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Cumbres Blancas en el Paramillo del Quindío

Al corazón de un glaciar extinto

Íbamos en marcha constante, ganando altura hacía un homenaje, a un encuentro con lo extinto, a un funeral donde el difunto ya había expiado sus memorias. Un libro abierto en las montañas, donde el primer volumen fue arrancado sin que nadie lo notara. Ahora, no más que un tomo de arenales marrones y blancos, rocas volcánicas afiladas, corales de alta montaña templados al viento… Paredes oscuras, un circo glaciar sin glaciar oculto entre la densa niebla, un cráter como lengüeta de hielo, pantanos, colchones de agua asimilando nubes de color esmeralda, frailejones guerreros que se iban adentrando a las lomas de polvo, arenas movedizas y navajas frías que disipan las lágrimas. Íbamos a hacer reverencia a uno de nuestros glaciares extintos, un dragón de la escarcha que había caído en la vejez… El Volcán Paramillo del Quindío.  

Somos Cumbres Blancas, un grupo de jóvenes interdisciplinarios, que nos hemos dispuesto a homenajear a nuestros glaciares colombianos. A compartir su voz, donde el mensaje a la protección de los ecosistemas, es contundente y desesperado. A veces el llamado parece una última exhalación, pues a pesar de nuestra pasión y determinación en ayudar a estos cada vez menos colosos helados; el tiempo de nuestra civilización parece haber actuado ya en la rampa final, cuando en pocas generaciones, estos hielos “eternos” van a desaparecer, generando estragos en la conexión de biomas colombianos. Pero nuestros pasos no solo nos llevan hacia los glaciares que permanecen en las cumbres más altas, también tenemos la necesidad de reverenciar aquellos que ya nos han dejado, como es el caso, en esta aventura del que una vez fue conocido como el Nevado del Quindío, hermosamente pintado y documentado en la Comisión Corográfica liderada por Agustín Codazzi en 1850. Así, iniciaría para nosotros, entonces, una expedición, valiéndonos de otra tecnología, para documentar lo que una vez ocupó el hielo. 

Gradualmente, como suelen ser los caminos al inicio, cuando el cuerpo del grupo estaba lleno de vitalidad y capacidad, emprendimos la expedición a los páramos. Poco a poco, fuimos dejando los aislados ejemplares de palma de cera que otrora usaron los españoles para impermeabilizar sus barcos durante la Colonia.  Ahora, golpeadas, ante el crecimiento de la ganadería, en las arrinconadas cejas de monte a causa de los nuevos cultivos de aguacates y los garrotazos murmurantes de la minería a gran escala.  

Dejamos el valle del Cocora, donde el río Quindío zigzaguea débilmente entre los potreros, previo de desembocar en el río la Vieja, para encaramamos sobre los bosques más densos y tupidos de la quebrada Cárdenas. Rápidamente el valle que tanto es retratado en el los perfiles cibernéticos del país, dejo de serlo para encañonarse con profundidad. Arduo, húmedo y cerrado fue el primer fragmento que ponía a prueba nuestro cuerpo y vitalidad. Nos fuimos despidiendo de las plantaciones altas de pinos patula y eucaliptos. La vegetación cambió y la exuberancia vino con ello. Canalones de viejos caminos coloniales, perfumados con el sonido de barranqueros, atrapamoscas, pavas, parvadas de carriquíes… entre los bosques de niebla. 

El grupo se iba dispersando con la longevidad del camino. Los entusiasmos permanecían, las risas, saberes al continuar con nuestra fuerte visión, el intercambio de mundos mientras tejemos país. Un proyecto, una visión, una planta, un ave, una nube, un cerro, un aliento, una risa, un tobillo doblado, unas botas con lodo, calor y un segundo de frío al descansar, ayu para mambear, un tanto de agua, otro tanto de almendras o maní, otro chiste limpiando el sudor; las palabras de aliento para el que viene detrás: “mira… una orquídea”. “¡Cuidado con esa roca que está lisa!”; y el esperanzador y conmovedor: “¿Cómo vamos?”, que acompaña los pasos de cada montañista, tanto a la vieja guardia como los novatos. 

Un instante de calma. Se comparten frutos secos. Pensamos: “¿Dónde están los otros?”, mientras miramos hacía el canalón por el que acabamos de subir, viendo desde arriba como si hubiese sido un tramo sencillo y pausado, cuando en realidad las rodillas se turnan para temblar. Esa pausa necesariamente revitalizante y… de pronto… como llevándonos al encuentro de un dinosaurio, se rompe el cielo con el vuelo del guardián de los vientos. “¡MÍRALO!”, grita quien lo ve primero. Todos voltean los ojos y lo persiguen. 

