La victoria de Tsipras en Grecia fue sin duda una victoria anunciada. El caos de la economía griega, que, lejos de recuperarse tras las medidas impuestas por la Troika (BCE, Comisión Europea y FMI), se ha ido agravando, el deterioro de las condiciones de vida de su población, en particular de la clase media, el debilitamiento de la política tradicional carcomida por la corrupción, han abonado el terreno para que pudieran fortalecerse el partido de izquierda Syriza y su líder Alexis Tsipras.
Inmediatos los paralelismos entre este y otros líderes latinoamericanos, por ejemplo el Financial Times se preguntaba si Tsipras será Lula o Chávez al tiempo que el Wall Street Journal lo definía el “Chávez de los Balcanes”.
¿Pero en verdad Tsipras quiere ser el Chávez de Europa?
Si bien haya sido muy generoso en elogios al difunto Presidente de Venezuela en los años pasados, – por ejemplo en 2012 dijo: “Chavez atrajo la atención del mundo gracias a su gobierno creativo, obrero, democrático e independiente y, tarde o temprano, otros pueblos seguirán su ejemplo” – pareciera que la responsabilidad de gobierno haya mitigado notablemente el fervor de una época en la cual su verbo, desde una oposición que permite siempre muchas más promesas de las que pueden hacer los que gobiernan, tenía que conquistar secuaces para su partido.
La decisión de una alianza con la extrema derecha para poder gobernar, que sería banal justificar con “los extremos se tocan”, responde en realidad a las más tradicionales exigencias de la real politick. El nuevo Jefe de Gobierno de Grecia ha cambiado su mismo aspecto, ha moderado los tonos de su discurso y ha dejado en claro que prefiere el modelo Lula al que implantó Chávez en Venezuela.
Pareciera que los pasos que ha dado el chavismo en Venezuela, en un primer momento sirvieron para calentar los ánimos de los europeos quienes nunca han dejado de soñar revoluciones ajenas, y luego, a la hora de la verdad, también para reflexionar sobre las consecuencias de una revolución que se ha ido transformando en involución.
El mismo Iglesias, líder de Podemos en España, ha tomado distancias del régimen venezolano. “Venezuela no es un modelo para España” ha declarado a la prensa española.
No es la primera vez que líderes que han gritado loas al movimiento revolucionario bolivariano, luego, a la hora de tomar las riendas del gobierno de sus propios países, prefieren tomar distancias de un modelo que, como demuestra la realidad que viven los venezolanos, lejos de resolver los problemas de la pobreza y de la corrupción ha incrementado ambos.
En América Latina el primero en alejarse ha sido Humala quien, desde su campaña electoral, dejó bien claro que no tenía ninguna intención de ser identificado como un segundo Chávez, y hasta los aliados históricos como los presidentes de Bolivia y Ecuador, de manera mucho más discreta, buscan un camino más moderado para lograr sus objetivos.
Europa antes que todo, pero también el resto del mundo están a la expectativa frente al cambio de gobierno en Grecia. ¿Cuál será el camino que tomará el nuevo líder? ¿Logrará un equilibrio entre las promesas y la realidad de un país económicamente devastado y entre las consignas hechas desde la oposición y las medidas que deberá tomar como Jefe del Gobierno?
Si, como imaginamos, la ponderación marcará la etapa Syriza, la experiencia griega podría resultar un buen ejemplo para los gobernantes actuales y futuros de América Latina.
Quizás una experiencia tan lejana y tan cercana al mismo tiempo, pueda mostrar como, a la hora de tomar las riendas de un gobierno, hay que buscar equilibrios a sabiendas que son igualmente dañinos los excesos del capitalismo así como los de las revoluciones.