Profunda satisfacción sentimos cuando la Real Academia de las Ciencias de Suecia otorgó el Premio Nobel para la Paz a la paquistaní Malala Yousafzai y al activista indio Kailash Satyarthi. Malala sigue su batalla en defensa de la escolarización de las mujeres a pesar del atentado perpetrado por los talibanes, del que fue víctima y que casi le costó la vida. Satyarthi lucha contra la opresión de los niños y los jóvenes y por el derecho de todos a la educación.
Ambos representan a los millones de niños y jóvenes quienes son víctimas de violencia y abusos, no tienen acceso a la educación ni esperanza de futuro.
Sus luchas así como las manifestaciones que millares de jóvenes llevan adelante en Hong Kong y en otras partes del mundo, la desaparición y posible matanza de 42 estudiantes en México, ponen de relieve el gran drama que significa ser joven hoy en día.
Si nos limitamos a analizar los países de América Latina y el Caribe saltan a los ojos las graves dificultades que encierra labrarse un futuro en la mayoría de esos países.
Según un estudio de la OIT (Organización Internacional del Trabajo), publicado en febrero de este año, en América Latina hay cerca de 108 millones de jóvenes de los cuales alrededor de 56 millones forman parte de la fuerza laboral. Las proyecciones demográficas indican que de los 599 millones con los que cuenta el subcontinente para el año 2013 el 69 por ciento son personas menores de 40 años.
Las diferencias sociales y las asimetrías regionales marcan la vida de muchos de estos jóvenes. Los que nacen en cunas pobres o en zonas rurales deben enfrentarse con carencias alimentarias, enfermedades, menores posibilidades de estudio y por lo tanto de rescate social. La fragilidad de la adolescencia es presa fácil de la delincuencia, del narcotráfico y de la prostitución. Desde muy temprana edad muchos de esos jóvenes y de sus familias asisten inermes a la pulverización de sus posibilidades de futuro.
Los que nacen en cunas de familias de clase media tienen generalmente acceso a buena alimentación y buena educación. Siempre según el estudio de la OIT, son actualmente mejor preparados que los de generaciones anteriores y tienen un alto manejo de las nuevas tecnologías, pero, aún así, se enfrentan con una serie de obstáculos que les impiden aprovechar sus potencialidades.
En muchos países, clases políticas corruptas e incapaces, lejos de resolver los problemas de desarrollo, agudizan las desigualdades y alimentan los odios sociales. En otros, como en México, el narcotráfico ha infiltrado los distintos grados del poder hasta intoxicar a enteras sociedades cuyo espacio de vida y libertad se restringe cada día más. En casi todos la delincuencia común transforma la vida de un joven en una ruleta rusa.
Si los pobres de Centroamérica lanzan a sus hijos pequeños hacia un destino de soledad y privaciones en tierra extranjera con tal de salvarles la vida, las familias de clase media invierten todos sus bienes para permitir a sus hijos, ya graduados en Universidades, ir a países del “primer mundo” con la esperanza de que allí puedan labrarse un futuro exitoso y seguro.
La fuga de cerebros en los últimos años ha aumentado considerablemente y se ha ido transformando en un verdadero desangre de capital humano para las naciones de las cuales se alejan. Muchos de esos jóvenes, antes de irse, han participado y organizado movilizaciones de protesta contra los males de sus países. El valor de los estudiantes del estado de Guerrero en México, de los que protestaron en Chile, para lograr una educación accesible para todos, y en Venezuela, para exigir mayor democracia, son un ejemplo del valor y del compromiso social de la juventud en América Latina y el Caribe. Pero muchas veces la realidad de una política que tiene instrumentos suficientes para defenderse de los embates de unos muchachos, tritura todo valor. Es una pared de goma contra la cual se estrellan ilusiones y rabias. Los maltratos policiales y temporadas en las cárceles dejan en muchos de ellos cicatrices profundas en cuerpos y almas.
Se van y en la mayoría de los casos no regresan. El número de emigrantes con alto grado de educación se ha duplicado en los últimos años y el éxodo de latinoamericanos y centroamericanos con educación superior pasó de 23 a 40 millones entre 1996 y 2007.
Emigración dolorosa porque muchas veces su inserción en los países donde llegan es casi tan difícil y frustrante como lo fue dejar a sus hogares.
En Estados Unidos nuestros jóvenes llenan las Universidades para ampliar sus conocimientos. La esperanza de la gran mayoría es de conseguir visa y trabajo pero ese camino es sumamente arduo. La búsqueda de un trabajo que permita acceso a una visa es un verdadero via crucis y muchos, cuando terminan sus estudios, se encuentran en la disyuntiva de tener que escoger entre regresar a sus países u engrosar las filas de los indocumentados.
Los jóvenes con un alto nivel de estudios generalmente rechazan la idea de ser parte de la población indocumentada así que a veces empieza para ellos una nueva, dolorosa y complicada emigración hacia otros lugares donde la integración parece más fácil. Y así también los pierde Estados Unidos. Con ellos se van talentos que podrían contribuir al desarrollo de este país.
Es una situación dolorosa. Los jóvenes, todos, deberían tener acceso a una buena educación. Debería existir mayor sintonía entre el alto nivel de estudios que ofrecen las Universidades y las posibilidades de desarrollo profesional que generan los países, deberían existir gobiernos capaces de ayudarlos a salir adelante y de defenderlos de la delincuencia, sea ella organizada o común. Deberían… pero esa es utopía, la verdad es que la mayoría de las nuevas generaciones, en todo el mundo, debe enfrentarse con realidades profundamente injustas y complicadas.
Peor todavía es para las mujeres quienes a todas esas problemáticas tienen que sumar la violencia de género y las desigualdades laborales y de desarrollo profesional de las que son víctimas por el mero hecho de haber nacido mujer.
Pero de eso hablaremos en otra oportunidad.