Después de un año sigue sin respuesta la pregunta ¿dónde están las niñas secuestradas por Boko Haram en Nigeria? En una noche de terror, entre el 14 y el 15 de abril, miembros del grupo terrorista islámico cuyo nombre significa “La educación occidental está prohibida”, entraron en el Instituto de Chibok, al noreste de Nigeria, y secuestraron a 276 jóvenes estudiantes que se preparaban para los exámenes finales.
Algunas lograron escapar. La mayoría desapareció en la nada. La probabilidad que estén muertas es muy alta pero también es posible que sigan en manos de sus captores ya que en ese entonces el líder del grupo terrorista, Abubakar Shekau, difundió un video en el cual decía que habría vendido a las jóvenes como esclavas ya que las mujeres deben ser esposas y no tienen que recibir educación escolástica.
La sangre corre en ríos de dolor en muchas partes del mundo. En el campo de prófugos palestinos de Yarmouk, cerca de Damasco, en Siria, los extremistas del IS están masacrando, violentando, aterrorizando, a las 18mil personas que allí buscaron refugio, entre ellos 3.500 niños. Al comienzo era un campo con 150mil personas, tras los repetidos ataques del régimen sirio han quedado menos de 20mil y, como lo peor parece infinito, hoy esos sobrevivientes son víctimas inermes de los terroristas del Is.
Hace sólo pocos días el grupo extremista somalí Al Shabab realizó una terrible masacre en una Universidad de Garissa, en Kenia. Al Shabab que, casi por una macabra ironía, significa “Los jóvenes” irrumpió en la madrugada del pasado 2 de abril en el campus universitario y, para los casi 800 alumnos que allí vivían, empezó un infierno que duró 16 larguísimas horas.
Casi 150 estudiantes fueron horriblemente asesinados sólo y únicamente por ser de fe cristiana. Los que se salvaron quedaron marcados de por vida por el horror que los rozó. Salvaron sus vidas pero ya nada para ellos será como antes. Los gritos de dolor y de miedo, los rezos de sus amigos muertos, esos amigos con los que habían compartido risas y sueños, quedarán para siempre en sus oídos. Nunca podrán olvidar.
Lo mismo debería pasar con todos nosotros, estemos donde estemos. Pero la realidad es bien distinta, pareciera que los muertos en ciertos países tienen derecho a doler más que otros, que los duelos logran ser colectivos solamente en ciertas ocasiones. La piedad y la solidaridad tienen fronteras bien delimitadas.
¡Cuántas veces nos ha tocado oír conversaciones desarrolladas en el transcurso de cenas opulentas, al calor de casas llenas de todo confort, en las cuales, con superficial arrogancia, se debatía acerca de la “necesidad”, para algunos países, de ser guiados por regímenes autoritarios porque sus pueblos no están listos para la democracia! ¡Cuántas veces hemos escuchado frases del tipo es que en esos países… como si el derecho a la vida, a la justicia, a la libertad fuera un bien posible para unos e inalcanzable para otros! ¡Cuántas veces nos hemos enfrentado con personas quienes, desde la otra parte del mundo, han decidido soñar con revoluciones que ahogan a pueblos ajenos en países para ellos desconocidos y donde nunca quisieran vivir!
Antes eran los océanos, desiertos y montañas los que dividían a las personas. Hoy son la superficialidad y la ignorancia, disfrazadas de conocimiento.
Pareciera imposible tanta distancia en un mundo y en una época en los cuales, gracias a los nuevos medios de comunicación, podemos conocer de cerca a pueblos y países físicamente tan distantes. La lógica indicaría que hoy deberíamos sufrir todos por las mismas injusticias y alegrarnos por las mismas alegrías. La verdad es completamente distinta. Pareciera que cuanto más cortas se hacen las distancias más profunda se vuelve la insensibilidad. Mientras las imágenes de los horrores diseminados por el mundo cada vez causan menos asombro y conmoción, crecen en el primer mundo, partidos y grupos que buscan revivir nacionalismos obsoletos. Sus consignas incitan al odio contra los inmigrantes, los gay, y todos los “distintos”. Pareciera que el resquebrajamiento virtual de las fronteras despertara miedos ancestrales y una consecuente necesidad de protección y límites.
En Nueva York en la noche entre el 14 y el 15 de abril, el Empire State Building se iluminó de rojo y morado en recuerdo de las niñas secuestradas por Boko Haram pero la opinión pública no ha reaccionado con la misma pasión y solidaridad manifestada en otras ocasiones.
Como dijo justamente Malala Yousafzai, premio Nobel para la Paz 2014, recordando a las muchachas nigerianas: “El mundo debería hacer mucho más, no ha ayudado suficientemente”.
En realidad no se trata solamente de la ayuda que puedan dar otros gobiernos u organismos internacionales a los países que deben enfrentar emergencias humanitarias tan graves, sino, más bien, lo que duele, es la escasa sensibilidad humana y la falta de solidaridad de enteras sociedades, de los jóvenes hacia otros jóvenes, de unas madres y padres hacia otras madres y padres.
En Kenia el pasado 7 de Abril, miles de jóvenes universitarios salieron a manifestar. Un desfile herido inundó las calles de Garissa y de Nairobi. En las manos llevaban flores y velas, las voces pedían mayor seguridad y justicia.
Hubiera sido hermoso ver a miles de otros estudiantes colmar las calles de todas las ciudades del mundo. Si el eco de las voces de los muchachos keniota se hubiese cruzado con el de tantos otros jóvenes en las distintas partes del planeta, el mundo hubiera despertado distinto. Un aliento de esperanza estaría viajando por el aire.
No ha sido así. Solos estuvieron los muchachos keniotas asesinados y solos siguen hoy los que los recuerdan y lloran. Igualmente solos hemos dejado a los familiares de las muchachas raptadas por Boko Haram y a las tantas otras víctimas de la violencia y de las guerras.
Cabe preguntarse si, cuando el mundo se estremece frente a atentados como el que ensangrentó a la redacción de Charlie Hebdo, lo hace por real solidaridad o sencillamente porque el aliento del horror se ha acercado tanto que las certezas quedan hechas añicos dejando paso a un único sentimiento: el miedo.