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En memoria de Reyhaneh Jabbari 

Ayer fue el 8 de marzo. La mujer estuvo al centro de celebraciones de todo tipo. Palabras y más palabras rodaron como agua. Pocas las diferencias entre los tantos discursos que año tras año llenan el aire de muchos países. Todos están de acuerdo en el “gran aporte que dan las mujeres” y en la “necesidad de evitar las diferencias y combatir la violencia de género”.

Pasa la fiesta y todo queda igual. Un igual que es muy diferente de las lindas palabras pronunciadas por bocas distintas. La realidad nos habla de una desigualdad de género que conoce muy pocas excepciones positivas y solamente diferencias en negativo. Hay países donde es peor ser mujer otros donde, cuando menos, hay leyes que condenan las diferencias de género y la violencia.

Pero, por más que exista la posibilidad de denunciar los abusos, son pocas las mujeres que deciden enfrentarse con otras violencias, las de policías, jueces, abogados, familiares y amigos. “Los trapos sucios hay que lavarlos en casa”, es lo que piensan, aún sin decirlo, muchas de las personas que nos rodean. Según el informe Jóvenes y género. El estado de la cuestión, realizado por el Centro Reina Sofía sobre Adolescencia y Juventud, el 30 por ciento de los jóvenes entre 12 y 24 años de edad entrevistados considera que «Cuando la mujer es agredida por su marido, algo habrá hecho ella para provocarlo» y también que la violencia dentro de casa es un «asunto de la familia» y que «no debe salir de ahí».

Las denuncias son un acto de valor que no siempre están en capacidad de enfrentar mujeres cuyos cuerpos y almas duelen por los golpes recibidos.

Por otro lado ese silencio dificulta la posibilidad de analizar la violencia machista. En Europa la carencia de denuncias no permite tener datos completos sobre la violencia de género. Tampoco es posible comparar los datos sobre víctimas mortales entre los diferentes países porque varios de ellos no los documentan de la misma manera. Sólo un tercio de los Estados miembros contabiliza específicamente los crímenes de violencia machista. Son Bélgica, Estonia, Irlanda, España, Italia, Lituania, Rumanía, Eslovaquia y Suecia. Otros engloban estas muertes bajo el epígrafe de «violencia familiar».

En América Latina el problema de la violencia de género es muy fuerte y difuso. A pesar de que sea la única región del mundo que tiene una convención regional para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer —la Convención de Belém do Pará— y que las leyes contra la violencia hayan producido importantes avances en los países que las promulgaron, en muchos países aún no se tipifica el femicidio.

Según los datos del informe sobre violencia del Observatorio de Igualdad de Género de América Latina y el Caribe (CEPAL, 2014b), durante 2012 se registraron 496 muertes de mujeres ocasionadas por su pareja o ex pareja íntima en nueve países de América Latina. En el mismo año, se registraron 545 homicidios por razones de género o femicidios en siete países de la región, de los cuales casi dos tercios tuvieron como victimarios a la pareja o ex pareja íntima.

Otra evidente y muy común desigualdad es la que encontramos en el mundo del trabajo. El Informe Mundial Sobre Salarios 2014/2015 de la OIT (Organización Internacional del Trabajo) ilustra como los salarios promedios de las mujeres son entre 4 y 36 por ciento inferiores a los de los hombres. La brecha salarial aumenta en términos absolutos para las mujeres que ganan más.

El informe señala que si en algunos casos la desventaja puede ser justificada por factores objetivos como, por ejemplo, el nivel de educación, en muchos otros no hay razones que puedan explicar las diferencias.

Según el estudio de OIT, si esos factores inexplicables desaparecieran, la brecha se invertiría en casi la mitad de los 38 países, y las mujeres ganarían más que los hombres.

Peor, mucho peor es la situación de las mujeres en otros países, sobre todo en los que están regidos por gobiernos autoritarios y religiosos.

En China según la organización gubernamental “Federación de Mujeres” casi el 40 por ciento de las mujeres casadas es víctima de malos tratos y, aunque según el censo del 2010, el 78 por ciento de las mujeres en edad activa trabaja, por lo general ganan menos que los varones y la presencia femenina en la política es mínima.

En India se multiplican las violaciones a niñas y jóvenes. Recientemente la periodista Leslee Udwin de la BBC ha realizado un documental contando la historia de Nirbhaya, la estudiante de fisioterapia de 23 años quien perdió la vida a raíz de la violencia de la que fue víctima por parte de seis hombres. Udwin habló con Mukesh Singh, uno de los violadores quien, lejos de mostrar signos de arrepentimiento, justifica la violencia con frases como “una joven decente no debería estar en la calle a las 9 de la noche… las muchachas deben dedicarse a los trabajos domésticos y no deberían ir a discotecas y a bares haciendo cosas que no deben”.

Las mujeres son el eslabón más frágil en los terrenos de guerra. Las violaciones son masivas en Sudan. Uno de los casos más dolorosos es el de Tabit, donde fueron violadas 221 mujeres, adolescentes y niñas.

En Nigeria al desastre humanitario causado por la violencia de Boko Haram se agrega el del nacimiento de niños fruto de las violencias sexuales y por lo tanto rechazados por sus mismas madres.

En Arabia Saudí todavía las mujeres no pueden manejar y en Iran recientemente fue condenada a un año de cárcel Ghoncheh Ghavami, de 25 años, británica de orígenes iraníes, quien trató de entrar a ver un partido de volley masculino.

Muchos, demasiados, son los casos en los cuales las mujeres son víctimas de abusos, injusticias, desigualdades. Muchos y en todo el mundo. A pesar de tantas luchas y tantos esfuerzos el camino a recorrer es largo, dolorosamente largo.

Pero quiero terminar esta nota recordando a una mujer quien, prefirió perder la vida y no su dignidad.

Se trata de Reyhaneh Jabbari, la joven iraní quien mató al hombre que intentó violarla, un ex agente de los servicios secretos iraníes.

Reyhaneh tenía 19 años y tras pasar cinco años en la cárcel hubiera podido salvarse únicamente obteniendo el perdón de la familia del violador. Ellos a cambio pedían que negara que había sido víctima de un tentativo de violación. Jabbari hubiera podido salvarse, pero prefirió morir antes que decir una mentira tan humillante.

Murió ahorcada y si la olvidáramos también nosotras, sería como matarla una segunda vez.

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