Son muchos. Millares. Son de Belice, de Costa Rica, Guatemala, Honduras, Nicaragua y Panamá. Países en crisis, en los cuales pobreza y violencia se confunden y la cotidianidad se torna pesadilla.
La “caravana migrante” ya llegó a México, última etapa antes de alcanzar la meta: la frontera con los Estados Unidos. Persigue un sueño, el “sueño americano”. Pero, la espera más de dos mil efectivos de la Guardia Nacional que pronto serán reforzados con casi mil del Ejército. El presidente Trump ha sido claro. Dijo que no permitirá más emigrantes en suelo americano. Y en un tweet aseguró que desplegará efectivos del ejército junto con la Guardia Nacional a lo largo y ancho de la frontera. Nada de que asombrarse. Trump, al fin y al cabo, no es el primer inquilino de la Casa Blanca en ordenar la intervención del Ejército. En 2006, lo hizo George W. Bush y, en fecha reciente, también Barack Obama. Trump, con un lenguaje nada parecido al que se espera de un Jefe de Estado, mostró los músculos. Siempre lo hace cuando se trata de inmigrantes desamparados. Y ahora demoniza a los “desesperados” que marchan hacia la frontera, presentándolos como el mayor de los peligros: una masa de inadaptados y delincuentes que amenaza la civilización y la apacible vida de los americanos. Sabe que una parte del electorado, la menos culta y la más conservadora, lo escucha y le cree. Es la misma que lo llevó en hombros a la Casa Blanca. Trump espera sacar nuevamente provecho político de esta cruzada contra los emigrantes, para ganar las legislativas del próximo 6 de noviembre.
Trump exigió a México frenar la marcha de la caravana. Sin embargo, fue imposible. El presidente Enrique Peña Nieto, quien aseguró que serán respetados los derechos humanos de todos, solo pudo tratar de que la diáspora centroamericana entrara al país de manera ordenada y con la documentación en regla. No dijo qué pasará con quienes no posean un documento de identificación. No hizo falta. La historia enseña que serán deportados o se transformarán en los “peones” de “carteles de la droga” o pandillas, que abundan en el país. De enero a agosto, México deportó casi 70 mil centroamericanos, en su mayoría hondureños y guatemaltecos.
La caravana de migrantes huye de la pobreza, que ya se ha vuelto un lugar común en países como Honduras, Nicaragua o Guatemala. Y de la violencia, tan arraigada en las naciones de Centroamérica. El año pasado, la tasa de homicidios, en Honduras, fue de 43.6 víctimas por cada 100 mil habitantes. Es el país más violento de Centroamérica y uno de los más violentos en el mundo. Las estadísticas revelan que su tasa de asesinatos en casi 10 veces más alta que el estándar. Honduras no es la excepción. El Salvador es otro caso alarmante. La tasa de homicidios, en 2017, fue de 36,8 por cada 100 mil habitantes. En ese país una sola pandilla, la Mara Salvatrucha, se atribuye la mayoría de los crímenes. Y así podríamos seguir con todos los países, sin olvidar que detrás de las estadísticas se esconden tragedias humanas.
Donde la violencia de la delincuencia no llega, llega la violencia política. Es el caso de Nicaragua. Jóvenes y adultos, hombres y mujeres por iguales son detenidos arbitrariamente, torturados y recluidos sin que se les respeten los derechos civiles. Es suficiente una palabra, una expresión de la cara, la denuncia anónima, la confesión de un desconocido para ser un nombre más en la larga lista de desaparecidos. Los gobiernos “iliberales” suelen ser tanto o más crueles que las dictaduras militares del pasado.
A la violencia se suma la miseria. De acuerdo al Banco Mundial, en Centroamérica existe el mayor número de personas que vive por debajo de la línea de pobreza. La mayoría sobrevive con menos de 1,9 dólares al día. En Honduras se calcula que el 64 por ciento de la población vive en condición de pobreza extrema. En Guatemala, el 54 por ciento; en El Salvador, el 34 por ciento.
La pobreza es tal vez el elemento más perjudicial. La violencia es hija de ella. Las pandillas, como la Mara Salvatrucha, sobreviven porque la desigualdad social lo permite. Se aprovechan de los más pobres, en especial de los jóvenes desamparados, a quienes prometen poder y riqueza fácil.
La diferencia entre norte y sur se ensancha. La brecha que divide los países ricos de los pobres se torna cada vez más insalvable. El nacionalismo y el proteccionismo, transformados en “cruzadas” por los gobiernos de algunos países, están alimentando un fenómeno explosivo: las grandes migraciones.
América Latina, de acuerdo a la Cepal, crecerá este año en 2 por ciento, tal vez menos. Es muy poco para cerrar la brecha entre ricos y pobres. Estudios recientes revelan una realidad inquietante. Si bien es verdad que ha habido una evolución positiva del ingreso per cápita, también lo es que las desigualdades siguen creciendo. Por ejemplo, en países como Japón o Finlandia, el 20 por ciento más adinerado es cuatro o cinco veces más rico que el 20 por ciento más pobre. En América latina esta diferencia se torna abismal: es 14 o 15 veces más profunda. La solución al problema de las diásporas pasa por la reducción de la brecha económica entre naciones. En la medida en la cual crece la pobreza, en la misma medida aumenta el número de las familias que buscará en las naciones ricas una mejor calidad de vida. No serán los ejércitos en frenar la emigración. Esta seguirá creciendo hasta que se logre reducir significativamente, hasta cerrarla, la brecha entre naciones. Las amenazas, el proteccionismo, el cierre de fronteras, el despliegues de ejércitos no son la solución. Ni hoy, ni mañana, ni nunca.
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