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ni una menos editorial
Photo Credits: Truthout.org ©

Causa de la muerte: ser mujer

Mueren solas. A veces sus cuerpos y almas ya están marcados por cicatrices viejas dejadas por golpes y maltratos. Su culpa es amar demasiado, amar a la persona equivocada, nacer en la casa equivocada, o tener una sonrisa abierta y la inocencia de quien no se imagina el mal. Son mujeres, en su mayoría jóvenes, a veces niñas o apenas adolescentes. Sufren y mueren víctimas de una mentalidad machista, paternalista, enraizada hasta en los países que parecieran más democráticos y avanzados. Sociedades en las cuales el cuerpo de la mujer es considerado territorio de conquista, un bien común. De él deciden la familia, el esposo, las religiones.

A pesar de todo, la mujer sigue amando, sigue confiando, sigue culpándose.

Desde que empezó el año, en América Latina, hubo más de 280 femicidios. Seguramente más porque en muchos casos y en varios países no los tipifican de esa manera y por lo tanto quedan fuera de las estadísticas.

Desde enero hasta finales de mayo, solamente en Argentina, 133 mujeres fueron víctimas del odio. Murieron por el simple y sencillo hecho de ser mujer. Estamos hablando de un asesinato cada casi 27 horas, una cifra mayor de la que denuncia en su documental Cada 30 horas, la cineasta argentina Alejandra Perdomo.

Invitada a participar en el Congreso Latinoamericano LASA que se desarrolló en Boston, Perdomo vino a Nueva York para presentar su trabajo también en el Consulado General de Argentina. La acompañaba Jimena Adúriz, mamá de Ángeles Rawson, Mumi, como le decían en casa, una joven de 16 años quien fue al gimnasio y nunca regresó con vida. Fue asesinada, tras un intento de violación, por el portero, una persona de extrema confianza quien trabajaba en ese edificio desde hace 11 años y conocía a Ángeles desde que tenía cinco. El cuerpo fue encontrado, por simple casualidad, en una bolsa de basura en una planta de reciclaje manual. Si, como esperaba el asesino, hubiese ido a un reciclaje mecánico ese cuerpo hubiera desaparecido para siempre.

La muerte de Ángeles fue como la gota que rebosó el vaso. Tras tantas violencias, tantos homicidios, tanto dolor, la indignación desbordó y nació el movimiento Ni una menos. Una consigna que en los años se ha transformado en un grito internacional contra la violencia de género.

Jimena Adúriz, con entereza admirable y un dolor silencioso, palpable, que queda intacto y, como confesó ella misma, “a veces brota con la violencia de una erupción porque esos duelos no los mitiga el tiempo”, se dedica hoy a ayudar a otras mujeres víctimas de violencia, a tratar de evitar que más familias pasen por su misma tragedia y a trabajar con el Ministerio de Justicia para que esos delitos no queden impunes. Su lucha no ha sido en vano. En estos años, desde la muerte de su hija en 2013, hasta hoy, ha creado, junto con otros, el grupo Para que No te Pase, primer paso hacia la constitución de una Ley de Víctimas con la cual se logró, por primera vez, que se asegurara la protección integral de las víctimas. Actualmente Adúriz forma parte del Observatorio de Ley de Víctimas que tiene como objetivo controlar la aplicación de la ley y ofrecer ayuda en cada una de las etapas del juicio.

Es un rol mucho más importante de lo que cualquiera pudiera imaginar. Los delitos contra las mujeres, que hasta hace poco todavía eran considerados delitos pasionales, pocas veces logran la justicia que merecen. Casi nunca hay leyes ad hoc, ni los jueces, hombres y mujeres, ni los policías, están entrenados para hacerles frente y, a pesar de las denuncias, todavía es difícil evitar la reincidencia de la violencia. En la mayoría de los casos las mujeres y sus familias están solas. Y, peor todavía, cada vez que la víctima es una mujer, una parte de la sociedad y muchos medios amarillistas prefieren apuntar el dedo contra ella en lugar de hacerlo contra el asesino. Critican su manera de vestir, su modo de andar, si estaba sola de noche o había viajado sin compañía.

