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Mariza Bafile

El monstruo tiene miedo

Las cárceles se arrastran por la humedad del mundo,
van por la tenebrosa vía de los juzgados;
buscan a un hombre, buscan a un pueblo, lo persiguen,
lo absorben, se lo tragan
.

Los versos que escribió el poeta español Miguel Hernández tras transcurrir un largo y doloroso tiempo en las cárceles de la dictadura franquista que lo llevó a la muerte por tuberculosis, parecen acoplarse perfectamente a la situación carcelaria actual en América Latina y Centroamérica. Vivimos en pleno siglo XXI, nuestros países han dejado atrás los años de las cruentas dictaduras y sin embargo las cárceles siguen siendo huecos negros, sin leyes, sin justicia y sin derechos humanos.

El último motín ocurrido en el Penal de Topo Chico, en Monterrey, México, que ha dejado 52 muertos y 12 heridos, víctimas todos de una guerra entre bandas rivales de narcotraficantes, y, pocos días antes, los disparos al aire que, desde el techo de la cárcel de la isla de Margarita en Venezuela, hicieron los presos en homenaje a uno de sus más potentes “capos” ultimado a manos de una banda rival, destaparon una vez más una realidad que se vuelve cada día más insostenible.

Las cárceles en casi todos los países de América Latina y del Caribe son islas de brutalidad que, lejos de facilitar la reinserción de los reos, agudizan y amplían la violencia. Allí, en esa tierra de nadie, hasta el asesino más curtido vive con el miedo pegado a la piel.

Los penitenciarios están gobernados por los delincuentes más fuertes. “Capos” que siembran el terror tanto dentro como fuera siendo ellos mismos quienes dictan las reglas de la convivencia entre rejas y dirigen los peores crímenes en las calles. Se benefician de la connivencia del personal administrativo y de seguridad y muchas veces también de la amistad de los políticos y burócratas locales.

Males que se han ido ampliando en los últimos años a pesar de las muchas denuncias de las organizaciones humanitarias y de organismos internacionales.

El hacinamiento, la corrupción, la atención médica insuficiente y la lentitud incomprensible de la justicia que deja a la mayoría de los presos en el limbo de la espera de un juicio durante años, son todos ingredientes explosivos que agigantan los problemas de los internos y transforman su paso por la penitenciaría en un infierno del cual salen más duchos en materia delincuencial y con una profunda rabia hacia la sociedad. Se considera que en toda América Latina el abuso de la prisión preventiva es del 46 por ciento, con efectos sociales devastadores en la persona encarcelada y en todo su entorno familiar. Muchos de ellos, en su mayoría las mujeres, han sido encarcelados por delitos menores, generalmente ligados al tráfico de drogas. Son peces pequeños de organizaciones que los utiliza como mulas y a veces los denuncia para dejar pasar cargas mucho más importantes.

Por su parte la sociedad ha perdido toda piedad y solidaridad hacia los detenidos y en la mayoría de los casos reacciona con peligrosa indiferencia, si no con fastidio, a las informaciones que hablan de los excesos de los que son víctimas. Es una guerra entre pobres que, como toda guerra entre pobres, logra únicamente dejar en el campo a muchas víctimas sin nunca tocar a los verdaderos culpables: quienes detienen el poder político y económico y han transformado a América Latina en una región con gravísimas desigualdades sociales y marcadas asimetrías regionales.

La violencia callejera fruto de la delincuencia común y de la delincuencia organizada, en algunos países ha llegado a extremos inimaginables, hay ciudades en las cuales los índices de muertes violentas son tan altos como los de los países en guerra pero, aún así, no podemos aceptar ni mucho menos justificar un sistema penitenciario en el cual no se respeten ni los más mínimos derechos humanos. Los presos y las cárceles son parte integrante de la sociedad, la mayoría de los reos antes o después vuelven a la calle y actualmente reinciden en casi el 90 por ciento de los casos. Ese monstruo que entre rejas tiene miedo, cuando sale nuevamente a la calle vuelve a asumir el poder del que siembra terror.

Pensar que violencia y delincuencia se resuelvan únicamente con represión es como pensar que se pueda bloquear el agua con las manos.

El delito no puede combatirse en forma abstracta, es algo concreto que está ligado a nuestra realidad y va analizado en toda su complejidad. La sociedad es una y tiene que pensarse como un único cuerpo. Solamente así tendrá la fuerza y la capacidad de combatir sus verdaderos males: la corrupción, el populismo, la pobreza y un sistema carcelario que alimenta el deseo de venganza y la reincidencia.


Photo Credits: jmiller291

 

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