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paola maita
Photo by: kassy.miller ©

Own it

La primera vez que escribí sobre dos mujeres que tenían una relación romántica, pasó algo que cambiaría definitivamente mi manera de relacionarme con la escritura.

En aquel momento, pensaba que la mejor manera de publicarla online era bajo un seudónimo. Cuando le propuse a la editora cambiar mi firma por esa semana por la naturaleza de la historia, me dijo que no era posible por la forma en la que funcionaba la página. Como solución, me propuso hacerlo fabulado, como si se tratase de algo ficticio.

La verdad es que la solución me parecía bastante elegante, además de plantearme un ejercicio narrativo interesante. Decidí tirar el texto adelante, reimaginando toda la situación para fingir que era menos mía.

Una vez superado ese terror inicial de cómo hacerlo, seguía pensando en qué podría pasar si alguien se daba cuenta que esa historia ficticia en realidad se trataba de mí, que esos personajes se correspondían con mi realidad. Aún no me sentía en la capacidad de admitir abiertamente mi bisexualidad, menos en un texto público en internet.

Para liberarme de inseguridades, me arropé bajo la creencia de nadie me lee. Publiqué el texto con mi nombre, pensando que sería algo que solo querría hacer una vez. Creía que aquello de hacer escritura íntima no iba a ser lo mío.


Tienes que ser consciente de que, si publicas eso, puedes tener repercusiones.

Además de ser una de mis mejores amigas, V. me sirve de voz de consciencia y de lectora de prueba. Cuando tengo dudas sobre un texto, ella intenta darme alguna opinión sobre cómo tirarlo adelante.

Hace un par de semanas, le preguntaba sobre este texto, particularmente la parte donde contaba una diferencia que había tenido con una persona de mi familia. ¿Es muy incendiario? ¿Estoy dejando en evidencia a alguien?

Por mucho que ya no sea la misma persona que escribió su primera historia personal hace años en forma de cuento, hay una parte de mí que sigue estando preocupada de no herir intencionalmente a alguien con sus textos.

V. solo me decía que, si decidía publicarlo, tenía que ser consciente de que podría traer consecuencias y, de ser así, tenía que hacerme responsable de ellas. Esa vez, intenté arroparme bajo una cobija distinta a la de nadie me lee, y quise cobijarme bajo la de quizás pasa desapercibido porque es un texto más entre muchos otros.

Ella, que ya conoce mis salidas de emergencia, me hizo ser consciente de que eso no funcionaba así. Sabes que no pasa desapercibido. Yo no te digo que no lo hagas. Solo te digo que, si lo haces, you gotta own it.

En este punto, he de hacer una aclaratoria. Recurro a los argumentos de que quizás nadie lee lo que escribo o pasará desapercibido, como mantas de seguridad para creer que los textos no tienen consecuencia, artificios infantiles que me permiten seguir haciendo escritura íntima de una manera pública.

La parte más lógica y adulta de mí sabe que los textos sí tienen consecuencias; que el poner las emociones en un sitio que cualquiera pueda leer, eventualmente puede morderme la cola. Sin embargo, a veces necesito creerme algunas mentiras para seguir adelante. Otras veces, tengo que aceptar que mi argumento no es más que una mentira que me digo a mí misma.

Pues nada, que pase lo que tenga que pasar. Ya veré si tengo que responsabilizarme de algo, fue lo último que le dije antes de entregar el texto.


Hija, leí lo que publicaste. ¿Quién te escribió?

Eran las 10 de la noche de un martes cuando ese mensaje cruzó el Atlántico. Mi madre quería saber quién de la familia me había interpelado por mis publicaciones sobre asuntos LGBTQ+ en Instagram. Para evitar discusiones estériles, decidí guardarme el nombre de la persona.

Aun así, esperaba que me dijese que lo mejor era que dejase de publicar ciertas cosas, que para qué me ponía a discutir con alguien, que lo mejor era asentir y sonreír, que escribiese sobre cualquier otro tema que no hablara de mis cosas personales, que con la familia no se pelea… Sin embargo, su respuesta fue otra.

Eres lo más preciado para mí. Mientras viva, te defenderé siempre. No importa lo que otros piensen.

El momento en el que mis textos me mordieron la cola me llegó en la forma de un mensaje de apoyo de mi mamá. Ese fue un giro de acontecimientos que no vi venir. El instante en el que comencé a firmar con mi nombre todo lo que he publicado en internet, vio su fruto en ese mensaje.

¿Ves que escribir sí funciona?, me dijo la voz a la que le encanta tener la razón y que vive en el fondo de mi cabeza. Cuando quise creer que nadie me leía, que los textos no tenían consecuencias reales; la vida me quiso demostrar que no hay manera de que eso sea cierto.

No solo sentí la redención de saber que mi madre, una persona con ideas bastante clásicas, sería capaz de defender mi orientación sexual; sino de comprobar que el viaje que comenzó con un deseo de anonimato, va por buen camino.


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