Ni la más pequeña luz ha podido esclarecer la oscuridad de la noche del 26 de septiembre de 2014 que engulló, para nunca más devolverlos, a 43 jóvenes estudiantes de la escuela rural de Ayotzinapa. La mayoría de ellos cursaba el primer año de bachillerato y pretendía apoderarse de unos autobuses con los cuales llegar a la capital y participar en la conmemoración de la masacre de Tlatelolco, prevista para el 2 de octubre.
Esa misma aciaga noche, el alcalde de Iguala, José Luis Abarca Velázquez, y su esposa, María de los Ángeles Pineda, festejaban los “logros” de ella como directora local del Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF). Ambos, pero sobre todo María de los Ángeles Pineda, habían sido acusados repetidas veces por sus vinculaciones con el grupo criminal Guerreros Unidos. Hasta esa noche habían logrado mantenerse en el poder a punta de amenazas, violencia, corrupción, pero la resonancia nacional e internacional que siguió la desaparición de los normalistas ha sido tan fuerte que fue imposible ocultar más tiempo esas conexiones y en noviembre la pareja fue finalmente arrestada.
Entre el 26 y el 27 de septiembre de 2014 también fue atacado un autobús con un grupo de jóvenes que regresaba de un partido de futbol. En total, además de los 43 estudiantes desaparecidos, esa noche murieron seis personas más, una de ellas brutalmente torturada y mutilada, y fueron heridas otras cuarenta. Uno de los jóvenes recibió una bala en la cabeza y todavía está en coma; otro quedó desfigurado tras unos disparos en el rostro que le han obligado a someterse a varias intervenciones de cirugía reconstructiva.
Solamente el valor de los padres y la indignación de una comunidad, que como tantas otras tiene que sobrevivir entre el terror del narcotráfico y la corrupción de los políticos, ha logrado evitar que el manto de la indiferencia arropara estas desapariciones, como ha pasado y sigue pasando con muchas otras.
El horror por el ataque a los estudiantes ha destapado otros muchos horrores obligando a develar fosas comunes que conservan los restos de inocentes torturados, masacrados, violados, por el poder sin alma que viaja en cada gramo de droga. El caudal ilimitado de dinero que llega a las arcas de los carteles mexicanos, gracias a los consumidores de los países del primer mundo y sobre todo de Estados Unidos, les permite mantener un estado dentro del estado con leyes propias y verdugos independientes.
El fiscal Alfredo Higuera admitió en estos días que han sido ubicados cuarenta nuevos lugares con posibles fosas clandestinas gracias a una tecnología sofisticada llamada Libar, cuyo uso habían recomendado los expertos del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) ya en octubre del 2015. ¿Por qué tardaron tanto en seguir ese consejo? ¿Cuántos cadáveres inocentes esconden esas fosas? ¿Estarán allí también los cuerpos de los jóvenes desaparecidos?
Hace algunos días, en vísperas de un nuevo aniversario de ese triste suceso, el máximo responsable policial que dirigía la investigación del caso, Tomás Zerón, presentó su renuncia al cargo. Contra Zerón pesan fuertes sospechas de colusión con los hechos y la Fiscalía ha abierto una investigación para esclarecer posibles irregularidades suyas y de sus agentes. Las sospechas surgen a raíz de un documento elaborado por el GIEI, constituido por cinco peritos internacionales, con reconocida trayectoria en el ámbito de los derechos humanos, llamado por los familiares de las víctimas, para ayudar a esclarecer los sucesos de esa noche e individuar a los culpables. El GIEI, cuya intervención, en un primer momento, fue aceptada por las autoridades mexicanas, pronto se transformó en un problema para el gobierno, las fuerzas policiales y el mismo Ejército. Ya a partir del primer informe los expertos se distanciaron de la versión oficial según la cual un grupo perteneciente al cartel Guerreros Unidos, en connivencia con el alcalde de Iguala y miembros de la policía municipal, habría atacado el autobús de los estudiantes tras haberlos confundido con miembros del cartel rival Los Rojos.
El GIEI no solamente disentía con ese lineamiento sino que, además de denunciar a Zerón y a otros miembros de la policía municipal de Iguala, por considerar que habían creado falsas pistas y estaban tratando de dilatar la investigación, también apuntaba el dedo contra el Ejército, acusado de pasividad.
Demasiados enemigos juntos. Los expertos del GIEI tuvieron que dejar el país ya que las autoridades no les renovaron el permiso para seguir investigando. Sin embargo, antes de irse presentaron un informe purísimo en el cual se denunciaron las maniobras de las autoridades mexicanas vueltas a obstruir la investigación.
La pequeña luz de justicia que pareció divisarse tras la renuncia de Zerón al cargo como Jefe de la Agencia de Investigación Criminal (AIC), se apagó rápidamente cuando la presidencia lo nombró Secretario Técnico del Consejo Nacional de Seguridad Pública.
John Gilber, periodista estadounidense radicado en México, tras una intensa investigación publicó el libro “Una historia oral de la infamia” (Grijalbo, Sur+, 2016) en el cual, a través de documentos y testimonios, trata de reconstruir lo que ocurrió en esas horas. Sin embargo, nadie, hasta el momento, puede saber toda la verdad.
La noche de la desaparición de los normalistas sigue envuelta en la negrura espesa de la injusticia. En estos meses poco ha cambiado, pero tampoco ha cedido el valor de las familias, de los amigos, de la comunidad entera y de la mayoría de los mexicanos quienes, día tras día, luchan por un país mejor dentro y fuera de sus fronteras. Ellos, quienes hoy recuerdan a los jóvenes con manifestaciones diversas en México y en otras ciudades del mundo, no permiten que el olvido se cierre sobre este caso al igual que sobre muchos otros similares. Es una lucha terriblemente dispar, no solamente contra el poder estatal, regional, policial y militar, sino también contra el olvido inevitable que conlleva la masa de informaciones nuevas que entierran bajo capas de polvo las más viejas.
ViceVersa Magazine se une, hoy, al duelo de las familias de los desaparecidos y al de todos los mexicanos de nuestra comunidad quienes, con su trabajo, empeño, seriedad y creatividad, se han transformado en parte vital del crecimiento de Estados Unidos.
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