Pensé que hoy estaría en Tárcoles, disfrutando del verdor del bosque tropical de Carara, las playas del Pacífico Central costarricense y el verdor del campo en estación lluviosa.
El día del viaje salí de mi casa brooklynense al amanecer con rumbo al aeropuerto de Newark. Mi taxista don José, un señor muy gentil de acento andino de las cercanías de Cuenca, amenizó el trayecto con su conversación cargada de nostalgias de inmigrante y se alegraba por mi viaje al terruño.
Mientras atravesábamos el puente sobre el estrecho de Verrazzano, en la desembocadura del río Hudson, la aurora coloreaba el horizonte de rosa y lila. Muy cerca aún dormía el barrio de Sunset Park y en la distancia se apreciaba el paisaje urbano de Manhattan.
Cuando viramos hacia el norte, ya en Nueva Jersey, los rascacielos de la ciudad se dibujaban como masas grises, de ángulos rectos y torres puntiagudas, sobre el trasfondo de una intensa luz anaranjada. Pronto salió el sol, imponente, glorioso, anunciando un día perfecto para volar. El disco naranja rojizo se fue tornando dorado mientras ascendía los primeros escalones del cielo.
Ya en el aeropuerto me despedí de don José, quien me agradeció la conversación en español, y entré al vestíbulo de la terminal. Y pocos minutos después, mientras hacía el check-in, en un momento desconcertante, descubrí que un ladrón de pasaportes, dinero e ilusiones me había robado el canguro portadocumentos. En un instante fugaz de distracción me robó todo un verano con mis personas amadas en mi territorio neotropical.
Y ahora estoy aquí, de regreso en Brooklyn, frente al altar de Inari en el Jardín Japonés. El canto de un cardenal, ave del color bermellón del portal torii (鳥居) del estanque, interpretado por un oráculo solidario, me dijo que viniera a darle gracias a la deidad de la cosecha.
Gracias le doy porque estoy sano, de pie, rico en amigues, jodido pero contento, como Buika: “Doblado, pero yo aguanto; dolido, pero despierto”.
No sé qué viene, pero bienvenido sea Todo.
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