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Notas sobre el Querelle de Genet y el de Fassbinder

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“Salí de un chorro que no tuvo suerte”.

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Querelle está imbuido de la única pasividad viril que tolera el contacto entre iguales, es decir, de la proveniente del hecho de afrontar el sexo con indolencia —como en un descuido— evadiéndose, así, del rol del amante y del amado. A Querelle le está vedado enamorar y enamorarse. No se produce entonces en él la metamorfosis de los ángeles, que pueden alterar su rol a voluntad para poder experimentar mejor la sensualidad del dominio. Su poder de sometimiento proviene, más bien, de la particular forma de brindarse: Querelle se da; pero al ofrecer la espalda y no el rostro, conserva toda su pureza —un trasero siempre es menos íntimo que los labios: besado me entrego, sodomizado me reservo. Por eso Rainer Werner Fassbinder nunca nos ubica de frente ante una escena sexual. La cámara tenderá a colocarnos de lado junto a un perfil, en un paneo elevado, con objeto de que, en nosotros, los protagonistas no afronten jamás las miradas. Pues el que coloquen sus ojos en idéntico plano es el preámbulo de un beso, y tiene como objetivo estimular el ansia del otro, para urdir una correspondencia seductora desde la cual lleguen ambos a “empalmarse”, ceder y cesar al fin en el deseo.

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Como en Querelle no hay deseo sino antojo, no se interpone en sus relaciones ni el placer ni la pasión ni tipo alguno de sentimiento. Hacer sexo tiene aquí la consistencia de una piedra y la forma de “un simple juego sin gravedad”; porque al cometer su primer asesinato, a causa de cinco kilos de opio, Querelle ha quedado desterrado del mundo, suprimido de las cosas, muerto al divertimento social. Sin el poder de la pasión, su belleza se neutraliza tornándose inofensiva. Solo es sangrienta en apariencia. Solo poseerá la crueldad que le otorga la máscara de carbón con que se tizna en la bodega del barco y se muestra a la fascinación de Seblon, el teniente de navío. Para expiar entonces su crimen, Querelle decide ejecutarse, es decir, perder la partida de dados y comprometerse con el patrón del burdel, a través de un vínculo que nunca llegará a ser íntimo y, por tanto, pasajero —recordemos, con Oscar Wilde, que la única diferencia entre un capricho y una pasión eterna es que “el capricho dura un poco más de tiempo”— sino que devendrá tan fuerte como páginas tenga Querelle de Brest.

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Querelle se aparta de los restantes personajes en la narrativa de Jean Genet —Divers, Bulkaen, Divine, Harcamone— quienes, como los ángeles del Apocalipsis, poseían por su crueldad el poder de hacer daño con su belleza; si bien, al igual que el mismo Querelle, se conservaban en estado puro. Pues nunca olvidemos que los jóvenes de Genet nunca dejan de ser niños. Se apresuran —exigen casi— ser “desflorados” temprano por sus “bravos” a fin de perder la inocencia, que siempre es involuntaria, y empezar a trabajar conscientemente su pureza, amparados por la condición de ángeles que los eleva “por encima de sus propios crímenes” y les permite embolsársela, a punta de sangre, hasta conseguir el Cielo.

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Si en Milagro de la rosa la pureza viene dada por la misma condición de ángeles que tienen los personajes, en Querelle de Brest —publicada anónimamente hace ahora 71 años— proviene del celo con que el protagonista reserva sus besos: “no nos besemos —pensó— Yo pongo el culo y eso es todo”. Besos que aprovisiona para sí pero no en sí mismo. Querelle no se indaga; no da piel al self de D. H. Lawrence, porque él no es real. Al no amar y no dejarse amar tampoco, se torna un ser imaginario —“aquello que no puede ser amado no existe”, nos dice Ludwig Andreas von Feuerbach. De ahí que Fassbinder jamás resuelva las situaciones que su Querelle desencadena en escena. No hay pasión ni desenlace; salientes estos donde engranan autor y director, además de permitirles romper con sus obras anteriores. Genet, por su parte, porque nos enfrenta a un personaje atípico en su narrativa. Desterrado del amor, y especialmente de la amistad que, pese al erotismo desaforado, es para el autor más sensual que el sexo —“exploro la superficie de los muros en busca de la huella fraterna de un amigo”, declara en Santa María de las Flores—, Querelle no existe como cuerpo sino que sobrevive solo como reflejo. Fassbinder, por la suya, porque pareciera haber querido con Querelle sobrevivir —paradójicamente al ser esta una película casi póstuma— a su filmografía anterior, evadiendo toda referencia política y crítica al sistema social alemán, para centrarse en la glorificación de un marinero, ennoblecido por sus crímenes, ejecutados bajo la luz de un poniente infinito: metáfora de la decadencia personal del cineasta, y resuelta abruptamente en la vida real, pero que para muchos espectadores se vuelve insoportable en el film, al quedar eternizada por una luz que no termina de corromperlo nunca.

