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Fernando Yurman

Las modulaciones fílmicas del mal

Sigfried Krakauer afirmó en sus estudios sobre cine que la producción colectiva del film y su colectiva recepción lo tornaban eficaz revelador de rasgos velados para toda sociedad. Esa observación, construida a mediados de la tercera década del siglo XX, fue confirmada por las propias investigaciones del crítico sobre las anticipaciones del cine alemán al estallido ideológico del nazismo. Advirtió que, inevitablemente, las imágenes expresionistas respiraban el aire tóxico de la época, se empapaban de sus tendencias con mayor plenitud que lo escrito. La teologización de la política o la banalidad del mal transitaban en la decoración y los carteles, antes que en las tesis o artículos, la utopía maligna florecía en formas y colores, más que en la retórica y los adjetivos. La intemporalidad múltiple de la escena, los atributos cruzados de luz, sonido, forma y color, agregaban una andadura propia a la traslación lineal del texto. Esa gravitación visual de la época había ocurrido siempre, de manera morosa pero inexorable.

Las “relaciones peligrosas” de Laclos, “La carta robada” de Poe, “Los papeles de Aspern” de James y hasta las cartas incriminatorias del caso Dreyfus, exaltaron el misterio postal del siglo XIX. El “Otelo” en la Opera de Verdi despliega la sospecha del moro alrededor de una carta, no de un pañuelo, como en Shakespeare, enfatizando la fetichización de la letra en las intrigas líricas.  Tres siglos mediaron entre aquellos dos ejercicios escenográficos de la suspicacia. Esas señales mínimas que iluminan los contextos y las microhistorias son hoy vertiginosas. En menos de una generación, el cine entrega la reproducción de un relato que delata cada nueva mirada del tiempo que nos atraviesa. El espectador ve su pasada mirada desde la nueva y ésta desde la anterior. El cine, cómplice oficioso del ojo, nos muestra como vemos y dictamina la escena que nos incluye. Las “remakes” cinematográficas transparentan el modo como se tornean las creencias y sus percepciones. Recuerdo la segunda versión de “Cabo de miedo”, de Martin Scorsese, con el empleo como actores secundarios de los que fueron protagonistas centrales en la primera versión del thriller. El cuestionamiento de la ley y su representante, la complejidad del vengador, la disolución de los vínculos, las nuevas pulsiones perversas del crimen, emergían en la segunda versión; ilustraban el candor, la linealidad maniquea y conformista de la primera. Pocos cotejos iluminaron de modo tan minucioso las claves perceptivas de esas décadas. Se puede sentir como vibra el tiempo al comparar los personajes. No mostraban solamente los meandros de un tiempo técnico cinematográfico, también los valores en ambos momentos históricos.

Recientemente, el film de Guillermo Del Toro, “El callejón de las almas perdidas”, fue el remake de un film del mismo nombre, dirigido por Edmund Goulding en 1947 sobre una novela de William Lindsay Gresham de 1946. La historia esencial es la misma. En la versión cinematográfica actual transcurre en 1939, en la producción de 1947 es contemporánea a “los cuarenta”. Para la instalada en 1939 hay una mención ligera de Hitler, sus bajas pasiones, y se enfatiza la manipulación, la demagogia, la humillación y el abuso del sufrimiento social sin redención. Se hace rebotar sobre el avasallante presente aquella sombra totalitaria. En la de 1947, la manipulación de las creencias, la influencia laica y liberal que ya había prefigurado Sinclair Lewis en Elmer Gantri, la audacia del charlatán y la degradación del estafado son relativizadas, permiten una esperanza de redención.  La primera versión atravesaba el ambiente venenoso que anticipó al macartismo, la segunda sugiere el actual mundo inexorable de las redes digitales, las “fake news”, la expansión de teorías conspiratorias, y el  cerco demagógico que gestan hoy las autocracias.  Dos vivencias del mal en la misma trama, para una humanidad que escucha y mira distinto. La victoria de la infamia es similar, pero la esperanza residual distinta. Cabe cotejar también la novela que originó el film. Se trata del mismo título original, “Nightmare Alley”, escrita por un novelista alcohólico, melancolizado, que intentó infructuosamente otras obras de mérito. Había tenido éxito literario con una de las más sombrías y flagrantes historias del fracaso, pero luego sus demonios no tuvieron un desempeño similar. No es un dato menor el idealismo que pareció haber precipitado ese derrumbe irredimible. Grisham se había afiliado al partido comunista en 1936, viajó a España junto a la Brigada Lincoln, era uno de los mitológicos voluntarios internacionales de la guerra civil. Aquella conflagración, de heráldico brillo para la memoria de izquierda, le dejó conocer, en la pausa conversada de una tregua, la historia de un hombre explotado en una feria. Estaba esclavizado en un acto grotesco como “monstruo” y obligado a comer pollos vivos. Era una obvia alegoría del “canibalismo” que permeaba los crueles enfrentamientos sociales durante la infame década. Ese recuerdo anidó en la derrota, y creció en ella. Su retorno a EUU estuvo atravesado por el trauma bélico y la decepción, así que abandonó el partido, se hizo súbitamente religioso, también devoto del alcohol y las drogas. El orbe oscuro que contenía su inspiración se desató en aquella magistral novela negra. La feria circense, el mundo de “Freaks” que ya había explorado Todd Browning, el disfraz, el oficio de la farsa, se prestaba a la ilustración de la sociedad como espectáculo grotesco, la ominosa parte de circo que acompaña el pan. Su esposa, una poeta comunista, quien lo abandonó y se llevó a sus hijos, aumentó con gravedad su convicción autodestructiva. Ahogado por las sombras, se suicidó años más tarde en un hotel de Nueva York. Su prosa agónica, original, de luctuoso resplandor, respira poesía, pero no tiene un horizonte redentor. El poderoso escepticismo que le dejó la guerra civil fue igual de radical, aunque menos teórico, que el de George Orwell. La última producción cinematográfica hace honor al presagio inclemente de su novela, la primera en cambio la suaviza por el imperativo mercantil.

