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Montserrat Vendrell

Juventud, divino tesoro

Sí, todos hemos sido jóvenes. Todos (o casi todos) hemos tenido nuestros ideales. Todos (o casi todos) hemos protestado en mayor o menor medida para construir una sociedad mejor. Las circunstancias históricas influyeron. Las económicas también. Todos hemos soñado lo imposible, pero también lo posible. Por eso, admiramos la voluntad de los jóvenes actuales de movilizarse para lograr sus objetivos e ilusiones. 

A veces, sin embargo, nos encontramos con protestas-espectáculo. Cuesta identificar lo que se busca con estas dramatizaciones agresivas que ponen en duda el efecto deseado. Lo que sí está claro es que lanzar sopas en una pintura valiosa permite  llamar la atención, como si la realidad fuera virtual en la búsqueda de «likes» .

Los ecoactivistas apuestan por hacer reaccionar a la humanidad  y  que se concientice sobre la importancia del cambio climático. Con métodos cuestionables, logran estar en la boca de todos y salir en las noticias. Incluso la propia Greta Thunberg, que se paseaba tranquilamente por las calles e instituciones con sus amonestaciones, alertando de la catástrofe del cambio climático, teatralizó su detención por parte de la policía en Alemania, lo que le dio una gran visibilidad.

En esta sociedad del espectáculo no todos los jóvenes tienen las mismas prioridades. La educación, la sanidad, la vivienda, la cultura son temas que preocupan, pero no lo suficiente como para manifestarse y pedir acciones determinantes a los políticos. Las calles ahora son las pantallas. La arena en la que se mueve la juventud ya no es de asfalto, sino virtual. En sus pequeños paraísos individuales, los jóvenes se engrandecen con una cámara enfrente y de forma mesiánica se quejan, protestan, a la vez que ofrecen consejos, soluciones y experiencias. En las redes sociales predomina lo individual frente a lo colectivo. El Yo frente a los miles y a veces millones de seguidores.

En medio de la apatía y la desorientación, los jóvenes consiguen algo que es aturdidor, pasarse horas y horas viendo vídeos en cadena de personajes que no tienen ningún interés ni parecen decir nada interesante, pero que gracias a su carisma (con la ayuda de sus “business angels”, que normalmente son marcas de moda, cosmética, deportivas, etc o fondos de inversión) consiguen arrancar adeptos a millones. Consumirse consumiendo.

Las marcas saben muy bien en donde apostar y romper cánones para normalizar: se dirigen a gente que padece soledad o sobrepeso, al colectivo transexual o LGTBI, etc. Sus influencers actúan como coaching emocionales en la reafirmación de sus identidades. Precisamente es en  la adolescencia cuando se modelan la personalidad y la identidad,  y en las redes encuentran muchos referentes. Los expertos abogan por tener experiencias propias, con aprendizajes íntimos y apegos afectivos, antes que ceñirse a las recetas recogidas en las redes.  Los jóvenes no deberían ahorrarse un trabajo interior y personal que les permita modelar sus mentes.

El poder de la redes (ya se habla del quinto poder) es cada vez más gigantesco. No en vano, ya los políticos, sacerdotes y empresarios se han vuelto tiktokeros.  Está claro que Instagram, Facebook,  Tik Tok o  Youtube son unas excelentes herramientas de marketing y publicidad, sino que lo cuenten los millones y millones de adictos a cualquier persona o cosa. El trabajo de «influencers» es envidiable, según las encuestas, a los ojos de los estudiantes de primaria y secundaria que priorizan la belleza, el lujo, el hacer dinero antes que estudiar una carrera y obtener conocimientos.  

Cada vez se habla de la presión que sufren los influencers para ofrecer contenido de forma continua y lo que empezó como un proyecto personal acabó siendo el plan de marketing de una marca. Desde la pandemia, en España, han salido como setas las agencias que contactan a los jóvenes que salen en las redes con posibles marcas patrocinadoras. Se habla más de la necesidad de regulaciones de la privacidad y de la protección de datos. En definitiva, leyes que protejan al consumidor en general y a los jóvenes en particular.

