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Photo by: Freddy Castiblanco

Carlos Aguasaco: la poesía es lo que tiene de humano el humano

Tenía apenas 16 años cuando la poesía tocó a su puerta, huésped inesperada, entró con la fuerza de un ventarrón y despeinó su alma. Desde ese momento Carlos Aguasaco supo que los versos habían llegado para quedarse y que a ellos dedicaría su vida. 

Originario de Bogotá, Colombia, nació en unos de los barrios más humildes de la ciudad, esos de los cuales pocas veces se logra salir para ascender la escala social. Su hogar, a pesar de la pobreza, fue cálido, amoroso y Carlos lleva consigo el recuerdo de los sabores y olores que acompañaron su infancia y adolescencia. “En Nueva York hay muchos restaurantes colombianos, pero ninguno hace los frijoles como mi mamá o las empanadas como mi abuela”. Nos dice Aguasaco con una sonrisa.

A pesar de un destino que parece asignado desde el nacimiento en un país en el cual la sociedad está dividida por estratos, la poesía, la ilusión de ser poeta y de publicar sus libros, fueron aliciente suficiente para que se dedicara a estudiar y se graduara en literatura. Con el tiempo la realidad llegó a superar todos sus sueños.

Carlos Aguasaco, director del departamento de Estudios Interdisciplinario de la Universidad de Nueva York CUNY, ha escrito poemas, ha publicado libros y ha instaurado un diálogo en versos con poetas de otros mundos al organizar un Festival en el cual se mezclan idiomas y culturas diferentes.

Carlos Aguasaco

Su último libro Cardenal en mi ventana con una máscara en el pico, traducido al inglés por la profesora Jennifer Rathum, ha ganado el Premio Ambroggio de la Academia de Poetas Americanos. Un reconocimiento muy importante ya que es el único premio anual que da esta institución a poetas cuya primera lengua no es el inglés.

El libro fue editado por la Universidad de Arizona y en marzo Aguasaco irá a Tucson para participar en el Festival del libro de esa ciudad. 

“Es un Festival de frontera y me han invitado a participar en una mesa sobre poesía como una forma de protesta”.

La protesta en el libro de Aguasaco es sutil, venada de amargura. Cada palabra rinde homenaje a todas aquellas personas que quedan relegadas en el canto oscuro de la historia, a los inmigrantes del mundo quienes, al igual que él, se atreven a perseguir un sueño. Con sutileza y la fuerza de la síntesis y de la musicalidad que solo la poesía es capaz de dar, en el poema Ota No[B]enga el mexicano, hace un paralelismo entre el niño de 2 años que lloraba en una jaula donde lo había condenado la cruel política migratoria del gobierno Trump, con el adolescente congolés Ota Benga quien a comienzos del siglo pasado fue enjaulado y expuesto al público en el zoológico de Brooklyn.

Dos flores de Cardo Santo en el desierto de Arizona, recuerda a los padres que encuentran la muerte mientras cruzan ese desierto tratando de pasar la frontera. “Allí donde quedan sus cuerpos crecen flores de Cardo Santo. Los inmigrantes abonan la tierra de este país, cuando están vivos, con su trabajo y cuando están muertos con su cuerpo. El libro está dedicado a todos ellos, a esas personas quienes, con su trabajo silencioso, destinado a desaparecer en el olvido, nos permiten tener casas, calles, comida en la mesa o el agua en los grifos, sin necesidad de caminar kilómetros como hacíamos en Colombia”.

En su anterior libro, Poemas en el metro de Nueva York, Aguasaco habla de su historia personal, de sus emociones, sentimientos, reflexiones que hizo en ese tránsito, que él mismo define “agridulce”, del emigrante que se aleja de su país para insertarse en otro.

“La primera vez que llegué a Nueva York fue para visitar a mi esposa, quien en ese momento era mi novia, y que iba a cursar una maestría en filosofía. La llegada fue muy dura. Yo no hablaba ni una palabra de inglés y cuando el funcionario de inmigración que me recibió en el aeropuerto me preguntó mi profesión y le dije que era profesor, me contestó que no era posible que un profesor no supiera hablar inglés. Inútiles fueron mis protestas. Me pidió una prueba y yo no sabía qué hacer. ¿Quién puede imaginar, cuando va de vacaciones, que debe llevar una prueba de su trabajo? Veía a todo el mundo salir mientras yo quedaba estancado con el funcionario. Finalmente recordé que en mi valija de mano llevaba un libro en cuya contraportada estaba una crítica mía. Se la mostré y de inmediato la actitud del funcionario cambió. Me dejó pasar. Pero, cuando llegué al control de las maletas, vi que a los colombianos nos ponían en fila, apartados de los demás. Era el 1999 y los funcionarios en esa época eran muy toscos. Para su manera de pensar yo llenaba muchos estereotipos que me convertían en un sospechoso. De nuevo sentí en mi piel la humillación de la impotencia cuando sacaron todo de la maleta, desparramaron mis vestidos, mi ropa interior y hasta rompieron un par de zapatos para ver si había algo en la suela. La puerta de vidrio se abría y se cerraba y podía ver a mi novia fuera esperándome. Fue muy doloroso tener que agacharme para recuperar todas mis cosas y meterlas de nuevo en la maleta”.