Las mismas mujeres, educadas con esa mentalidad, la aceptan y perpetúan. A veces empiezan a permitir pequeñas humillaciones desde sus primeros amores. No imaginan cuán invisible pueda resultar la frontera entre un insulto, una leve bofetada, y los maltratos más graves. Confunden los celos con el amor y no son capaces de poner límites a un control que se vuelve cada día más opresivo hasta volverse violento y muchas veces mortal.

El “no” de una mujer sigue siendo para muchos una palabra vacía y sin valor.

Las estadísticas indican también que, en muchos casos, los violadores fueron ellos mismos víctimas de violencia en su niñez. Para cortar ese círculo perverso, la sociedad debería prever una asistencia psicológica que permitiera, en lo posible, evitar que de adultos transformen su dolor en más dolor.

No hay diferencias de clase social ni de educación para la violencia de género aunque muchas veces las mujeres de clase media y media alta no denuncian por vergüenza o sencillamente porque temen al esposo maltratador conscientes de sus conexiones y poder.

Pensar que la violencia es algo que no nos concierne a todos es un error de enorme magnitud. Ese peligro está al acecho, siempre. La única manera de limitarlo es uniéndonos, trabajando como si todos fuéramos unas víctimas. Hay que denunciar, explicar, educar. En las casas, en las escuelas, en las Universidades, en cualquier espacio cultural. Las mujeres, los niños y las niñas, deben saber como defenderse, como anticipar lo peor y, si ya son víctimas, deben sentir que no están solos.

Valioso, realmente muy valioso es el trabajo que realizó la directora Alejandra Perdomo con el documental Cada 30 horas, que da una voz y un rostro a tantas víctimas y a sus familias.

Y aún más admirable es la lucha de personas como Jimena Adúriz, quien al transformar su dolor en activismo y su desespero en lucha, logró marcar una gran diferencia, un antes y un después. Escuchar de sus labios no solamente la narración de la tragedia que comporta la pérdida de una hija a manos de un violador y un asesino, sino todo lo que significa enfrentar el proceso, las calumnias machistas de una parte de la sociedad que vuelca sobre la víctima una curiosidad morbosa alimentada por la prensa amarillista y de un sistema judicial que no siempre termina con una condena justa, nos permitió conocer muchas facetas de una misma desgracia. Jimena nos dio la posibilidad de vivir junto con ella el desgarro de padres, abuelos, hermanos, obligados a mirar en la cara al asesino quien ensució con sus manos el cuerpo adolescente y lleno de vida de una joven. Pudimos sentir en nuestra propia alma la indignación que vivieron al escuchar sus declaraciones de inocencia a pesar de las pruebas abrumadoras de ADN en su contra.

Adúriz ha logrado, con su determinación y fuerza, evitar que Ángeles se transformara en un mero número de estadística. Ella emprendió esta lucha para sobrevivir a un dolor que mata, para evitar que su hija se convierta en un “caso”, sin nombre, sin rostro. La protege día tras día de otras violaciones, de otras muertes.

Cuando Ángeles cumplió 15 años pidió como regalo venir a Nueva York con su mamá cuando llegara a los 18. No lo logró.

Viajaron su madre y su abuela, para recordarla, para que nadie la olvide, para ser su voz. Para que ese Ni una menos se transforme en una consigna compartida, en una lucha de todos. Porque nadie está a salvo de la violencia.

Solo juntos podremos evitar que una mujer sufra y muera por el simple hecho de ser mujer.


Photo Credits: Truthout.org ©

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Carlota
Carlota
4 years ago

Es desgarrador lo que acabo de leer, pero lamentablemente es la triste realidad. En pleno siglo XXI la mujer aún no logra ser escuchada. Todavía se la ve como a un objeto, a un ser que no tiene derecho a luchar ni a defenderse.
Tomará mucho tiempo cambiar la mentalidad porque el machismo no conoce respeto y esa mentalidad ha sido transferida desde los abuelos a los padres y a los hijos. La sociedad tiene que transformarse y tomará un tiempo inmenso, pero no hay que darnos por vencidas.

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