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Photo by: Glenn Beltz ©

La torre de marfil del Tribunal Supremo

Imposible olvidar las imágenes de Trump, recién electo Presidente, quien firmaba decreto tras decreto con la sonrisa satisfecha del niño que finalmente puede hacer la travesura sin que nadie lo regañe. Al observar la actuación del Tribunal Supremo de Estados Unidos, en estas últimas semanas, nos parece revivir esos dolorosos momentos. Todo indica que, a pesar de todo, Trump logró salirse con la suya ya que sigue manejando los hilos del poder a la distancia, gracias a los jueces que él nombró. 

La Corte Suprema debería velar por una lectura correcta de la Constitución tomando en cuenta la realidad actual, las necesidades contemporáneas y los cambios que desde 1787 hasta hoy, han caracterizado la sociedad nacional e internacional.

Lejos de esto, los jueces actuales parecieran aferrados a una visión de la ley anclada al siglo XVIII, una ley alejada de la gente. Aparentemente les importan muy poco las consecuencias que sus sentencias tendrán sobre la vida de sus conciudadanos.

Decir que todo esto está pasando porque en el Tribunal Supremo hay una mayoría conservadora, es un insulto a la noción misma de la jurisprudencia, máxime a esos niveles. Es el degrado de un concepto que más bien debería infundir confianza y tranquilidad a los ciudadanos.

Tras la antihistórica sentencia emitida en el caso Dobbs contra Jackson Women’s Health Organization que prácticamente deja a una gran cantidad de mujeres sin el derecho de realizarse un aborto en estructuras médicas, los jueces de la Corte Suprema han emitido otros fallos igualmente irracionales como el que ha bloqueado la decisión del gobierno de Joe Biden de exigir que los empleados de las grandes empresas se vacunen. Han decretado que cualquier persona puede llevar armas de fuego en la calle y finalmente, le han arrebatado buena parte de su poder a la Agencia de Protección Medioambiental (EPA) en lo que se refiere a la imposición de límites a las emisiones de dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero. Aletean las amenazas de nuevos fallos que puedan barrer otros derechos como por ejemplo los matrimonios igualitarios y la utilización de anticonceptivos. 

Desde su torre de marfil los jueces del Tribunal Supremo, quienes ocuparán esa silla hasta su muerte, pensamiento que hiela la sangre por lo que puede significar en un futuro más o menos cercano, parecieran vivir en un mundo que no es el nuestro.

¿Habrá que mostrarles las estadísticas de las muertes por abortos clandestinos, por tiroteos encabezados por personas psicológicamente lábiles quienes tuvieron fácil acceso a la compra de armas, por el Covid o por el cambio climático que cada año se vuelve más desastroso?

¿En qué planeta viven esos jueces? ¿Logran darse cuenta del daño que están haciendo a la humanidad, una humanidad que incluye también a sus familiares y amigos? El calentamiento global es una realidad que nos afecta a todos. En los últimos años hemos asistido a un incremento de sequías, incendios, escasez de agua potable, huracanes e inundaciones.

Los científicos repiten día tras día, mostrando estudios, estadísticas, gráficos, etc., que el tiempo para evitar un desastre mayor se está acabando. La meta de no superar los 1,5 grados de calentamiento que los gobiernos fijaron en Glasgow para 2030, está muy lejos de cumplirse. Para lograrlo hay que llevar adelante una política muy seria vuelta a reducir las emisiones de gases con efecto invernadero en todo el mundo y sobre todo en Estados Unidos que es el segundo país entre 184, por producción de las emisiones de CO2.

Si no lo hacemos, corremos el riesgo de llegar a los 2,8 grados de calentamiento, con la consecuente desaparición de muchas especies animales y vegetales al igual que la pérdida de seres humanos diezmados por las hambrunas, la falta de agua, la propagación de nuevos virus, los incendios y las inundaciones. Crecerán las migraciones de quien deberá dejar sus tierras devastadas por los eventos meteorológicos extremos. Los gobiernos deberán invertir miles de millones en la reconstrucción de las áreas afectadas sin, con eso, poder devolver la vida a quienes la perdieron a consecuencia de los desastres naturales. Millones que, en una situación diferente, serían invertidos en educación, salud y bienestar de las poblaciones.

Seguimos con angustia y preocupación la guerra en Ucrania. Un conflicto que, de concluir en este momento, dejaría de todas formas una estela de dolor destrucción y odio que necesitaría de años y años para cicatrizar.

Sin embargo, no podemos evitar analizar con igual preocupación las guerras que se combaten a otros niveles y en nuestros propios países. Son guerras tan silenciosas como perniciosas. En ellas no se emplean tanques, misiles y ametralladoras y, sin embargo, igualmente matan. Guerras contra el derecho de vivir en libertad y en un mundo en el cual seres humanos y naturaleza puedan convivir en armonía.

El próximo 8 de noviembre los norteamericanos deberán votar para elegir a sus parlamentarios. Si, tras esas elecciones los demócratas serán minoría en la Cámara y en el Senado, los derechos de todos y el derecho de nuestra Tierra, estarán en peligro. Gravemente en peligro.

No puede haber hesitaciones y titubeos. La indiferencia suele transformarse en un arma mortal. Hay que votar y votar por los representantes demócratas.


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