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editorial vacuna covid
Photo by: Chairman of the Joint Chiefs of Staff ©

El absurdo ballet de las vacunas

Si hasta hace pocos días la palabra que más daba miedo era Delta, ahora el espanto llega con otro nombre, Ómicron. Son los apelativos que los expertos dan a las variantes de la COVID-19, que no deja de asombrar por su capacidad de variar y evolucionar. Ómicron llega de un continente, el africano, que recordamos únicamente cuando de allí se desprende alguna amenaza para nuestro bienestar. La mayoría de las veces con las semblanzas de seres humanos quienes huyen del infierno con la esperanza, muchas veces truncada, de tocar playas “desarrolladas”. En otras ocasiones, como la actual, en forma de un virus letal.

Y cuando esas amenazas disparan nuestros miedos, lo primero que hacemos es bloquear fronteras, cerrarnos en nosotros mismos como una ostra e inflar nuestro egoísmo a extremos tales que no queda ni una rendija para la más mínima autocrítica.

Pareciera que la COVID-19 lejos de enseñarnos a considerarnos como una totalidad, ha profundizado lejanías y diferencias. Como un ácido se ha insertado en las sociedades obligándolas a un distanciamiento físico y psicológico, y en el mundo reforzando fronteras que ya no necesitan de muros reales para ser impenetrables.

Si el virus está mutando en África es porque en la mayoría de esos países la tasa de vacunación es vergonzosamente baja. Según el último informe de Our World in Data solamente el 7,2 por ciento de las personas han recibido ambas dosis de las vacunas y el 3,6 por ciento la primera. Eso nos da un total de 10,77 por ciento de ciudadanos. Y así, mientras en el mundo “desarrollado” la gente llena las plazas para reclamar la libertad de no vacunarse, berrinche que se puede permitir porque cuenta con estructuras sanitarias que, en la mayoría de los casos, le permiten salvar sus vidas, en los países pobres la vacuna es un bien preciado tan deseado como imposible de alcanzar.

Seguimos con nuestra carrera hacia la tercera y posiblemente la cuarta y la quinta dosis, pero no nos preocupamos por quienes no tuvieron acceso a la primera.   

En agosto de este año, el director de emergencias de la OMS, Michael Ryan, hablando de la tercera dosis, dijo: “Si lo miramos en términos de una analogía, lo que sucede en estos momentos es que vamos a dar chalecos salvavidas a los que ya tienen mientras estamos dejando a otros ahogarse sin un solo chaleco. Esa es la realidad fundamental ética”.

Tedros Adhanom Ghebreyesus, director general de la OMS, siempre en esa ocasión, cuando todavía no se hablaba de Ómicron, informó de que “en la actualidad sólo 10 países han administrado el 75% de todo el suministro mundial de vacunas, mientras los países de bajos ingresos apenas han vacunado al 2% de su población”. Y luego agregó: “la brecha entre los que tienen vacunas y los que no, no hará más que crecer si los fabricantes y los dirigentes dan prioridad a las dosis de refuerzo sobre el suministro a los países de ingresos bajos y medios”.

¿Alguien se ha dignado escuchar esas palabras? No.

Ahora llegó el Ómicron. Podría ser un buen momento para recordar que hay una gran parte de mundo que no tiene ni vacunas, ni hospitales, ni medicinas. Podría ser el momento justo para recordar que vivimos todos en un mismo planeta.

Podría… pero lo más probable es que seamos capaces solamente de cerrarnos más en nuestros pequeños mundos y, mientras una parte de la población correrá en busca de una tercera dosis, otra parte seguirá “luchando por la libertad de no vacunarse”.


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