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Muere Fidel

Muere Fidel pero el populismo es inmortal

Fidel Castro desapareció físicamente. Políticamente ya estaba muerto desde hace 10 años, desde el momento en el cual su lucha contra la enfermedad absorbió todas sus fuerzas.

El mal que lo debilitó sin matarlo, fue su peor enemigo, pudo lo que nunca lograron sus muchos detractores. Día tras día lo fue desvaneciendo, actuó como una borra que cancela poco a poco un dibujo dejándolo cada vez menos reconocible. El Fidel de los últimos 10 años nada tenía que ver con ese personaje imponente, populista insuperable, quien despertaba temor y respeto, admiración y odios, y quien logró dominar un país durante décadas a punta de discursos y rejas.

De morir cuando comenzó su deterioro físico, hubiera agarrado por sorpresa a una clase dirigente que, huérfana de un padre quien decidía por todos, hubiera necesitado convertirlo en un ídolo inmortal para mantenerse en el poder. Es lo que pasó con Hugo Chávez en Venezuela. La muerte prematura le permitió salir de escena antes del desgaste inevitable. A falta de su verbo encendido con el cual disfrazaba la realidad, quedó un vacío tan abismal que sus herederos se dedicaron a inmortalizarlo, confiando en la fuerza del símbolo.

Fidel no tuvo esa suerte. Lo traicionó la vida.

Para las nuevas generaciones de cubanos era ya un recuerdo de los adultos más que una realidad, y los viejos pueden llorar la juventud que perdieron tras un sueño, pero solo un poco, porque tienen problemas mucho más concretos en los cuales ocuparse.

Para Raúl ha llegado el momento de crecer y asumir por entero sus responsabilidades. Ya no tiene el gendarme malo del hermano tras el cual escudarse cada vez que la situación lo ameritaba, como hizo hasta ayer.

La muerte de Fidel Castro deja más vacíos fuera de las fronteras cubanas que dentro. Lo lloran los gobiernos de países que, como el de Venezuela, lo necesitaban para mantener el poder que se les escurre de las manos. Lo llora quien, mientras disfrutaba de los beneficios del capitalismo, lo transformó en su ídolo gritando consignas para que otros pueblos, a kilómetros de distancia de su propia casa, viviera en unas condiciones que nunca aceptaría para si mismo.

Lo lloran los guerrilleros colombianos quienes tuvieron en Fidel a un aliado y en la isla un lugar desde donde negociar una paz tan necesaria para poner punto final a la guerra que desangró a un país llenándolo de dolor y odios.

Brindan a su muerte los exiliados cubanos de Florida quienes, desde la comodidad de sus nuevas casas, se oponen a una distensión que permitiría mejoras en las vidas de los connacionales quienes siguen viviendo en Cuba.

Analistas internacionales consideran que la muerte de Fidel cierra definitivamente un siglo, el Novecientos.

Quizás sea cierto bajo muchos aspectos. Sin embargo, si consideramos el Novecientos como el siglo de los grandes dictadores, podremos notar que, al día de hoy, queda intacta la fascinación por los cantos de sirena de quien promete la luna, llena de palabras el aire para señalar culpables sin especificar soluciones, canaliza rabias y se dedica a ocupar los vacíos que deja la política tradicional. Generaciones que no conocieron la brutalidad de las guerras, la violencia de las opresiones, el terror de las torturas, lejos de valorar el privilegio de vivir en paz y democracia, juegan con símbolos y consignas que fueron y son sinónimo de horrores, sin medir consecuencias. Los populistas se aprovechan de su ignorancia y sus rabias demostrando, lamentablemente, las debilidades de las democracias.

Es verdad, Fidel ha muerto pero el populismo que él encarnó es inmortal, cambia piel, utiliza otras armas, emplea palabras distintas, pero en el fondo sigue igual.


Photo Credits: Marcelo Montecino

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