El apogeo de los anuncios de neón fue bastante corto, hay que decir.
Desde que el Sir William Ramsay destiló y fraccionó el aire líquido ––una tarde fría de otoño, en Londres––, y hasta que el sastre de mi barrio decidió pedirle a su sobrino que subiera a quitar las letras luminosas habían anunciado sus servicios durante 40 años, para venderlos al señor de la chatarra, pasaron tan sólo 122 años, cifra que haría reír hasta a el más humilde historiógrafo.
Por lo que, en el futuro, cuando alguna maestra pida a sus alumnos adolescentes abrir su libro de historia universal en la página en donde se lea la corta pero ajetreada narrativa del siglo XX––si es que existen los libros, si es que existimos nosotros mismos–– deducirán el inevitable paralelismo entre la decadencia del mundo moderno y el fugaz apogeo de los anuncios de neón.
Recordábamos dos o tres anuncios de neón de los días de nuestra infancia, en Puebla. Para la realización de esta serie, salimos a buscarlos, tan sólo para encontrar que, o no servían, o ya habían sido desmontados, o el negocio donde estaban había cerrado desde hace tiempo.
Pero en el camino encontramos muchos más: la expedición se extendió por más de un mes y comprendió cada latitud de nuestra ciudad. Sí, fuimos sorprendidos por la omnipresencia de las luces LED y por su tiranía, que ha sustituido sin piedad los anuncios hechos de químicos como el xenón, el neón y el argón, en la mayoría de los casos; pero más nos sorprendimos por la cantidad de anuncios de neón nuevos que han aparecido, y cuya existencia no habíamos notado.
La expedición por esta jungla, valió la pena.