Atrás quedan los ecos de las palabras llenas de entusiasmo y esperanza que gritaron miles de ciudadanos estadounidenses para celebrar la llegada a la Presidencia del primer afroamericano.
“Yes we can”, esa consigna que acompañó un sueño colectivo, sufre el peso de los años y como muchos otros sueños empieza a perder color y vitalidad. Los países, los pueblos, no borran fácilmente años de historia ni aspectos de una idiosincrasia que contribuyó a crear su identidad.
Hoy, tras el asesinato a manos de policías blancos de los afroamericanos Eric Garner en Staten Island, Michael Brown en Ferguson (Misuri) y Rumain Brisbon en Phoenix (Arizona) y sobre todo tras la decisión del jurado de exonerar de cargos a dos de esos policías, Darren Wilson y Daniel Pantaleo, Estados Unidos despertó de golpe.
La ilusión de igualdad de los últimos años ha quedado hecha trizas y el país entero está obligado a mirarse en un espejo que había estado evitando durante años. El espejo del racismo, de la intolerancia hacia el otro, hacia el diverso por color de piel, religión, preferencia sexual, condición económica.
El racismo en el fondo esconde un gran miedo, miedo de enfrentar lo que no se conoce, miedo de salir de las certezas. Es la intolerancia del que está convencido de su superioridad y teme abandonar las rígidas estructuras que lo defienden.
Los norteamericanos han vuelto a sentir en su piel el escozor de viejas heridas.
Dos mundos conviven en un mismo país. Por un lado están unos policías que se han sentido libres de matar y unos jurados que se han sentido libres de declararlos inocentes. Por el otro millares de personas que han salido a la calle para expresar su indignación y su dolor y para decir que hay quien cree en los derechos humanos, la justicia y el respeto hacia los demás.
Son las dos caras de un mismo país, una realidad que no es solamente norteamericana sino que encontramos en muchas otras naciones. En Europa por ejemplo conviven sectores abiertos y democráticos con los neonazi que sueñan un regreso a las esvásticas.
Cada país tiene luces y sombras en su interior y tiene que mediar entre esas dos fuerzas.
Pero hay algo que distingue estos hechos de otros contrastes. La actitud de la policía y la del jurado ponen en entredicho dos pilares básicos de la democracia. La policía debería ser la fuerza que protege al ciudadano y la justicia la que los defiende de abusos. La pérdida de confianza en esas dos instituciones puede transformarse en un tsunami de consecuencias imprevisibles.
¿Con cuál autoridad podría hablar de democracia en el mundo un país incapaz de garantizar seguridad y justicia para sus ciudadanos, independientemente de su color de piel? Es la pregunta que estará rodando en los cuartos del poder, a nivel nacional y regional. El Presidente Obama así como el alcalde de Nueva York De Blasio y el gobernador del Estado, Andrew Cuomo ya presentaron planes para mejorar el entrenamiento de las fuerzas de policía. Saben que es imprescindible remendar la confianza de los ciudadanos.
Todos los que somos emigrantes sufrimos en algún momento de nuestras vidas las consecuencias de los miedos y las intolerancias que encierra el racismo. Al salir de nuestros países estamos condenados a transformarnos en otros, en distintos. Así quedamos aún cuando regresamos en la patria de origen. Las mutaciones que conlleva el haber vivido otras experiencias nos marcan, nos transforman y nos enriquecen pero muchas veces pagamos ese enriquecimiento con el rechazo de los que nos huelen diferentes.
Los que salimos de América Latina y el Caribe en búsqueda de otras tierras también conocemos, por haberlos vivido en carne propia dos y más veces, el contraste entre las diversas almas que conforman a un mismo pueblo. Muchos vivimos la desconfianza hacia las fuerzas policiales y la justicia y sabemos el daño profundo que tal desconfianza ha generado en nuestras sociedades.
Quizás por eso valoramos profundamente la democracia y la justicia. No son palabras huecas, son valores esenciales, son el único pasaporte que tenemos para evitar el regreso a la barbarie. Sin justicia, sin respeto y tolerancia hacia cualquier diversidad, no hay futuro posible.