Trabas, obstáculos, dificultades. El camino hacia la beatificación de monseñor Oscar Arnulfo Romero no ha sido fácil. Todo lo contrario. Como en vida, también después de su muerte, ha sido una presencia incómoda para un sector de la Iglesia: para aquel más conservador. Juan Pablo II, quien en repetidas ocasiones se mostró contrariado por la acción pastoral del prelado salvadoreño, frenó el “iter” burocrático al tiempo que aceleró la canonización del fundador del Opus Dei, José María Escrivá Balanguer. El Papa polaco, quien fuera uno de los artífices de la caída del Muro de Berlín, nunca se caracterizó por respaldar cambios progresistas en la Iglesia. Por su parte, Benedicto XVI, aún reconociendo la labor desempeñada por Mons. Romero, consideraba inoportuna la beatificación de un prelado cuya prédica pudiera identificarse con una corriente política o con la “Teoría de la Liberación”. Esta había sido si no perseguida, cuando menos, hostigada en su pontificado y en el de su predecesor.
La actitud de la Iglesia hacia el prelado salvadoreño cambia al comenzar el pontificado de Papa Francisco. Este reabre el caso. E instruye al promotor de la causa, el Arzobispo Vincenzo Paglia, para que aligerase el “iter” burocrático. Decimos, lo agilizara. Y así se hizo.
La beatificación de Mons. Romero puso al descubierto el conflicto entre los sectores religiosos y políticos más conservadores, dentro y fuera de la Iglesia, y las corrientes progresistas y renovadoras que en América Latina se reconocen en la “Teología de la Liberación”. Decimos, un cristianismo orientados hacia los pobres; hacia la creación de una sociedad que garantice la liberación económica y social del continente.
La guerra civil que trastocó la sociedad salvadoreña en la década de los ’80 y comienzos de los ’90, tiene una fecha de inicio: 24 de marzo de 1980. Decimos, el día en que fue asesinado monseñor Oscar Arnulfo Romero. Mas, la raíz del conflicto se remonta a muchos años atrás; a los años de la explotación campesina, de la represión oficial, de la violencia a mano de los paramilitares.
Mons. Romero, con sus mensajes de paz, de reconciliación y de tolerancia, era el dique de contención; un dique frágil, endeble, desprotegido. Un dique que, a pesar de su debilidad, lograba contener la pasión de los sectores radicales y evitar que explotara la violencia. Su muerte, cuya autoría intelectual se atribuye al ex mayor Roberto D’Abuison de la derechista Arena, destruye ese dique y desata una guerra que durará 12 años. Los muertos serán 75 mil; los desaparecidos, más de 8 mil.
El conflicto llega a su fin en 1992, luego de largas conversaciones. La firma del Acuerdo de Chapultepec, el armisticio que pone fin a la guerra civil, fue posible gracias también a las Naciones Unidas que, por vez primera, asume el rol de facilitador.
Al lado de los pobres, de los humildes, de los desamparados. Mons. Romero no era un político; no lo era en el sentido tradicional de la palabra. No obstante, sus prédicas tuvieron una gran incidencia política. En El Salvador se libraba una lucha entre pobres y poderosos. Y Mons. Romero no tuvo dudas. Escogió estar al lado de los que menos tienen. Y, al fin y al cabo, de eso se trata la “Teología de la Liberación”. Es una corriente del pensamiento que busca rescatar los orígenes de la Iglesia y garantizar la liberación económica, política y social del ser humano. Nació en los barrios pobres, en las zonas rurales y en los seminarios de América Latina. Este catolicismo que vive entre los desposeídos es el que hoy representan Papa Francisco, Mons. Oscar Arnulfo Romero y las Escuelas de Fe y Alegría. Mas, no sólo. También es el de los “curas obreros”, quienes predican a través del ejemplo, y de los “curas guerrilleros”, como Camilo Torres. Es el catolicismo de Ernesto Cardenal, de Miguel D’Escoto y de los jesuitas del “Centro Gumilla”, en Caracas. Es del cura que vive en los barrios, al lado de su gente, y es el del guerrillero que en una mano lleva el kalashnikow y en la otra su rosario. Es del guerrillero que habla como cura y del cura que habla como guerrillero.
La “Teología de la Liberación” siempre ha buscado reformar la Iglesia, pero desde adentro. Esta ha sido la prédica de Gustavo Gutiérrez, Leonardo Boff y Frei Betto. Es decir, luchar para alejar la Iglesia de las élites, al lado de las cuales ha estado tradicionalmente, para acercarla cada vez más a los pobres.
Con su beatificación, Mons. Oscar Arnulfo Romero, vuelve a ser un referente moral; se transforma en un mártir en la lucha por los derechos humanos. En fin, en un ejemplo inspirador. No es un caso que la Iglesia anglicana considerara al sacerdote como ejemplo digno de imitar y lo pusiera desde hace años, mucho antes de que la iglesia católica reconociera públicamente la labor del prelado, en la fachada de la catedral de Canterbury, en Londres, en la galería de los Diez Mártires del Siglo XX. Y tampoco, creemos, es un caso que sea Papa Francisco quien haya acelerado su proceso de beatificación. Papa Bergoglio, el jesuita, dejó entrar un “aire fresco” al Vaticano; un aire que busca permear todas las estructuras de poder. Al igual que Mons. Romero, no es un teólogo de la liberación. Mas les tocó vivir el sangriento contexto de las sombrías dictaduras del Cono Sur, enfrentar la podredumbre humana. Es por eso que está mas cerca de la Iglesia de los humildes. Y eso es lo que hoy necesita América Latina para superar no la crisis económica sino la de valores, más profunda y, sobretodo, más destructiva.
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