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Photo Credits: Abhijay Achatz ©

¡Los otros somos mayoría!

Mucho se ha dicho de la vergonzosa marcha de los supremacistas blancos en Charlotteville. Página dolorosa en la historia de un país que hace apenas unos años, llevó a la Casa Blanca a un afroamericano y con él, la esperanza de haber superado las heridas y divisiones del pasado. La hilera de antorchas, las banderas nazi, las capuchas del Ku Klux Kan y las consignas racistas gritadas a voz en cuello, crearon una imagen espeluznante, regurgito de un pasado que, cual enfermedad endémica, parecía erradicado y sin embargo sigue latente.

No es una enfermedad únicamente norteamericana, todo lo contrario. En Europa grupos neo-nazis se multiplican prácticamente en todos los países. Según el reporte 2015-2016 de European Network Against Racism (ENAR) los migrantes son el blanco preferido del odio racista en 26 países europeos. Es un odio que alimentan los discursos políticos de algunos líderes quienes canalizan miedos y preocupaciones de los electores hacia los inmigrantes a quienes señalan como causa de todos sus males. Basta con ver algunas de las frases de Beatrix von Storch, vicepresidenta del partido ‘AfD’ (‘Alternativa para Alemania’).

En América Latina el odio racista, en todos sus matices, se mezcla con un populismo que utiliza los mismos mecanismos de los líderes europeos: dirigir resentimientos y miedos hacia objetivos vulnerables. Pueden ser los judíos, los homosexuales, las mujeres, los inmigrantes.

En Brasil dos de los grupos más radicales son los Carecas do Subúrbio y los Carecas do ABC, cuyo lema es “Dios, patria y familia”. Estos grupos, que unen a blancos y afrodescendientes, ahondan sus raíces en un rechazo violento y profundo hacia los homosexuales, los punks, los drogadictos. Y en Venezuela, después del triunfo de Hugo Chávez volvieron a aparecer señales antisemitas -en 2009 un grupo de quince personas irrumpió en la más importante Sinagoga, destrozó objetos de culto y pintó frases llenas de amenazas- y en 2015, tras cerrar la frontera con Colombia, muchos colombianos fueron deportados y sus casas marcadas con una X. Una vez más un sector débil de la población sirvió para descargar culpas ajenas y desviar malcontentos.

En el transcurso del siglo pasado muchos ex nazi buscaron refugio en América Latina, hoy sus consignas se mezclan con las de grupos políticos que tienen un común denominador: la violencia como arma para combatir las ideas, la tolerancia y la libertad.

Todavía sangraba la herida de Charlottesville cuando un atentado ha dejado una estela de muertos y heridos en la Rambla de Barcelona, uno de los lugares más concurridos de la ciudad española, meta de turistas, en su gran mayoría jóvenes.

El Isis, cual ave de rapiña que se apodera de cadáveres ajenos, ha reivindicado el atentado, exacerbando los odios, los miedos, la intolerancia.

Desestabilizar, crear divisiones: es éste el fin último de todos los grupos violentos. Caer en su juego sería fatal para nuestro presente y nuestro futuro.

Lo más sensato, a pesar del dolor y de la indignación, es combatirlos con armas a las cuales no saben responder, las del voto, de la participación política y ciudadana, de la cultura.

No hay que olvidar que estos grupos siguen siendo minoría. Una minoría que grita, amenaza, mata pero minoría al fin.

Concentrarse únicamente en las imágenes deprimentes y deplorables de los cortejos de los supremacistas blancos o en la foto de los terroristas quienes, con cobardía, lanzan una furgoneta sobre personas indefensas, significa restarle importancia a todos los otros sectores de las poblaciones que sí son mayorías, que no gritan, a veces no salen a la calle a manifestar, pero desean vivir en sociedades pacíficas e inclusivas.

En Charlottesville muchos más numerosas fueron las antorchas que ardieron como símbolo de paz, de unidad, de tolerancia. Antorchas que invitaban a no olvidar y que transformaron el dolor de la familia de la víctima del odio, Heather Heyer, en un luto compartido. Igual solidaridad se ha aglomerado alrededor de las familias de las víctimas del atentado de Barcelona y la Rambla se ha llenado de miles y miles de personas quienes desean un mundo inclusivo, pacífico y en armonía con la naturaleza.

La solidaridad, la construcción de un muro capaz de detener y bloquear odios y venganzas, son el único camino posible para evitar que unas cuantas semillas averiadas puedan crecer enloquecidas y ocupar cada espacio de la tierra.

Hay que evitar que unas piedras aisladas se transformen en avalanchas que arrastren tras sí la parte mejor de nuestra humanidad.


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