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Las rutas de la muerte

El mar Mediterráneo se ha transformado en el cementerio de los sin nombres. Cementerio sin ataúdes ni lápidas, cementerio que devora a millares de seres humanos. Personas de todas las edades que escapan de las guerras, los genocidios, el hambre, las enfermedades para terminar en tumba de olas.

La última tragedia, la del barco que se dirigía hacia las costas italianas llevando a 950 pasajeros, muchos de ellos encerrados en las bodegas como esclavos, ha sido la peor de los últimos meses. Y el mundo se ha visto obligado a mirar.

Pocos, muy pocos, los náufragos amantados de espanto que le han ganado la batalla al mar; en sus ojos, el reflejo de un mundo que ha dejado crecer y prosperar la brutalidad, que ha perdido el sentido de la compasión y la solidaridad, que se ha extraviado a sí mismo porque ha quedado ciego y sordo.

Frente a esta terrible tragedia nuevamente los políticos de toda Europa han llenado el aire de palabras de condolencia y de buenos propósitos. ¿Será verdad esta vez? ¿Será capaz Europa de enfrentar la emergencia humanitaria que ha ido creciendo en lugares siempre más amplios del Medio Oriente y de Africa?

No queda más que la esperanza.

En estos primeros meses de 2015 las cifras de los que escapan de sus realidades, sobre todo de países como Siria y Libia pero también de Irak, Yemen, Libia, Mali, Eritrea, Somalia, Nigeria, Palestina, Bangladesh, Egipto, Pakistan y Gambia, han ido creciendo y creciendo.

Igual tragedia es la que viven muchos latinoamericanos y centroamericanos. Lo único que cambia es que los recorridos hacia la esperanza no los hacen encerrados en estivas de barcos sino en camiones, no mueren entre las olas, sino en la tierra desolada de las fronteras.

Los traficantes de seres humanos, los que se enriquecen con la desesperación de los otros, hablan idiomas distintos, tienen físicos diferentes pero sus almas o quizás mejor sería decir su falta de alma es la misma. El dolor es el mismo. El miedo es el mismo. El sufrimiento es el mismo. Los cementerios no son de agua sino de tierra pero los muertos no tienen ni ataúdes ni lápidas. No existen. 

En este mundo dividido en dos, con una parte expuesta al sol y otra condenada a la oscuridad, la emigración no es una opción sino una necesidad vital.

Las desigualdades que hemos estado mirando algunos con compasión, otros con fastidio, y los más con indiferencia, se han transformado en volcanes en erupción así como las guerras, los genocidios a manos de terroristas y dictadores, cuyas armas les vendemos nosotros, las violaciones de todos los derechos humanos, el espejismo de una vida distinta.

Arriesgar la vida no es tan grave cuando se vive en el infierno.

Las personas salen decididas a perderla con tal de llegar a la cara iluminada de la tierra.

En ese recorrido, la mayoría de las veces entienden que lo de morir es lo de menos. Las torturas, violencias y violaciones a menudo vuelven la muerte una esperanza.

Los migrantes son el anillo débil de un mundo siempre más encerrado en sí mismo, siempre más egoísta y mezquino, son la diversión y el negocio de los traficantes de la nueva esclavitud.

Los mismos policías que resguardan las fronteras muchas veces pisotean sus derechos y se transforman en verdugos sin piedad. Saben que esas personas que llegan en manadas huyendo de la desesperación no tienen quien los defienda. Los que los lloran no tienen fuerza ni poder, son solamente sombras al igual que ellos. Las voces de los voluntarios humanitarios se pierden en el ruido de la politiquería y cobran fuerza sólo por momentos, cuando las tragedias tienen proporciones tan grandes que el silencio se vuelve escandalosamente imposible.

En el canal de Sicilia murieron más de 900 personas en pocos minutos y por un momento las sombras se volvieron noticia. Pero cada día, en distintas partes del mundo, mueren centenares de personas, muchos de ellos niños, que escapan de sus injustas realidades y tratan de llegar a ese mundo que brilla con la luz de los sueños.

Millares de seres humanos mueren, son torturados, violados, maltratados sin que nuestro mundo deje de correr por un solo minuto.

Hermoso sería lograr salir todos de nuestras cápsulas aisladas, recuperar visión y oído, y ser capaces de devolver a esas cifras de espanto y muerte, un rostro, un nombre, una personalidad, una sonrisa, una lágrima, unos afectos, un sueño.

Si lográramos transformar a cada una de esas sombras de dolor en un ser humano quizás podríamos devolver también una esperanza a esta tierra martirizada.

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