Olvidar ese primer trago amargo no fue difícil cuando finalmente pudo salir, encontrar a su novia y disfrutar de su vacación. “Me parecía estar viviendo un sueño”.

Cuando llegó el momento de la separación Carlos decidió quedarse. Al ser la novia estadounidense de nacimiento, se casaron. En el mientras la esposa no fue aceptada para el master, sino para el doctorado, es decir para estudios que se prolongarían durante cinco años.

Tras tomar la decisión de quedarme en Nueva York, empecé a toparme con la dureza de la vida del inmigrante. Busqué y conseguí trabajos humildes. En el mientras estudiaba inglés. Pero la poesía nunca me dejó, hasta los ladrillos que ponía en una construcción, dentro de mí se convertían en versos. No importaba el trabajo que tuviera que hacer para vivir, yo seguía recitando y creando poemas”.

Carlos Aguasaco

A los dos años de haber llegado a Nueva York ya Carlos tenía un buen nivel de inglés y le surgió la oportunidad de ser profesor de español en una escuela de artes integradas de Harlem.

“Es una escuela muy interesante. La directora quería que cada uno de los profesores practicara un arte, había quien tocaba un instrumento, quien hacía teatro. Yo escribía poesía. En un primer momento los alumnos no me prestaban atención, aparentemente no les importaba aprender español. Siguiendo el consejo de la directora un día les conté mi historia de inmigrante, les hablé de mi país, de mi vida, de mis sueños, y desde ese momento empezaron a prestarme atención. Luego los invité a la biblioteca a leer poemas y fue un éxito. Cada viernes esa biblioteca se llenaba hasta reventar y los jóvenes se quedaban horas conmigo. Leíamos, escribíamos, y lo hacíamos en diferentes idiomas. Reuníamos todo ese material en pequeños libros hechos a mano, esos que hoy las editoriales llaman cartoneras. Fue una experiencia importante y, aunque parezca un lugar común, puedo decir con honestidad que aprendí mucho de esos estudiantes. Por ejemplo, aprendí el valor de la justicia. Ellos no se oponían a los castigos, lo único que pedían era que fueran justos y confieso que conocían el reglamento mejor que yo al punto que ellos mismos me indicaban lo que tenía que hacer cuando rompían alguna regla. También valoraban la libertad de expresión y la importancia de la inclusión, del respeto hacia la otredad. Fue muy impactante para mí y entendí que, si bien este país no sea el más justo, hay sin duda una gran aspiración de justicia”.

Finalmente, Aguasaco decidió estudiar aquí el máster y el doctorado y cuando lo llamaron para trabajar en la Universidad sintió que había sido un inmigrante privilegiado. Nos repite varias veces: “Tuve mucha suerte, de verdad, mucha suerte”. Y para reforzar esa constatación sigue: “Hago el trabajo que siempre soñé, enseñar y escribir. La Universidad alienta mi desarrollo personal, me respeta, me permite dar clases sobre temáticas relativas a Latinoamérica como por ejemplo cine mexicano. Me ayuda cuando tengo que salir del país para alguna presentación de mis libros que ya están traducidos a varios idiomas. Es algo que aprecio muchísimo”. 

La primera experiencia que hizo con los alumnos de High School de Harlem, encontrando un hilo conductor entre personas diversas a través de la poesía, se transformará más tarde en un Festival de Poesía anual que organiza su departamento de la Universidad en colaboración con el Instituto Cervantes, la casa de Walt Whitman en Long Island y el Consulado de Argentina.    

“Convencidos en nuestro departamento de la importancia de ser incluyentes y siguiendo el precepto de una ex Rectora quien decía que nunca puede existir excelencia si no hay inclusión, decidimos organizar este Festival anual. Han participado más de 250 poetas, quienes recitaron en más de 25 idiomas, en representación de más de 40 países. Si bien los poemas estén traducidos al inglés para que todos puedan entenderlos, siempre hay alguien en el público que aprecia su lectura en la lengua original. Es una experiencia muy enriquecedora escuchar declamar versos en parsi, en árabe, en quechua, en maya. Sin duda Nueva York es la ciudad perfecta para hacer algo así si consideramos que aquí se hablan 180 idiomas”.

Carlos Aguasaco

La poesía pareciera caminar por senderos que corren paralelos con los de la tecnología, tan presente en nuestros tiempos. Nunca deja de atraer a personas diferentes, en especial a los jóvenes. Algunos pensarán que apreciar tecnología y poesía al mismo tiempo es un oxímoron, pero la realidad demuestra que es la normalidad. Afortunadamente, la poesía lejos de morir se regenera y es siempre más fuerte y necesaria.

“La poesía es lo que tiene de humano el humano. Todos los seres, aunque no escribamos poemas, tenemos sentimientos verdaderos, puros. Como decía el poeta José Asunción Silva la poesía aspira a destilar esos sentimientos puros. No termina porque estamos vivos y aunque fuera una máquina en escribirla lo importante no es el escritor sino el lector. La pérdida de lo humano sería la pérdida de la activación del arte y viceversa. Nos volveríamos como esas esculturas griegas que están enterradas bajo tierra. Por más hermosas que sean nunca volverán a ser esculturas hasta el día en el cual encontrarán su realización en la mirada de los humanos”.    

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