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El Querelle de Fassbinder no tiene la consistencia del de Genet: resulta demasiado complaciente con el estereotipo y el artificio, por eso es seductor. Casi amable. Benévolo con un espectador pendiente de sus gestos en pantalla, e incapaz de usar la navaja como “el arma nacida de la inteligencia”, tal cual la maneja el otro Querelle, quien no se ennoblece con la muerte porque ya es un príncipe: eslabón final del linaje enraizado en los jóvenes de Santa María de las Flores y Milagro de la rosa; y evadido del close-up que el lenguaje cinematográfico de Fassbinder dirige sobre él. Y ello es así, pues Genet prefiere dejarse penetrar por “ese pilar que sustenta al hombre” en la postura deleuziana que exige traición; el ser infiel con la propia escritura, para permitir que el libro nazca de la premisa que conlleva el “ser desconocido, hundirse y entonces crear”.

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Querelle cultiva los grandes gestos: “detalles insólitos que delatan la presencia de lo maravilloso; el contoneo de las caderas y de los hombros, el llamar con un castañeo seco de las falanges, el expulsar el humo por la comisura de la boca, el subir el cinto con la mano abierta”, repitiéndolos con placer como movimientos imagenarios; porque su historia acontece en el estadio del espejo. El rostro, exactamente igual al de su hermano —el único que puede amarlo y amenazarle de muerte, pues es quien más cerca está de ser Querelle mismo. Un parecido que desquicia a Lisianne, la dueña del burdel, “nacida del lujo de los espejos”, porque la obliga a escoger entre “dos hermanos que se parecen hasta amarse”. Narcisista, al fin, Querelle arroja la colilla o esboza una sonrisa —único ademán que lo distingue de su hermano— por la satisfacción del gesto, que es un poema expresable solo “con ayuda de un símbolo”.

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El papel hurtado por Genet en los talleres y el retrete a fin de poder escribir sus libros. O los rostros de los soldados y paracaidistas, que recorta de una revista ilustrada para embastar en su memoria, por las mismas costuras que hilvanan un cuerpo en otro cuerpo, son las armas que utiliza para herirse. Porque “en Metray cada objeto era un símbolo que quería decir ‘dolor’”. Confesión esta que abre, simultáneamente, un canal natural hasta la obra de Fassbinder, cuya filmografía configura un fresco de gestos desgarrados por personajes de una belleza desesperada, en escenarios siempre pequeños. Así, el apartamento tipo estudio de Las amargas lágrimas de Petra Von Kant­, es la Colonia de Metray de Milagro de la Rosa, o el Número 8 de la calle Berthe de Santa María de las Flores. Pocos sitios, testigos además de relaciones signadas por el desastre; como si ambos creadores hubiesen querido con sus obras recuperar el tiempo del afecto cortesano, cuando las parejas sucumbían de amor imposible en lugares pequeños, a falta de una geografía más ilimitada.

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Querelle es el “ángel de la soledad”: llama en su doble acepción, porque convoca y aviva el contacto entre sexos semejantes, atraídos a un territorio particular que ellos erigen, como un decorado, sobre la realidad exterior. Los encuentros son, entonces, encuentros de cartón piedra —no en vano Fassbinder explota este componente en los materiales con que construye los escenarios de Querelle— armados rápidamente en la escalera, ubicada entre el refectorio y los locutorios de Mettray, bajo una gran rosa descolorida de estambre, clavada sobre la puerta de la casa de Divine, o entre el barco, el muelle y el burdel, ubicados en un mismo set; no solo porque la contundencia de nuestras miserias es mayor cuando se actúa en espacios reducidos, sino porque el manejo de la temática homosexual exige, aún hoy, especialmente en el contexto machista latinoamericano, trabajar con un “repertorio restringido de gestos”.

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La idea del riesgo que entraña lo prohibido, históricamente ha estado asociada al afecto entre iguales. El secreto como fuga de mis labios del nombre que amo, y que Seblon retiene para sí en la cinta de un grabador portátil, es el mismo secreto que se asocia a autores como Leonardo da Vinci, quien siendo zurdo escribe sus apuntes al revés, a fin de que solo puedan ser leídos con ayuda de un espejo; o Miguel Ángel Buonarroti recobra en sus cartas a Tommaso Cavaliere, al proclamar la imperiosa necesidad de “olvidarse de sí mismo para fundirse en el otro” cuando ama. Nombres, que también son causa de un doble hechizo, pues crean una corriente mágica cargada de deseo, entre su poseedor y quien los pronuncia —recordemos, por ejemplo, el del adolescente Illan, que Marcel Proust pone en boca del Barón de Charlus, y este reconoce más hermoso que todos los reinos de Francia. Genet conoce este efecto, y lo explota en los de Mimosa, Divine, Lou del Despuntar del Día, Primera Comunión, Querelle, Pocholo… Nombres, es decir, “la corola —que al perderlos pierden— como la flor de papel que lleva el bailarín en la punta de los dedos y que ya no es, al acabar el ballet, sino un alambre”. Si bien la afinidad de sensaciones es mucho más violenta en Genet y con un efecto directo sobre nosotros; no solo porque “le toca al lector hacerse sentir a sí mismo la duración del tiempo que pasa”, sino porque para él la memoria inconsciente no es el tiempo, desde el sabor de una madalena proustiana, sino desde “el olor que sube de las letrinas arrancadas, desbordantes de mierda y agua amarilla que hacen que los recuerdos de infancia se alcen como una tierra negra minada por los topos”.

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“He robado para ser bueno”.

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