Las redes sociales crean dependencia, falta de concentración y ansiedad. Pueden provocar depresión y ser una ayuda en el aumento de la tasa de suicidios en jóvenes. No ser o identificarse con alguien produce frustración. No conseguir lo que uno quiere también. Esos son los temores que han expresado los expertos. 

He aquí, cuando han emergido en las propias redes los gurús de la salud mental, que intentan ayudar con sus escenificaciones y experiencias a los jóvenes que lo están pasando mal. Internet se ha convertido en el «teléfono de la esperanza» de muchos adolescentes, adormecidos y aletargados por esas mismas redes. Las redes son el problema, pero también ofrecen la solución. Cualquiera puede ser un especialista en cualquier área en este mundo de las emociones, lo que hace trinar al colegio de psicólogos.

No todo debería centrarse en este mundo virtual. Que las redes sociales seduzcan hasta tal punto a los jóvenes, dicen mucho de lo poco que se ha hecho para reeevaluar y reestructurar la educación para ajustarla a los nuevos tiempos.  En la última reunión de Davos, finalmente este tema ya se ha considerado prioritario. Así esperamos.

Parece como si se quisiera que el sistema de enseñanza tuviera que caerse por su propio peso, sin intervenciones, y de hecho ya está sucediendo fomentando más las desigualdades sociales y la segregación. Es curioso que los adolescentes de familias acomodadas siempre encuentren un filón donde estirar y una start-up donde adquirir una nómina, mientras que las clases medias y bajas batallan para encontrar su destino, en medio de ofertas educativas poco atractivas y con esperanza de condiciones laborales lamentables.

Hay que decir, sin embargo, que hay muchos jóvenes que iniciaron start-ups que tienen un talento incuestionable. Tanto es así, que muchas de estas empresas acaban siendo absorbidas por compañías multinacionales o contratadas como servicios outsourcing. Pero, tampoco no todo es oro lo que reluce: el 90 por ciento de las star-ups cierra antes de cumplir los 3 años. ¿Quién puede permitírselo?

Herramientas de Inteligencia Artificial (IA) han salido en el mercado, que puede que tengan aplicaciones beneficiosas en el futuro, pero que, de momento, lucen más por su componente especulativo, que por sus beneficios, especialmente para los jóvenes.  Han nacido aplicaciones que pueden hacer tus deberes, resúmenes y redacciones. Los profesores y especialistas han echado el grito al cielo, porque estos instrumentos alejan a los jóvenes del aprendizaje y el desarrollo mental, al perder la capacidad de estructurar el pensamiento o fomentar la reflexión. En fin, consideran que contribuyen a desmenuzar la creatividad.

Las encuestas muestran que han bajado los resultados académicos de los jóvenes y se preguntan por qué. En medio de tanto estímulo y distracción de las pantallas, los jóvenes se centran en los vídeos de sus influencers, de sus deportistas preferidos, de sus especialistas en moda, de sus cuidadoras emocionales, etc. Aspirar al lujo, al glamour y a ser rico no es nada malo, lo triste es que sea el fundamento de la vida de muchos jóvenes en la actual economía de mercado y sobre todo lo que les importa es la rapidez en conseguirlo. El consumo parece ser su forma de vida. Es algo emocional. Es tener para mejorar la autoestima y la positividad.

Pero las predicciones son agoreras. Las cifras apuntan a que los jóvenes actuales serán más pobres que sus padres y tendrán menos formación que ellos. Ya se ve con el aumento del abandono escolar. Todo apunta que la educación, el paro y la salud mental seguirán siendo unos de los problemas urgentes en el futuro inmediato. 

Aún me acuerdo cuando con añoranza se decía «Juventud, divino tesoro», extraído de los versos del poeta nicaragüense Rubén Dario y que el cantautor valenciano Paco Ibánez musicó. Espero que los jóvenes de ahora puedan decirlo cuando lleguen a su edad adulta y se hayan desprendido del narcisismo característico de esa etapa. «Juventud divino tesoro/ Ya te vas para no volver/ Cuando quiero llorar, lloro/y a veces lloro sin querer». Lo que está claro es que la tecnología ha venido para cambiarnos el sentido de la vida. 

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