Poder económico, y afán de riqueza, siempre han jugado un papel decisivo en la historia de la humanidad. Han determinado auge y caída de gobiernos democráticos, pseudo-democráticos y dictatoriales. De eso, algo sabemos en América Latina, por haberlo vivido en carne viva el siglo pasado. Y ha provocado guerras e invasiones y alimentado odios y rencores. De eso saben seguramente más los países al otro lado del océano.
Pasan los años, se transforman los escenarios y cambian los protagonistas. Mas, la realidad sigue siendo la misma. El deseo de riqueza hilvana los hilos del poder. Y es así como se determina el ocaso de imperios económicos, se estimula el nacimiento de otros, se fortalecen gobiernos y se decide el declive de otros.
Poder económico y poder político. Cada vez más cerca. Es difícil, hoy, determinar la frontera que separa el rol de la economía del de la política; la ambición política del afán de riquezas. Se condicionan, se manipulan y se atraen y se alían para alcanzar sus fines, no pocas veces, inconfesables.
Ahí están, como botón de muestra, las denuncias del conductor Jorge Lanata quien, a pesar de las presiones de la presidenta Cristina Fernádez de Kirchner, ha revelado el entramado de corrupción que rodea los contratos del gobierno con el empresario Lázaro Báez; y del diario “La Nación”, el cual ha llevado a la luz pública negocios ilícitos que involucran presuntamente hasta al vice-Presidente Amado Boudou. En Brasil, los medios nacionales han puesto en aprieto al gobierno de la presidenta Dilma Rousseff, al sacar a la luz pública la red de corrupción que ha sido construida alrededor del coloso Petrobras, y han malogrado la imagen del ex presidente Ignacio “Lula” da Silva, al revelar presuntos sobornos que han llevado a la cárcel algunos funcionarios de la administración anterior.
La labor de los medios de comunicación suele ser cuesta arriba. En especial cuando, como en el caso de Venezuela, el poder político busca la cooperación del económico, aunque sea a través del chantaje y de la coacción. El gobierno del presidente Maduro, a través de su vicepresidente, su vice-ministro de Relaciones Exteriores y de su presidente de la Corporación Venezolana de Comercio exterior, habría solicitado a los directores de las filiales en Venezuela de Telefónica, Zara, Repsol, Bbva, Mapfre, Meliá, Iberia y Air Europa, que influyeran en los medios españoles para que estos abandonaran lo que consideran “una campaña mediática de desprestigio”. Decimos, dejaran de publicar informaciones sobre la escasez de alimentos, de medicinas y de insumos; dejaran de hablar de las largas colas bajo el sol tropical por un quilo di harina, un litro de leche o una panela de mantequilla; dejaran de hacerse eco de las denuncias de Le Monde y del Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación, que revelan, con pruebas irrefutables, la existencia de cuentas multimillonarias depositadas en la filial suiza del banco Hcbs; y dejaran de escribir sobre las cuentas, también multimillonarias, que habrían sido canceladas a los líderes del partido español ‘Podemos’ por asesorías fantasmas. Una solicitud, de acuerdo a informaciones filtradas por algunos de los presentes, acompañada por presuntas amenazas, más o menos veladas. En fin, por advertencias de represalias contra intereses españoles. Traducido en el lenguaje coloquial: expropiación, incautación y pare usted de contar. La desmentida oficial, como era de esperarse, llegó. Mas, a destiempo.
Los hechos recientes de Venezuela nos demuestran como los poderes económicos y políticos tratan de hilvanar alianzas. Cuando estas se tornan imposibles, estallan los escándalos. Y comienza el ocaso, casi siempre del poder político de turno.