Promesas imposibles, consignas vacías. Un ‘mix’ de populismo y demagogia, desde los albores de este siglo, ha caracterizado el desarrollo político y económico de nuestro hemisferio. Y determinado el ascenso al poder de gobiernos con vocación autoritaria.
Apogeo y ocaso. Las corrientes políticas, cuya esencia deriva del populismo y de la demagogia, parecieran haber alcanzado el ápice, agotado el impulso inicial y haber comenzado a transitar su parábola descendiente. Cómplices, los desaciertos en materia económica cuyas consecuencias comienzan a manifestarse también en los amortizadores sociales.
Para algunos es la “maldición de las décadas”, la cual habría caracterizado el desarrollo de América Latina desde la segunda mitad de 1900. A saber, los países de nuestro hemisferio, cada diez años aproximadamente, experimentan cambios importantes: la década de las dictaduras, la década del neo-liberalismo y la década del populismo, que pareciera haber comenzado su última etapa.
Entre la década de los ’70 y la de los ’80, esta parte del continente americano estuvo plagada de gobiernos militares que impusieron el ‘imperio del terror’, a través de la tortura sistemática y la desaparición de opositores.
En Brasil, los gobiernos militares, desde 1964 hasta 1985, trataron de modernizar la economía a través del endeudamiento externo orientado a financiar la industrialización del país. También en Bolivia, a partir de 1964, se instalan gobiernos militares. En 1982, luego de pugnas en las Fuerzas Armadas por el control del poder, Hernán Silez Suazo, quien había ganado las elecciones de 1980, logra finalmente constituir un gobierno civil.
Perú, desde 1968 hasta 1975, sufre las consecuencias de la dictadura de izquierda, instaurada por el general Juan Velasco Alvarado. Esta se caracteriza por la nacionalización de la industria petrolera y el control del sector financiero. Velasco Alvarado es desplazado por el también general Morales Bermudez, cuyo gobierno de tendencia conservadora se mantiene hasta 1980. Es decir, hasta la elección de Fernando Belaunde Terry a la presidencia de la República.
En Chile, un sangriento ‘punch’, interrumpe la experiencia socialista del médico Salvador Allende y lleva al poder al general Augusto Pinochet, quien gobierna con fría crueldad desde 1973 hasta 1988. Por su parte, el general Jorge Rafael Videla, en Argentina, destituye al presidente María Estela Martínez de Perón, segunda esposa de Juan Domingo Perón. El general Videla gobierna hasta 1981. Lo sustituye en el poder otro militar: el general Roberto Eduardo Viola quien gobierna hasta diciembre del mismo año. Su sucesor, el general Leopoldo Gualtieri, en un intento desesperado por recuperar la popularidad perdida, decide la invasión de las Malvinas, convencido de que Inglaterra no iniciaría una guerra en esta parte del mundo para reconquistarlas. No fue asì, y la derrota del ejército argentino acelera la caída de la dictadura y la llegada al poder del gobierno civil presidido por Raúl Alfonsín. Y podríamos seguir con las dinastías de los Duvalier (Haiti, 1957-1986) y de los Somoza (Nicaragua, 1937-1980), en centroamérica.
De la década de los gobiernos militares a la de las políticas económicas neo-liberales. ¿Quién no recuerda al economista Milton Friedman, asesor del gobierno del general Augusto Pinochet, o a los “Chicago boys”, el grupo de jóvenes economistas chilenos graduados en la Universidad de Chicago y alumnos de Milton Friedman e Arnold Harberger. Sus teorías dictaron cátedra y dejaron una profunda huella en toda América Latina.
Los «chicago boys» comulgan con las tesis monetaristas y aseguran que sólo estas, y no las propuestas por las corrientes keynesianas, pueden enfrentar y derrotar la ‘estagflaction’ – léase, caída de la producción y desempleo creciente en presencia de un incremento sostenido de los precios – que azota las economías de la región en las décadas de los 70 y 80. La receta puede resumirse en un conjunto de medidas orientadas a frenar la espiral inflacionaria y a evitar los riesgos de devaluación. Es decir, políticas fiscales restrictivas y conservadoras, las cuales promueven el incremento de los impuestos sobre el consumo y la reducción de los impuestos a la producción; políticas de desregulación para permitir, a través de la apertura comercial, la competencia entre industrias, el cierre de complejos fabriles ineficientes y la reconversión de otros y políticas de privatización, para permitir al Estado dedicarse a la administración de las empresas que, por sus características, no pueden dejarse en manos de privados. Todas ellas son políticas que afectan negativamente el poder adquisitivo de la población.
La crisis económica, la incapacidad de los partidos del ‘status’ de renovarse y la guerra de la vieja dirigencia contra los liderazgos emergentes, abrieron el camino a los traficantes de sueños.
En especial, la capacidad comunicativa de algunos transformaron el populismo y la demagogia en un tsunami incontenible. Las corrientes populistas, en nuestro hemisferio, encontraron respaldo inesperado en la expansión acelerada de los precios y en el incremento de la demanda de las materias primas. La bonanza exportadora permitió transformar a los amorizadores sociales en instrumentos de control político sobre los estratos sociales más necesitados y de chantaje electoral.
Por supuesto, las condiciones iniciales no han dejado de existir. Sin embargo, los ingresos de la nación ya no resultan suficientes para cubrir el gasto público excesivo. La redistribución de las riquezas no logran ocultar la ineficacia de las medidas y la corrupción crecientes en todas las esferas del poder. El sueño inicial se desvanece. Y la amenaza de pérdidas de prebendas sustituyen la ilusión de rescate social que motivaron las clases más humildes a respaldar el proyecto político de los ‘caudillos’ populistas y sus cohortes.
El populismo captura el poder y distribuye las riquezas. Mas, carece de la capacidad por reponerlas. Esta es su debilidad mayor. Por ende, agota el sistema productivo. Además, como enseña la experiencia reciente en nuestro hemisferio, impulsa la centralización, impone controles al mercado, a los precios, al tipo de cambio y se adueña de la gestión directa de las actividades productivas. Cuanto mayor sea la magnitud de las riquezas distribuida tanto más lento es el ocaso de populismo; cuanto más dependiente sea el Estado de las riquezas naturales, tanto más profunda es la crisis. La incapacidad de aprovechar la bonanza para invertir en fortalecer y en diversificar la base productiva ha debilitado los gobiernos populistas de América Latina.
Los gobiernos populistas y demagógicos tienen una gran capacidad de seducción. Y su ocaso no depende tan sólo del entorno económico o de la habilidad de seguir vendiendo ‘esperanzas’. Tampoco es simultáneo e inmediato. El proceso será lento y en gran medida dependerá de las pericias de las demás fuerzas políticas. Decimos, la velocidad del ocaso del populismo será inversamente proporcional a la capacidad que tendrán las fuerzas políticas de proponerse como alternativas confiables y reales. Y, sobretodo, de convencer a la población decepcionada de que sus sueños de bienestar social todavía pueden realizarse.