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La casa o la infancia leve

Tambaleó hasta desfallecer. Intentó ascender. Sumida, en plena caída, acogió la levedad. Hasta que terminó aplastada. Adherida a la suela del zapato de mi tío, desfigurada. Como parte incierta del suelo. De lo que llaman camino o el límite de la caída. La hoja llegó justo a la raíz del árbol que fracturó los pasos. Porque en la casa no vivía alguien que hubiera resistido a ese tropiezo. A esa raíz elevada que conformó una trampa. Ese árbol, decía mi abuela, es un juguetón con lo inmóvil. 

La primera vez que perdí ahí el equilibrio iba en un triciclo, en una carrera, corría. No lo sabía, pero quería escapar. Estaba a punto de ganar y las hojas secas, en trozos desmembrados, estallaron. Arremolinado, entre las ramas y la raíz, salí a volar. Nunca me imaginé que estar a lo alto costara tanto. Cada aleteo atrapado y ese segundo suspendido, cada movimiento brusco y el peso inevitable de lo real. Los giros rompieron mi ropa y el raspón, que abrió mi cuerpo, le sacó sangré y lo ensució; me hizo sentir como esas hojas rotas, quebradas, inanimadas. Destinadas a caer y quedar atrapadas en el suelo para siempre. Como una raíz que se eleva, traviesa, para hacer caer a los que aún pueden caminar. Esperé a que llegara el viento y me soplara y me alejara de ahí para ascender, perder mi peso y poder retornar al movimiento. 

Hasta que noté que estaba adherido al suelo como la hoja que había caído mientras la observaba. No me levanté más. La luz había detenido los soplos del mundo y atravesado mi piel. Sentí su calor. Ardía y hacía que mi sangre, efervescente, me hiciera poner colorado. Sudaba por la espalda y la tierra incorporaba su suciedad por mis poros. Me dio rasquiña. Era como tener pulgas, ser un perro y no poder rascarse. Porque no me levantaría jamás, no aceptaría una vida para estar pegado al suelo. 

Miré al cielo, derrotado. El horizonte había cambiado. Detrás de las ramificaciones que dispersaban la luz, del esqueleto con hojas que me separaba del vuelo, encontré las nubes. Me parecieron un estado de vida igual de injusto que el mío. Deformes, sin rumbo y atravesadas por la luz como mi piel. Mi abuela traspasó el nuevo horizonte con su rostro y me levantó. Sentí que el jalón me soltaría el brazo y lo que tenía por dentro acabaría regado por el patio de la casa. Así que desistí y de nuevo me paré. No quería ensuciar con mis adentros el suelo que, inevitablemente, me sostendría atrapado. De pie, otra vez de pie, tomé el sombrero que ella me ofreció y empecé a caminar. Creo que por eso de niño nunca gateé.

Al regresar a esa casa de campo en ruinas, que quedó condenada a la silueta de mi infancia cuando mi abuela murió, comprendí que ahí, donde nada debía tener un sentido, había iniciado mi obsesión por atrapar las imágenes. Todo comenzó por un tropiezo que me obligó a observar y a jugar con las formas. Como un niño que haría tropezar lo ordinario y le asignaría una caída para cambiar su horizonte. Un raspón, un quiebre, una rasgadura de ropajes. Un segundo de vuelo. 

En esa casa, gracias a una raíz que salió de la tierra, quise escapar, quise liberar en secreto el peso que nos mantiene atados al suelo. Después conocí la fotografía que eleva nuestra mirada. Como un vuelo incierto directo a la infancia. 

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