Ayer me mataron.
Me negué a que me tocaran y con un palo me reventaron el cráneo. Me metieron una cuchillada y dejaron que muera desangrada.
Cual desperdicio me metieron a una bolsa de polietileno negro, enrollada con cinta de embalar y fui arrojada a una playa, donde horas más tarde me encontraron.
Pero peor que la muerte, fue la humillación que vino después.
Desde el momento que tuvieron mi cuerpo inerte nadie se preguntó donde estaba el hijo de puta que acabó con mis sueños, mis esperanzas, mi vida.
Así escribe, en una carta que se volvió viral en las redes sociales, la joven estudiante de Ciencias de la Comunicación Guadalupe Acosta, de Paraguay, a raíz de la muerte de dos turistas argentinas, Marina Menegazzo y María José Coni asesinadas en Ecuador a finales de febrero. La escribe porque Marina y María José no solamente fueron horriblemente asesinadas sino que fueron también consideradas, por varias personas, responsables de su propia muerte. Ellas tuvieron el “ardid” de viajar solas y de aceptar una invitación de dos muchachos, sus asesinos, conocidos en el transcurso de su viaje.
Son las mismas razones que esgrimieron los hombres que en India agredieron y mataron a una joven quien tuvo la “osadía” de moverse sola en un autobús a las 9 de la noche.
Y son las mismas razones con las cuales religiones de distinto tipo justifican los atuendos que sacrifican el cuerpo de la mujer, desde el burka hasta las pelucas, las faldas hasta el tobillo y las franelas con manga larga para tapar hasta el más mínimo pedacito de piel.
Muchos los puntos en común entre religiosos y laicos cuando se habla del mundo femenino.
Las mujeres no pueden y no deben mostrar su sensualidad ni sus deseos eróticos sin caer en el pecado para los primeros y sin volverse en objetos a riesgo para los otros. Riesgo de que un hombre no pueda contener sus deseos de poseerlas y, si ellas no aceptan, de golpearlas y matarlas.
Los feminicidios, palabra que preferimos a la de femicidios ya que siguiendo la teoría de la antropóloga mexicana Marcela Lagarde sintetiza “el conjunto de hechos de lesa humanidad que contienen los crímenes y las desapariciones de mujeres”, son una de las pocas cosas que no discriminan entre países desarrollados, en vías de desarrollo y subdesarrollados. Y tampoco entre hombres de mayor o menor cultura y educación.
Como bien lo sintetizó la escritora y activista feminista surafricana Diana E.H Russell: «the killing of women because they are women».
En los países de América Latina y del Caribe, a pesar de los avances que se han registrado en los últimos años a nivel legal, las cifras estadísticas muestran cuán lejos estamos de la erradicación o disminución de la violencia contra las mujeres y de los feminicidios.
En el informe elaborado en 2014 por CLADEM (Comité de América Latina para la defensa de los derechos de las mujeres) leemos: “Las investigaciones y estadísticas dan cuenta del dolor y sufrimiento que transitan en sus cuerpos las mujeres, tanto en el ámbito público como en el privado. De acuerdo a la encuesta LAPOP-PNUD 20122, casi un tercio de las mujeres han sido victimizadas en sus propios hogares, mientras que dos tercios de ellas lo han sido fuera de su domicilio. La misma encuesta indica las bajas percepciones de inseguridad de la ciudadanía sobre los delitos y crímenes de género, pues no figuran dentro de las principales amenazas. La Oficina Panamericana de la Salud (OPS), tomando como fuente de datos las Encuestas Demográficas y de Salud y de Salud Reproductiva, señala que entre el 17 y 15% de las mujeres entre 15 y 49 años de edad, en 12 países de la región, ha recibido violencia física o sexual por parte de una pareja alguna vez”.
Como bien explica en sus ensayos y ponencias la antropóloga Marcela Lagarde, los crímenes contra las mujeres son la punta del iceberg de otras formas de violencia y discriminación que están presentes y son toleradas por la sociedad.
Por ejemplo Lagarde muestra como, en un país con altos índices de crímenes contra las mujeres como México, contrariamente a lo que se pueda suponer, solamente una pequeña parte de ellos es perpetrada por la delincuencia organizada. En la mayoría de los casos las mujeres son víctimas de conocidos, parientes, esposos, novios, ex esposos, padres, hermanos, vecinos, amistades familiares, o compañeros de trabajo o escuela.
Las raíces de esta violencia son mucho más difusas y profundas de lo que podríamos imaginar. Extensas y diversas son las formas “aceptadas” de violencia hacia las mujeres, desde las verbales hasta las que se desarrollan dentro de las relaciones de pareja.
“Los feminicidios tienen en común que las mujeres son usables, prescindibles, maltratables y deshechables. Y, desde luego, todos coinciden en su infinita crueldad y son, de hecho, crímenes de odio contra las mujeres” escribe Lagarde.
Sin embargo, como dijo la directora ejecutiva de UN Women, Phumzile Mlambo-Ngcuka, en una charla que dictó en la Universidad de Yale, la violencia de género no es inevitable. Phumile Mlambo-Ngcuka habló de la necesidad de implementar políticas preventivas que incluyan tolerancia cero hacia todo tipo de violencia, discriminación o prejuicio contra las mujeres. Y señala la importancia de la educación para enseñar, desde muy temprano, el respeto hacia cualquier ser humano.
Lejos estamos hoy de ese respeto que merece cualquier ser humano, independientemente de su sexo, color de piel, tendencia sexual y religión.
Las actitudes, las palabras, las ironías, que esconden graves discriminaciones, crean el caldo de cultivo en el cual crecen las semillas no solamente de la violencia sino también de la impunidad. Es imprescindible que se entienda que la violencia contra las mujeres no puede ser considerada una cuestión privada sino que es un problema político.
Nunca la culpa es de las víctimas. Nunca hay justificaciones posibles. La violencia hacia un ser físicamente más débil es sólo eso, violencia. Es una herida a la sociedad entera.
Las mujeres no pueden y no deben enfrentar solas el miedo, el dolor, la angustia que genera la violencia, sentimientos que muy bien sintetizan los versos inéditos de Raquel Abend, escritora, poeta y colaboradora de ViceVersa.
Aparearse con violencia es lo primero
que hay que saber hacer
violencia sin casa
violencia sin verdad
violencia sin nadie
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