La democracia peruana languidece. Su enfermedad comenzó en los años ’90 del siglo pasado. Años oscuros que no conocieron de justicia ni de honestidad. El dictador Alberto Fujimori y su mano derecha Vladimiro Montesinos, implementaron un régimen basado en la corrupción y en la amenaza. Destruyeron desde dentro toda regla democrática. Tras su miserable salida de escena, el legado quedó en manos de sus simpatizantes y de los hijos de Fujimori.
A lo largo de los años el cáncer inoculado por el fujimorismo ha hecho metástasis. Ética y responsabilidad se han ido diluyendo entre olas de corrupción que han invadido cada partido y cada espacio institucional. En particular el Congreso, símbolo de las democracias, transformado en un mercado de influencias y de poder.
De poco sirvieron los esfuerzos realizados por algunos magistrados de intachable honestidad, y las denuncias repetidas de una prensa que no se deja comprar. La “primavera” peruana durante la cual pareció posible reconstruir un país curando las heridas del pasado y transformándolas en oportunidades para el futuro, fue tristemente breve.
La mayoría de los políticos no cambió su modus vivendi y el escándalo Lava Jato destapó una cloaca de corrupción que parecía sin fondo y que involucraba a congresistas de todos los partidos y movimientos.
Se abrió una vorágine que, en un primer momento, pareció engullir lo peor de la corrupción y una vez más afloró la esperanza de una nueva clase política más honesta. La realidad ha resultado muy diferente y los escándalos y acusaciones de corrupción han erosionado todavía más la relación entre los poderes ejecutivo y legislativo. Las tensiones, derivadas en una verdadera guerra sin exclusiones de golpes, han generado un terremoto que comportó la destitución de cuatro Presidentes en cuatro años, tres de ellos en poco más de una semana.
El primer Presidente en dimitir fue Pedro Pablo Kuczynski, envuelto en acusaciones de corrupción, en 2018. Le sucedió Martín Vizcarra, un Jefe de Estado quien no contaba con apoyos en el Congreso y además tenía que lidiar con la oposición dura de los fujimoristas. Los congresistas de esa bancada no perdonaron a Vizcarra la aparente apertura hacia ellos, anterior a su elección, y luego su posterior oposición a la liberación de Alberto Fujimori y de su hija Keiko. El primero está acusado de crímenes contra la humanidad y la segunda de lavado de dinero durante la campaña presidencial de 2011. Según la Fiscalía habría recibido un millón de dólares de la constructora Odebrecht.
Sin embargo, los fujimoristas no son los únicos en luchar por intereses propios. Prácticamente todos los congresistas siguen aferrados a sus intereses económicos y políticos y son reacios a perder su cuota de poder.
Cuando finalmente lograron destituir a Vizcarra, tras acusarle de supuestos sobornos mientras era gobernador de Moquenga, en el sur del país, y entronizar al Presidente del Congreso Manuel Merino pensaron que habían sometido definitivamente al poder ejecutivo y que estarían libres de legislar sin frenos según sus intereses.
No contaron con la reacción de la población y sobre todo de los jóvenes.
La indignación explotó y llenó las plazas. Fue la reacción desesperada de una población agobiada tras meses de acusaciones de corrupción, de crisis económica con consecuente deterioro del sector de las pequeñas y medianas empresas, de un constante aumento del desempleo y del trabajo informal, y, sobre todo, tras la expansión del Covid-19 que ha contagiado a casi 950mil personas y ocasionado la muerte de más de 35mil. Crear una crisis política en un momento en el cual la población necesita un guía serio, coherente y confiable fue un error imperdonable.
Millones de personas se han volcado a las calles en manifestaciones pacíficas a lo largo y ancho del país. Los jóvenes tomaron la batuta y mostraron una gran capacidad de organización.
Frente a una participación tan oceánica como inesperada, el neo Presidente, presa del pánico, reaccionó de manera brutal. La policía con un despliegue de fuerza tan excesivo como inútil reprimió las protestas con violencia. El saldo fue de dos jóvenes asesinados, más de cien heridos y varios desaparecidos.
La indignación, lejos de disminuir, siguió creciendo, la población no se alejó de las calles y finalmente logró que Manuel Merino dimitiera al igual que varios otros parlamentarios.
Una afanosa negociación siguió día y noche para evitar el peligroso vacío de poder que había dejado la salida de Merino.
Finalmente se llegó a un acuerdo y asumió la presidencia Francisco Sagasti, ingeniero y profesor universitario. Sagasti había estado alejado de la vida política, hasta las últimas elecciones durante las cuales aceptó presentar su candidatura como vicepresidente al lado del economista Julio Guzmán, leader de Morado un partido de centro, quien corría para la Presidencia.
Las elecciones de Sagasti antes a la Presidencia del Congreso y luego a la Presidencia del país, y la de Mirtha Vázquez, del Frente Amplio, a la Vicepresidencia, han devuelto la calma a Perú y evitado la destrucción total de la democracia.
Ahora Sagasti deberá dirigir el país hasta las próximas elecciones de abril. No serán meses fáciles. Y no lo serán para ningún Presidente si no cambiarán las reglas ocultas que mueven el poder en Perú.
Photo by: Samantha Hare ©