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Photo by: Derek Blackadder ©

De revoluciones a dictaduras

Cuántas veces hemos escuchado la palabra “revolución” en boca sobre todo de jóvenes llenos de ideales y de esperanzas. “Revolución” es la palabra que repiten hasta el cansancio todos los líderes que prometen grandes cambios, grandes mejorías para la población, cárcel para los corruptos y, en síntesis, un futuro de progreso y beneficios. Logran así inflamar las plazas y llegar al poder a través del voto. Y, a partir de ese momento, todo cambia.

En los primeros meses mantienen el discurso “revolucionario”, culpan a los predecesores de todos los males posibles, y mantienen encendida la llama de la esperanza en sus seguidores. Paralelamente van socavando los cimientos de la democracia, aniquilan la independencia de las instituciones, amedrentan y destruyen toda oposición, promueven leyes que favorecen sus reelecciones y, poco a poco, transforman sus gobiernos “revolucionarios” en dictaduras. Cuando las personas caen en cuenta del engaño ya es demasiado tarde. El poder blindado, armado, se vuelve intocable. 

En América Latina esa involución la han vivido y la siguen viviendo, a escala diferente, muchos países.  Venezuela es uno de los ejemplos más dolorosos. Un país que, a pesar de los errores y defectos de sus gobiernos, llevaba adelante una democracia que dejaba espacio a la disidencia y la crítica mediática, un país que, gracias a sus riquezas, tenía la posibilidad de labrarse un futuro exitoso y satisfactorio para todos, se ha transformado en una tierra dominada por el hambre, el miedo, la enfermedad.

Chávez, líder amado, venerado como un santo, pronunciaba a cada rato la palabra “revolución”, “revolución” de los pobres contra los ricos, “revolución” de los olvidados contra la oligarquía. Mientras lo decía manteniendo viva la esperanza de miles de personas, procedía a destruir todo vestigio de democracia. Antes que la enfermedad lo alejara del poder para siempre, ya había logrado arrasar con cualquier atisbo de independencia de poderes, de disidencia y había preparado el terreno para el desastre que llevan adelante sus delfines. 

Quizás aun más doloroso es el camino que está transitando en estos momentos  Nicaragua, un país secuestrado por una familia de caudillos, “revolucionaria”, corrupta y despiadada.

Pocos e ineficaces los mecanismos internacionales de los cuales dispone el mundo democrático para frenar los desmanes que sufren poblaciones enteras. Bien lo saben esos autócratas quienes, sin prestar la más mínima atención a los mensajes y amenazas que les llegan de otros gobiernos, encarcelan, torturan, matan con la impunidad que da el poder absoluto.

Periodistas, intelectuales, políticos de oposición, son el blanco de la brutal represión que han desatado los Ortega en estas últimas semanas y cuyo único propósito es extender un velo de terror en la población. Nuevas elecciones fantoches están en puertas así que, para mantenerse en el poder, necesitan limpiar el camino de cualquier obstáculo.

Bien saben, y lo han demostrado las oceánicas manifestaciones de algunos meses atrás, que el pueblo, con unas elecciones libres y democráticas, nunca les permitiría quedar en el poder. Un deseo que no están dispuestos a permitir.

Esa “revolución” se ha quitado el disfraz para mostrarse tal como es: una dictadura. En Nicaragua así como en Venezuela y no solo. Nadie sabe hasta cuándo se perpetuará. Las sanciones económicas, única arma de la que dispone el mundo democrático para intimidarlos, los dejan indiferentes. Saben que lo único que lograrán es mayor sufrimiento para la población y la posibilidad de tener un enemigo más grande al cual achacar todas las culpas. Sus cuentas millonarias les permiten vivir en una burbuja de oro y, como si no bastara, otras naciones con sistemas autocráticos y dictatoriales, in primis Rusia y China, están dispuestas a financiarlos con tal de ampliar su influencia geopolítica. 

Pocas las esperanzas para los ciudadanos quienes, en vista de esa perspectiva sin luz al final del túnel, o callan y tratan de sobrevivir o emigran. En ese momento se vuelven un problema también para los demás países. Cuando oleadas de personas que han perdido todas esperanza en su tierra, llegan a otras ciudades en las cuales perciben un atisbo de esperanza, gobiernos y ciudadanos de los lugares de acogida tocan con mano la magnitud de la tragedia que golpea a pueblos enteros quienes un día creyeron en la fuerza regeneradora de la “revolución”.

Sin embargo, casi nadie aprende la lección por experiencia ajena.


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