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Welcome to Fear City

Welcome to Fear City. Es lo que estaba escrito en los volantes que recibían muchas de las personas que aterrizaban en el aeropuerto JFK de Nueva York a finales de 1970.

En esos años ’70 así como en los ’80 y a principio de los ’90, Nueva York era una ciudad dominada por la delincuencia. Organizada en grandes mafias o en pequeñas bandas, sembraba el miedo sobre todo en el metro y en zonas, hoy de gran atracción para los turistas, como Times Square.

El fantasma de esos años ronda hoy por las calles de la ciudad, por los vagones de un metro que antes de la pandemia representaba el transporte más seguro a cualquier hora del día y de la noche.

Hace poco más de dos años, bajar las escaleras del metro significaba encontrarse con las personas más diferentes y excéntricas, ver colonias de ratas de tamaños variados y admirar la capacidad con la cual cruzaban los rieles sin morir aplastadas por los trenes. Sin embargo, nunca representaba una experiencia dominada por el miedo. 

Ya no es así. En los últimos tiempos la situación ha cambiado radicalmente. Los ojos de los usuarios reflejan inseguridad, desconfianza, miedo a cruzar miradas, y actitudes defensivas frente a los sintecho que suben a los trenes pidiendo limosna.   

La pandemia agudizó la pobreza y la soledad agravó los sentimientos de aislamiento y rechazo. Una mezcla peligrosa que es también la causa del recrudecimiento de enfermedades mentales. El rechazo de quien padece las consecuencias de problemas nunca resueltos retroalimenta a su vez, soledades, patologías, odios.

Hasta que un día alguien compra un arma y decide “vengarse”. Quiere matar posiblemente para volverse visible en una sociedad en la cual la regla de la invisibilidad es parte de su cultura.

John Adams, el afroamericano que, según todos los indicios, decidió volcar su furia homicida contra las personas que en la mañana se dirigen hacia sus trabajos, personas en gran parte de clase humilde o media que también tiene que hacer sacrificios rocambolescos para sobrevivir en una de las ciudades más caras del mundo, fue apresado y supuestamente, los neoyorquinos pueden vivir más tranquilos.

¿Pero, es realmente así? ¿Cuántos otros John Adams pueblan las calles de Nueva York? ¿Cuántos otros acumulan odios y rabias contra todos al sentirse arrinconados en la parte más despreciada de la ciudad?

Y, sobre todo, ¿cuántos de ellos tienen acceso a las armas con la misma facilidad que Adams a pesar de haber estado en las listas del “Guardian Lead System”, de la división antiterrorista del FBI? Sin contar los arrestos previos en Nueva York y en New Jersey y los anuncios violentos que publicaba en redes sociales vomitando su odio, su rabia y su deseo de venganza contra un sistema que, en su opinión, es incapaz de ayudar a las personas que sufren de trastornos mentales.  

Permitir el acceso a un arma, a pesar de esos trascursos, es el verdadero acto criminal. En Nueva York, a pesar de una legislación mucho más restrictiva que en otras ciudades estadounidenses, creció la circulación de armas de fuego y la situación ha empeorado tras la aparición de las armas fantasmas, juguetes mortales que se ensamblan en casa y eluden los registros.

Los sintecho no son los culpables y tampoco lo son las personas que tienen que sufrir sus desmanes. El culpable es un sistema que expulsa a los más débiles, que no cuenta con suficientes refugios para darles una acogida digna de un ser humano, que es incapaz de ofrecer tratamientos médicos eficaces a los enfermos mentales y que sigue poniendo pañitos calientes al gravísimo problema de las armas.  

La Nueva York de nuestros días está muy lejos de volver a ser esa ciudad en la cual te acogían con un folleto que decía Welcome to Fear City y que tenía el dibujo de una calavera encapuchada. 

Sin embargo, si no comienza a solucionar los problemas que la pandemia se encargó de profundizar, las pesadillas del pasado podrían transformarse en espantos del presente.


Photo by: Corey Leopold ©

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