Tras el impeachment exprés al ex Presidente Donald Trump, que concluyó sin mayores sorpresas, un amigo, analista político, consideró que habíamos asistido a un “Juego de las partes” de pirandelliana memoria. Según él, todos habían recitado el rol que tenían asignado y, frente a un final tan descontado, habían preferido bajar el telón antes de tiempo.
Si bien esa teoría sea sumamente atractiva, quizás haya dejado de lado un dato muy importante: la sociedad, la gente, esa que está en la calle y no en el recinto del Congreso, la que día a día tiene que lidiar con las crisis económica, laboral y sanitaria, la que sigue enterrando a sus muertos y llenando los hospitales.
En los momentos de dolor y crisis la mayoría de los estadounidenses se aferra a su bandera, su ser norteamericano, como bienes que los hace sentir privilegiados. Todos conocemos las costuras de la democracia de Estados Unidos. Sin embargo, en el imaginario de los ciudadanos de a pie ese es su gran privilegio, algo que los distingue y de lo que pueden ir orgullosos.
De repente, durante pocas horas, el pasado 6 de febrero, orgullo y certezas se desplomaron y quedaron hechos añicos, al igual que los vidrios rotos del Congreso.
Las imágenes sobrecogedoras que presentaron los demócratas para justificar su petición de impeachment no cambiaron la decisión de los senadores republicanos, pero, seguramente, modificaron la percepción del partido que tienen muchísimas personas conservadoras, pero respetuosas de las instituciones y de las leyes.
De poco sirvió la actitud ambigua del líder republicano Mitch McConnell: con una mano votó en contra de la condena y con la otra acusó al ex Jefe de Estado de ser el verdadero responsable del asalto al Capitolio. Tampoco la actitud valiente de los siete senadores que unieron su voto al de los demócratas.
La sensación que permanece en los norteamericanos es que su democracia no es tan sólida como pensaban, que alguien la hirió en profundidad y que, en lugar de curarla, los senadores republicanos prefirieron esconderla tras las vendas de la hipocresía. Saben que el peligro permanece sobre todo después del “por ahora” que lanzó Trump inmediatamente después del veredicto.
Otro aspecto importante que evidenciaron los hechos del 6 de febrero y las consecuentes denuncias a los cabecillas de la revuelta, es la cobardía de las masas fascistas, supremacistas y xenófobas que atacaron el Capitolio.
Toda la valentía que anima a los miembros de esos grupos de odio cuando están en manada y armados, se disuelve como nieve al sol cuando se encuentran solos frente a la justicia. En ese momento, en lugar de defender sus “valores”, las razones que los motivaron a atacar el corazón de la democracia explicando quizás que lo habían hecho para evitar una elección que consideraban fraudolenta, se pusieron a lloriquear como niños y como niños culparon a “papá Trump”.
Es realmente un final vergonzoso para ellos y para los senadores que sucumbieron al miedo de perder unas votaciones.
Sin valorar, quizás, otro miedo, el que sí tiene la población, sin distingos de color políticos: el de perder la democracia.
Veremos cuánto pesa en la próxima consulta electoral.
Photo by: Jörg Schubert ©