Caminábamos en medio del bosque nuboso de la Reserva Santa Elena cuando nos encontramos con una oruga atravesando el sendero. Mientras las nubes danzaban con el viento en el dosel del bosque, la oruga de cuerpo grueso y negro se arrastraba por una piedra gris y mojada. Procuraba de nuevo la tierra húmeda que nutre la rica flora de Santa Elena.
La observamos cruzar a su ritmo y luego continuamos nuestro andar. Algunos pasos más adelante, otra oruga se cruzó a nuestro paso. De nuevo la observamos hasta que se escabulló en medio de los arbustos del sotobosque.
Era enero, se iniciaba aquel año esperanzador y nos preguntamos qué podrían anunciarnos las orugas. Una leona de montaña conjeturó: ¿Transformaciones?
Meses después caminábamos por un sendero del Jardín Botánico Lankester cuando vimos a varias orugas atravesándolo. De nuevo nos detuvimos a contemplar su movimiento ondulado, cadencioso. Unos visitantes distraídos chachalaqueaban al pasar a nuestro lado. No tuvieron la más mínima curiosidad por observar qué nos detenía. Casi las aplastan. Nos alegramos cuando las orugas dejaron el sendero a salvo y continuaron por los suelos fértiles del jardín.
Al cabo de pocos días, mientras yo caminaba por La Libélula, nuestra parcela familiar en el Pacífico seco de Tárcoles, una oruga amarilla se subió a mi camiseta azul sin que yo me diera cuenta. Cuando la noté, paseaba por mi pecho. Se la mostré al niño migrante hondureño con quien conversaba por videollamada y le expliqué que las orugas se convierten en mariposas.
De hecho, esas orugas se convierten en mariposas amarillas que revolotean alrededor de los malinchillos (Caesalpinia pulcherrima) para besar sus flores. Recordé la pregunta de aquel enero: ¿Qué nos querían decir las orugas? ¡Transformaciones!
Finalmente, mientras caminábamos por las montañas de Turrubares, en medio del bosque tropical lluvioso, nos encontramos con decenas de orugas albinegras que parecían flotar en el aire. En realidad, pendían de hilos finísimos que tendían desde las copas de altos árboles. Contemplé a una oruga que subía por su hilo, de vuelta hacia el dosel del bosque, a unos veinte metros de altura. Admiré su fe vital: confió en su instinto, tendió su hilo y se lanzó a la Vida. Esa oruga me hizo reflexionar sobre transformaciones que requieren riesgo.
Desde entonces, me he encontrado con muchas orugas, en distintos ecosistemas, a lo largo de los años. Y siempre me he preguntado: ¿Qué me quieren decir? ¿Qué significan como oráculo? O como lo planteó la leona de montaña: ¿Qué simbolizan como tótem?
La respuesta es recurrente: representan el cambio, la transformación, la adaptación creativa a las circunstancias vitales. Estos procesos son continuos, inacabables, evolutivos.
Ha llegado ya el otoño boreal con nuevos desafíos, incluido el reto de ser jefe del Departamento de Filosofía de Brooklyn College, en una época en que la educación superior pública se encuentra ante encrucijadas complejas.
La pandemia parece convertirse en endemia, se pondera el papel de la enseñanza a distancia en la formación intelectual y profesional de los estudiantes, y urge reafirmar el valor de la presencia, de la convivencia, del encuentro personal, para promover el sentipensar en comunidad. Ante todo, se requiere acoger con amor agápico a generaciones de estudiantes que acarrean los impactos de casi tres años de pandemia.
Enfrento nuevos retos. Como mis maestras, las orugas, espero tener fe, coraje y sabiduría para encararlos con creatividad transformadora.
Photo by: jacinta lluch valero ©