Usando las corrientes calientes del aire, el cóndor comienza a dar vueltas sobre nosotros, posando para nuestros admirados corazones y lentes. Una y otra vez, tan cerca de esta vida que queríamos guardarlo como un acto solemne de lucha, como si se tratase de una invitación a permanecer en esta decisión y fortaleza. Las cámaras se escuchaban chapaleando, una, otra, la siguiente y el guardián rodeaba nuestra vista. Cerro Morrogacho, con sus escarpados ojos, que siempre cambiaron de mirada mientras subíamos; se entrelazaban con la inmensidad del cóndor. Los radios intentaban comunicarse y decían: “Cóndor a la vista”, y respondían con el entusiasmo correspondiente: “Lo estamos viendo”. Iba y volvía, dueño de un cañón que estaba alcanzando los 3000 metros sobre el nivel del mar. Nuestro anfitrión se deslizó tras una colina poblada de encenillos y partió con una despedida majestuosa. 

El camino más pedregoso y el cañón más profundo, a medida que ganábamos altura. Nos rodearon bosques de alisos, arrayanes, robles y dragos; por fragmentos y, debido a la altura, árboles de trompetos que atraían aves montañeras. Uno de nuestros guías nos dijo: “Esto es territorio de la danta”. Los ojos del grupo se pusieron alertas, sin siquiera importar el agotamiento de los cuerpos o el sudor que corría por la espalda. En el silencio del descanso, alguien logró ver una débil niebla verde, una parvada de loritos de los nevados. 

Llegamos a la finca La Argentina donde doña Gloria y don Javier nos recibieron con sus sagaces comentarios de doble sentido. Agua de panela caliente como último impulso, para la hora que nos faltaba hasta el destino del primer día. Doña Gloria sarcástica, se burlaba del grupo amablemente y le decía al guía: “A usted le gusta más arriba porque es más bonito”. Algunos reían. La felicidad de estar en una acogida tras la casi interminable densidad de los montes, se asemejaba a una realidad sencilla, donde solo lo necesario para sonreír tiene sentido. 

Ya la tarde se volvía azul y temerosa, subiendo por potreros vigilados entre los bosques que hacen la transición al páramo. Precipitadamente, la noche se apoderó del camino. Las linternas de cabeza empezaron a parpadear entre las rocas. Esperábamos al otro. Puedes estar tan a gusto a servicio del viento y las sombras de los bosques, bajo una soledad inmensamente gratificante, pero piensas: “¿Dónde están los demás?”. La montaña es una catarsis de aislamiento, pero te demuestra cuánto importa el sonido de quien nos sigue los pasos, o quien está delante marcando el camino, dando impulso. Las montañas descubrimos cuánto nos importa el otro. 

Finalmente, llegamos a la finca Buenos Aires, donde pernotamos aquel día. Con la bella recibida de la oscuridad y esa esperanza de descargar morrales, comida caliente, más agua de panela y la risa imperecedera de doña Blanca y don Enrique. El grupo fue entrando en la cocina, a penas iluminada por una lamparita fluorescente y el fuego del horno. Entre historias y calor, decisiones y una oscuridad acogedora, disfrutamos de la comida que una familia de montaña nos entregó. 

Por un instante el cansancio tuvo un gran valor. Alguien… que éramos todos… rio. 

Los planes para la siguiente jornada se trazaron en relación al nivel de agotamiento del grupo, y nos dividimos en dos equipos pequeños, uno que saldría a las 3 am, esperando encontrar un amanecer despejado, con la promesa de la cumbre del volcán, desde donde se tiene una panorámica de 360° del Parque Nacional Natural Los Nevados, oportunidad que todos los fotógrafos del grupo, no podían desaprovechar. El segundo equipo, partiría a eso de las 6 am, para darle mayor tiempo de sueño y merecido descanso. 

Cuando llegó el momento de salida del primer equipo, algunos pocos de quienes se quedaron en cama, susurraron al juego de linternas que se movía en la casa: “¡Suerte!”. Ante la oscuridad de la madrugada, una cuadrilla de sombras partió hacia el volcán. La luna brillaba inconfundiblemente detrás de la cortina de niebla, los cuerpos parecían colgados de la noche, mientras los pasos de la otra persona, sonaban como un tambor irregular. La luna fue devorada por las nubes y el camino era tan oscuro, que fue entonces el momento de encender nuestras linternas frontales.

