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VVEditorial mariza bafile
Photo Credits: JoshuaDavisPhotography ©

Un infierno en el infierno

Un motín en una cárcel de Venezuela dejó, el pasado viernes, un saldo de 29 muertos y 19 heridos. Una vez más un recinto penitenciario de ese país, lugar donde el horror es cotidianidad, se ha transformado en un cementerio 

Las masacres, consecuencia de motines en las cárceles de América Latina, ocupan siempre menos centimetraje en los medios de comunicación. Algunas ONG tratan de denunciar las condiciones inhumanas en las cuales viven los presos, la oficina de Derechos Humanos de la ONU redacta informes y envía lacónicas recomendaciones a los gobiernos y muchas personas piensan “bien merecido está”. Es lo que pasó hace pocos meses tras otro motín en los calabozos de la Policía de Carabobo, estado ubicado en el centro-norte de Venezuela. En esa ocasión un incendio causó la muerte de 68 presos y 10 mujeres que habían ido a visitarlos. Entre los detenidos estaban desde delincuentes con amplio prontuario policial, hasta otros acusados de delitos menores y también estudiantes cuya única culpa había sido la de participar en las marchas antigubernamentales. 

Nada nuevo bajo el sol. Esa misma condición se vive en otros calabozos que deberían ser transitorios y se han transformado en presidios permanentes. En la mayoría de ellos hay estudiantes y pequeños delincuentes en espera de juicio obligados a convivir con presos de alta peligrosidad y con pranes que determinan la vida en las cárceles y organizan la delincuencia en las calles del país. Los únicos que lloran a las víctimas y viven en el eterno sobresalto de recibir la noticia de la muerte de otro preso, son los familiares, voces que gritan en un vacío que las absorbe y las transforma en un silencio aterrador.  

A diferencia de los motines con amplia estela de muertos que llegan a ser noticia, aunque pasajera, nada se sabe y, mucho menos se dice, del desangre permanente de vidas humanas ocasionado por insalubridad, violencia interna, maltratos, enfermedades, etc.  

El gobierno que es el único responsable de esas muertes y de la situación penitenciaria en general, reacciona con una indiferencia impermeable a cualquier reclamo. Los comunicados de la oficina del Alto Comisionado de los Derechos Humanos de Naciones Unidas se van acumulando en sus escritorios y nadie, ni los mismos funcionarios ONU, esperan que sirvan para algo. Para colmo de la ironía en Venezuela hay una Ministra del Poder Popular para el Servicio Penitenciario. 

Un cargo que, tras la redundancia del nombre, esconde el vacío total y absoluto. Tanto ella como sus colegas en el gobierno saben que la condición carcelaria es el último de los problemas para la mayoría de los venezolanos.  

En un país que la delincuencia desatada ha transformado en un infierno llevándolo a ocupar el primer lugar entre los más peligrosos del mundo, según la última encuesta Gallup, superando hasta naciones en guerra como Afgantistan o Sudan del Sur, pareciera casi un exabrupto pedir que se respeten los derechos humanos de los presos. 

Lo mismo pasa eotras naciones como México, Guatemala, El Salvador, Brasil, en las cuales las cárceles son un territorio sin ley que permite cualquier tipo de desmanes. Presos con cargos menores conviven con asesinos despiadados quienes generalmente definen las reglas en el recinto. Droga y armas entran sin ningún problema y muchos de los tráficos y actos delincuenciales que ocurren en el exterior son organizados en el interior de las celdas.  

El sistema penitenciario presenta graves carencias prácticamente en toda América Latina. Según los últimos informes de la oficina de Derechos Humanos de la ONU en la mayoría de los países de la región males como hacinamiento, tortura, malos tratos, son una constante. 

Y todo ocurre en medio de la indiferencia general. La mayoría de las personas piensa que lo que allí pasa no es su problema.  

Es un terrible error. La desintegración de los derechos humanos en las cárceles refleja el escaso valor que esos derechos tienen en la sociedad. Pensar que los presos son una apéndice que podemos suprimir de nuestros pensamientos y preocupaciones significa poner la cabeza debajo de la arena para evitar ver. Pero no ver no cambia las cosas. 

Las cárceles son lugares en los cuales los presos transcurren una etapa de su vida. Antes o después salen y vuelven a reinsertarse en la sociedad. 

Está en nosotros la responsabilidad y capacidad de reintegrar a personas quienes, durante la reclusión, tuvieron la posibilidad de redimirse aprendiendo un oficio, estudiando, entendiendo la diferencia entre vivir en libertad o sin ella. La alternativa es devolver a nuestras calles a personas quienes, tras quedar encerradas por un robo menor, salen con un master en la universidad de la violencia y con suficiente rabia en su interior para poner rápidamente en práctica lo aprendido. 

Es difícil preocuparse del infierno de otros cuando nuestra misma vida es un infierno; sin embargo al no hacerlo contribuimos a la perpetuación y empeoramiento también del nuestro.


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