Este 2014 ha sido y sigue siendo un año electoral para América Latina. Siete países (El Salvador, Costa Rica, Colombia, Panamá, Brasil, Bolivia, Uruguay) han ido o irán a las urnas, antes de que se termine el año, para renovar a sus Presidentes. Cada elección cuenta con un importante apoyo de la población. Las personas participan en los meetings y en las marchas de uno u otro de los protagonistas de la contienda política y en ellos depositan sus esperanzas. Saben que su voto es importante y lo saben sobre todo los que viven en países que han sufrido sangrientas dictaduras. Ese pasado queda en la memoria colectiva. Es una cicatriz aún abierta en las sociedades en las cuales parece imborrable la estela de odios que esos años han dejado en su seno.
El daño más difícil de erradicar causado por todas las guerras sean ellas entre países distintos, sean entre personas que dividen un mismo territorio, es el odio. El dolor de las víctimas que sufrieron torturas, de quienes perdieron familiares queridos a manos de los que detentaban el poder, de quienes vieron desaparecer en la nada a sus hijos o nietos sin saber si están muertos o siguen vivos en otros hogares, no se diluye con el tiempo. Rabia, impotencia, resentimientos, son sentimientos que el tiempo difumina pero no borra. Al mismo tiempo queda enquistado el odio en los del bando opuesto quienes justificaron y a veces siguen justificando, tanta ferocidad con la convicción de tener que salvar el país de la disolución moral y económica.
Han tenido que pasar 41 años desde el golpe que derrocó a Salvador Allende en Chile para que la Presidenta Bachelet se atreviera a pedir la abolición de la ley de amnistía, emitida en 1980 para permitir al país recuperar la democracia a costa de la justicia. La ley de amnistía protegió a los militares y a los civiles quienes fueron los causantes de los 3mil muertos y desaparecidos y de los 28mil torturados en los años del régimen de Pinochet entre 1973 y 1990.
En realidad, los tribunales chilenos desde hace varios años han dejado de cumplir la ley de amnistía y muchos militares han sido procesados y condenados, pero formalmente esa ley seguía existiendo y seguía representando una espina en el corazón de la democracia chilena.
Su abolición debería ayudar a disipar tanto dolor y a cicatrizar heridas dentro de la sociedad. La dificultad de superar tanto dolor y tanta rabia la vemos también en Argentina, país que sufrió una de las peores y más cruentas dictaduras de nuestro subcontinente y que, a pesar de los esfuerzos hechos para ofrecer a las víctimas una voz en consideración de su sufrimiento, aún vive las secuelas de esos años oscuros. Lo demuestra el trabajo incansable de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo quienes siguen buscando a sus hijos y nietos. Es viva todavía en nosotros la emoción por el reencuentro de la Presidente de las Abuelas de Plaza de Mayo, Estela Carloto con su nieto. Estela llevaba años y años buscando al bebé de su hija quien fue torturada y asesinada. Nunca perdió la esperanza y su lucha ha sido recompensada.
Pero aún en los casos en los cuales el amor logra superar barreras insondables, el proceso que requiere recuperar los años perdidos, reconstruir relaciones destruidas, es largo y difícil. El desgarre que siguen sufriendo las familias cuyos hijos o nietos desaparecieron es una herida incurable.
Los españoles mismos todavía no han podido sanar del todo la fractura que representó la guerra civil dentro de la sociedad. Muchos de sus artistas y escritores siguen escudriñando el hueco negro en el cual cayó un país entero y del mismo tratan de salir buscando asideros en su creatividad. El arte, la literatura con sus historias más o menos reales, se hacen eco del dolor de todos y por todos hablan.
Recordar esas cicatrices, entender que las lesiones que dejaron surcos de dolor en el alma de las sociedades son casi imposibles de curar, es indispensable. No hay error económico y político que no pueda encontrar solución en manos más sabias y honestas. Pero hay que estar muy alerta hacia los gobiernos que, para encubrir sus limitaciones, alimentan diferencias, odios y fracturas en sus sociedades. La gran evolución de las dictaduras a las democracias hoy nos permite evitar los horrores de los caudillos quienes llegaban al poder con la fuerza de las armas y del terror pero no nos protegen de la ceguera de Presidentes electos con el votos popular quienes buscan culpables externos para evitar rendir cuenta de sus acciones a sus seguidores. Su política de “divide et impera” resulta letal para las sociedades en las cuales se va inoculando un odio que destruye toda posibilidad de cohesión social. Cuando eso pasa no basta un cambio de gobierno para sanar heridas. La culpa de esos gobernantes es tan honda que debería ser perseguida y condenada como cualquier violación de derechos humanos. Son crímenes que no deberían conocer el olvido del tiempo así como no lo conoce la herida que causaron.