Cruzamos la quebrada Cárdenas y el páramo empezó a dibujarse entre las siluetas de la oscuridad. Redondos frailejones se distinguían sobre la arista, que nos superaba por más de 60 metros. Luego las linternas nos revelaron los frailejones junto a nosotros. Ahora el páramo se extendía hasta la cumbre del volcán. La marcha se hizo cada vez más agotadora, pues la loma tomaba vigor y el suelo que cruzábamos, era blando y erosionado por ganado y lluvias. Siempre es sorprendente encontrar estiércol de vaca en los páramos, algo que ahora es impensable, luego de entender lo frágil he importante que es este ecosistema de alta montaña.

Estuvimos dando vueltas en la oscuridad, intentando salir de un laberinto de frailejones, que habían confundido a nuestro guía. Algo, bastante fácil, pues los bosques de los páramos son tan similares y es difícil encontrar puntos de referencia cuando la vista no supera los dos metros, lo que ocurría debido a una capa de neblina que se apodero del valle. Sin embargo, la motivación nos sacó, no sin esfuerzos, de un pequeño collado formado por la quebrada Cárdenas, antes de encaramarnos en la aparente llanura que nos separaba de los arenales del volcán. 

Sobre la levemente empinada senda por donde continuamos, el amanecer se asomó de sopetón, dejando sobre el firmamento azul, débiles siluetas de violeta y fucsia, que se escaparon con prontitud entre las nubes. Pero la luz era lo suficientemente fuerte, como para permitirnos apreciar la forma del valle perfectamente formado en una alargada “U”, producto de las erupciones volcánicas y las glaciaciones, que moldearon no solo la geografía del Volcán Paramillo de Quindío, sino de todo el Parque Nacional Natural los Nevados y la mayor parte de las cotas altas de nuestros Andes. 

En lo profundo, al borde de las rampas de arena hacia las cimas, veíamos el alucinante cráter del volcán. Una red de arenas movedizas y cojines del humedal, donde justamente aflora la quebrada Cárdenas, conocidos también como Pantanos del Quindío. Verdes metalizados y fríos, que se entrelazaban con los marrones intensos y ocres, de las arenas. No fue sorprendente, que nos quedáramos alrededor de una hora entre ese deslumbrante paisaje. De igual forma, el helado viento que confluía en el cráter nos expulsó enviándonos hacia la cima, advirtiéndonos que las condiciones no serían nada favorables en las alturas, pues fuera de los pequeños parpadeos de la luna en la madrugada, y las vetas de violeta del amanecer; la marcha del día solo nos entregó ráfagas de viento y densa niebla. 

Justamente, el viento fue clave a medida que comenzamos a subir por los arenales, adentrándonos en un universo de colores pasteles, donde la vegetación fue desapareciendo y encogiéndose. Todo parecía templado al viento, como si no hubiese chance para moverse, al igual que nuestros dedos rígidos por las navajas de frío. Las siluetas de aristas de roca y paredes, se fueron develando al cruzar la espesa blancura. Cada vez que ganábamos altura, el viento infringía presión sobre nuestros cuerpos, pero no acurrucándonos y llevándonos al suelo, por el contrario, como un esperanzador empujón, nos abrazó por la espalda cada vez más arriba, más y más arriba… Hasta que finalmente, nos encontramos con el otro lado de la montaña. 

Sobre un hermoso filo donde los colores ocres resaltaban, a pesar de la espesa niebla, continuamos pasando de una antecima a otra, casi estando a punto de cantar victoria en cada una de ellas. Y sin previo aviso, sin estar del todo seguros, encontramos con un número formado por rocas apiladas, sobre un pequeño planchón, en el punto donde la montaña no crecía más, que decía: 4750. 

No se hicieron esperar los festejos y abrazos, y con bastante rapidez, debido al violento clima y las esporas de lluvia que comenzaron a reventar en nuestra piel; sacamos la bandera de Cumbres Blancas, una rápida foto de grupo y emprendimos el descenso, el cual fue bastante rápido, pero mucho más cuidadoso. 

Al acercarnos a la base de los arenales, nos topamos con el segundo grupo en su camino a la cumbre. Risas y anécdotas, no pasaron de largo, pero el clima no nos dio chance de compartir más y debimos separarnos, dándonos esa energía que nos caracteriza. Más abajo, ya en medio del páramo, bajo un sol abrazador de mediodía, por la radio escuchamos la noticia de felicidad del segundo grupo: “¡Cumbre Paramillo del Quindío!”. 

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