La diestra versión de Edmund Goulding, más temeroso de Hollywood, vacilaba frente al abismo del mal. Había escepticismo, claro, pero como el de Gramsci, cuando observaba en la cárcel que era pesimista en la práctica, pero optimista en la teoría; otros de sus contemporáneos enarbolaban el “pueblo”, el “humanismo”,” la sal de la tierra” o “el amor” como recursos imbatibles para los desastres. El espiritismo – que ya había brindado sus ilusorios servicios a los sobrevivientes de la primera guerra- retorna aquí en el desesperado mentalismo del embaucador, adivino y religioso, cuya infamia también reclama la esperanza.  Max Weber había anticipado hace más de un siglo la teologización de la política, Sinclair Lewis con Elmer Gantri ilustró la teologización de la miseria, pero este film hereda el radicalismo de Gresham, precursor de la industrialización de la teología, un operativo de feria que anticipa siniestramente la comunicación digital, la dictadura oficiosa de las pantallas como púlpitos. La mentira que persuade masivamente, la electricidad de la silla eléctrica, la prueba electromagnética de la verdad, son los esbozos simbólicos que remedan en el film la invasiva tecnología actual de la manipulación.

La carga de sombras que acecha este film, la crueldad esencial, el interminable presentimiento de lo que termina mal, excede el doloroso realismo de la primera versión. A pesar del enérgico blanco y negro, persisten islas de consuelo, fraternidad y esperanza en la visión de Edmund Goulding. Según sostenía Jean Luc Godard, todo documental bueno remite a la ficción y toda ficción buena tiene algo de documental. En este caso la primera ficción remite a una caída de las creencias que remacha el desaliento, pero deja vivo el anhelo, la fe y la culpa en un ambiguo archipiélago de escenas y personajes. Prevalece una baraja en la manga, la experiencia de caída.  Se sabe por los influjos de Freud que el buen desenlace de la tragedia edípica es siempre un fracaso, y ello permite seguir nuevos caminos de reemplazo, también por Nietzsche sabemos que la “muerte de Dios” tenía algo de baladronada, porque lo seguían buscando. Por el contrario, la colorida y fastuosa “remake” guarda el pesimismo más radical, una bocanada de Schopenhauer, un drástico no va más de la ruleta histórica. El cambio de textura de la fotografía, la variación del color entre la parte inicial de este film, la intermedia y el final, no atemperan la fatalidad que el último parlamento profiere como una maldición. Volviendo a Freud en su obra “El malestar en la cultura”, cabe recordar que la incomodidad parcial es lo mejor que puede pasarle a la cultura. Cuando la especie rompe sus primarias prohibiciones tribales, el canibalismo o el incesto, la sociedad entera se destruye. El incendio enigmático del comienzo, y la siguiente aparición mortecina de la feria, tienen un poderoso valor simbólico. El trauma como memoria original y repetición insoslayable, signa el film de Guillermo del Toro. Pese a esta concentración ficcional, emerge el documental fantasmal que citaba Godard, porque son la crisis económica, intelectual y ética, el descontrol ecológico del planeta, la enfermedad y los desastres, los que acechan la simbólica feria. La posición del impostor como pastor, incluye en esa rima la fusión actual de la mentira y la verdad, el contexto presente que envuelve la persuasión, y la presencia inevitable del mal. No es necesario citar nombres contemporáneos, no hay duda de la presencia pública de “freaks” en nuestra feria. El fragilizado planeta, más extravagante que nunca, va viajando como una nave de los locos, manejado con fiebre de vodevil por otros locos desalmados. Nada indica el infortunio psicótico de la humanidad como estos perplejos encuentros en escorzo, el lamento de las pantallas de cine en las modulaciones del mal.

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