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Mariza Bafile

Dilma: ¿Justicia o injusticia?

Dilma Russef ya no es la Presidenta de Brasil. El juicio en su contra se ha desarrollado sin sorpresas. El senado aprobó el impeachment con 61 votos a favor y 20 en contra. Era una muerte anunciada. A pesar de eso la primera mujer Jefe de Estado de Brasil ha tomado el micrófono, frente a los senadores y al país entero, para pronunciar su último discurso con firmeza y emotividad, a sabiendas de que sus palabras no iban a cambiar el curso de la historia actual pero sí podrían marcar su futuro.

La acusación que llevó a una medida tan grave como es la destitución de un Presidente, fue la de haber ocultado la situación financiera del país y de haber manipulado las cuentas del gobierno, antes de la segunda elección, para reforzar su candidatura. En realidad Dilma Rousseff ha sido la víctima sacrificial de un cocktail explosivo: crisis económica y corrupción.

Si por un lado el gobierno que lideraba ha reaccionado tarde y débilmente a las consecuencias de una crisis económica internacional que ha pulverizado un sueño de grandeza, largamente acariciado, por el otro no ha reaccionado con suficiente firmeza frente a una corrupción que ha infiltrado todo el aparato público destruyendo principios, ética e ideales hasta de las personas más insospechadas.

A pesar de que ni Rousseff ni su familia se hayan dejado llevar por la borrachera del poder y del dinero fácil, ella tenía la responsabilidad de intervenir y poner un punto final a lo que se desarrollaba bajo sus ojos. Ahora está pagando por todos, arrastrada por el peso de amistades y relaciones de las cuales en algún momento trató de zafarse sin lograrlo.

Lo mismo se podría decir en lo que se refiere a su política internacional. Dilma, quien sufrió en carne propia cárcel, intimidaciones y limitaciones de libertad, nunca ha mostrado la más mínima solidaridad hacia los jóvenes de otros países, en particular de Venezuela, quienes han sido sometidos a humillaciones y vejaciones por sus posiciones políticas, ni hacia los empleados y obreros que han perdido sus trabajos por haber manifestado abiertamente su descontento hacia el gobierno del difunto Presidente Chávez, antes, y del actual Presidente Maduro, después. Cuando esa “amistad” se volvió pesada para su imagen ya ella estaba metida en un torbellino tal, que no tuvo más remedio que seguir transitando por el camino que durante muchos años había sido lucrativo para el país.

Lamentablemente “no hacer” en política es equivalente al hacer y Dilma ha pagado por sus titubeos y su carácter poco dado a la negociación. En momentos en los cuales la economía se desplomaba, víctima también de la debilidad de China, el mayor importador de Brasil; presa en el remolino de una caída vertical de popularidad y de ataques sistemáticos de la prensa más importante del país; mientras otros políticos tejían sus redes en silencio, Dilma se encerró en una actitud dura y fría.

Incapaz de manejar las sutilezas diplomáticas, como bien sabía hacer Lula, ni mucho menos de construir alianzas con promesas y amenazas, práctica habitual en muchos ambientes políticos dentro y fuera de Brasil, Rousseff pagó las consecuencias de un carácter rígido, severo y burocrático.

Se abre un futuro incierto para Brasil y para toda América Latina. Quienes hoy exultan pensando que pueden volver a una región gobernada por una élite política ligada a los grandes capitales deberían calmar su entusiasmo. Si hay algo que está mostrando América Latina es que los dos pilares que han dividido el mundo de ayer, capitalismo y comunismo, no funcionan; que, como dice muy agudamente en su ensayo Poshegemonía Jon Beasley-Murray los grupos sociales tienden a cohesionarse en base a afectos y hábitos y por lo tanto no responden a la fe ciega que se profesaba hacia las ideologías, sino a necesidades comunes. Y no hay líder, por más amado que sea, que escape del juicio del pueblo. Es lo que ha pasado en Brasil y lo que está pasando en Venezuela, aún cuando la muerte parecía haber transformado al Presidente Chávez en un líder eterno.

Brasil, un país en el cual más de 140 millones de personas habían salido de la pobreza bajo los gobiernos de Lula y Dilma y que durante unos años parecía destinado a ser una de las grandes potencias económicas mundiales, para luego caer en la peor recesión de los últimos 80 años, está hoy en manos de Michel Temer, vicepresidente y leader del centrista PMDB.

Temer, hombre gris, hábil en hilar intrigas tras bastidores, quien encabeza un gabinete de puros hombres blancos en un país con una mayoría de mujeres, indígenas y afrodescendientes y quien no goza del apoyo popular, deberá enfrentar los dos males que hundieron a Dilma: corrupción y crisis económica.

Un reto inmenso para alguien cuyo entorno político está más que infiltrado por la corrupción y que, en muchos casos, representa o apoya a los grandes capitales, esos que han comprado alma y voluntad de tantos políticos.

Tras la borrachera del impeachment los brasileros deberán despertar y enfrentar una realidad dura.

Y ya no hay víctimas que sacrificar.


Photo Credits: PMDB Nacional

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