerir, los blancos asediados luchan a muerte, con una mano, contra los invasores negros pero, con la otra, tienen un arma lista para matar a todas las mujeres de su grupo y de su raza antes que permitir que caigan en manos de los “salvajes” soldados federales (afroamericanos)… esto incluye a una niña blanca amenazada de muerte por su propio padre –en un gesto que, valga repetirlo, este filme construye como desesperado pero heroico–, cuya cara y cuya expresión reto a quien vea el siguiente video (alrededor del minuto 2:44) a que olvide.

 

 

¡Por suerte llega el KKK, en el último segundo, para salvar a estas mujeres y, metonímicamente, a toda la raza blanca! Y la película es redondeada con una boda doble entre blancos del Norte y del Sur que tiene lugar al final y que representa el imperio de la supremacía blanca luego del desencuentro temporal de la Guerra Civil, provocado, en última instancia –y siempre según el filme–, por la bajeza y la debilidad de una elite decadente del Norte y por la animalidad momentáneamente desatada de las poblaciones afroamericanas. Una vez vuelta la “normalidad” y la raza “inferior” puesta nuevamente en su sitio, es decir uno muy, pero muy lejano al de las mujeres de la raza “superior”, el país puede prosperar, la nación puede, pues, nacer.

Sería para vomitar, por supuesto, si no fuera una narrativa tan influyente, sólo que contada de manera más descarada que de costumbre… y también con mucha mayor maestría artística que de costumbre…

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