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Women and children, Herat, Afghanistan
Photo by: Marius Arnesen ©

Afganistán: prohibido el silencio

Años y años de guerras, más o menos evidentes, pero no por eso menos cruentas, han caracterizado la historia de Afganistán. País creado por tribus nómadas nunca ha logrado una unificación real, más allá de la que impusieron los gobernantes de turno. Su posición estratégica en el corazón del continente asiático ha sido su maldición. Transformada en tierra de conquista sufrió la invasión de persas, rusos, ingleses en el siglo XIX y en el XX de la Unión Soviética y Estados Unidos, en un crescendo de errores estratégicos, fruto del escaso o nulo conocimiento del país y de su gente. 

Estados Unidos fue la primera nación que sufrió las consecuencias dramáticas de esos errores cuando, al amparo del primer gobierno talibán, los terroristas islámicos tuvieron la libertad de profundizar su preparación bélica y su fanatismo religioso y de organizar los atentados del 2001.

A pesar de las guerras y de los diferentes gobiernos un hilo conductor resultó prácticamente imposible de erradicar en su totalidad: la sumisión de las mujeres.

Mientras en las ciudades más grandes sus derechos ondearon entre períodos más felices y otros mucho más oscuros, en las áreas prevalentemente rurales y alejadas de la capital, la vida de las mujeres dependía de los jefes locales, de la religión y de la tradición.

A pesar de todo, los cambios que se implementaron a nivel de gobierno central, poco a poco, estaban transformando las situaciones más rígidas, cuando menos ofreciendo una plataforma legal que permitía alguna esperanza. Cada vez más mujeres llenaron los salones de clase tanto de primaria y bachillerato como de las Universidades. Muchas ocuparon posiciones importantes en todos los sectores de trabajo y también en la política, siendo para las demás un ejemplo a seguir.

Los tiempos oscuros del gobierno talibán que consideró a las mujeres poco menos que animales reproductivos sin derechos, sin posibilidad de estudiar y mucho menos de trabajar, parecían pertenecer a un pasado cada vez más remoto, un pasado que las nuevas generaciones, afortunadamente, no llegaron a conocer.

Hasta ahora. Una vez más los errores de otros países están repercutiendo dramáticamente en la población local que quedó a merced de un segundo gobierno talibán.

Sin duda es cierto que el gobierno afgano, así como muchos mandos militares y civiles, fue durante años un pozo sin fondo de corrupción. Es igualmente cierto que las reformas de la sociedad no pueden ser “exportadas” sino que tienen que ser expresión de esas mismas sociedades. Sin embargo, es incuestionable que 20 años de historia son pocos para construir un país, que un mayor control de la corrupción hubiera sido posible por parte de quien tenía la responsabilidad de erogar el dinero y que todos sabían que la retirada de las tropas estadounidense iba a dejar el terreno libre para un regreso de los talibanes.

¿Fue para volver al punto de partida, que murieron los soldados americanos y de los países aliados? ¿Fue para dejar de nuevo un país en manos de un gobierno que, muy probablemente, dará cobijo al terrorismo islámico y pisoteará los derechos humanos? 

Una vez más la hipocresía diplomática entró en acción y los gobiernos prefieren creer en la propaganda, excelente por cierto, de los talibanes quienes prometen ser ovejas sin que nadie se tome la molestia de ver al lobo escondido debajo de su piel.

Poco importa que ya en las ciudades en las cuales entraron las tropas talibanas las mujeres estén sufriendo los primeros abusos, que en algunos trabajos y universidades no las hayan dejado entrar, que las estén buscando casa por casa para hacer un mapeo del universo femenino, que los padres las mantengan relegadas en sus hogares aterrorizados de ser ellos mismos víctimas de la furia talibana por haber permitido a sus hijas, hermanas, esposas estudiar y trabajar.

Una vez más priman los intereses internacionales. China y Rusia están buscando aprovecharse de la salida de los estadounidenses mientras estos últimos tratan de sacar del país a sus ciudadanos, diplomáticos y civiles.

Pronto, demasiado pronto, los media de todo el mundo que hoy dedican páginas y horas de transmisiones radiales y televisivas a los acontecimientos afganos, dejarán de hacerlo. Poco a poco el olvido y el silencio taparán los dramas humanos que se desarrollarán en esa tierra.

Para las mujeres significará el verdadero comienzo del infierno. Poco importa si en estos últimos años trabajaron duramente para ser unas profesionales respetadas, o que hayan crecido en familias que aprecian y estimulan su inteligencia y deseo de conocimiento. En cuanto el resto del mundo dejará de verlas, de denunciar la violación de sus derechos, de contar sus historias, volverán a ser sombras cubiertas por los burkas.

Como bien dijo en el País la columnista y ex directora Soledad Gallego-Díaz “No permitamos que suceda lo que está a punto de suceder”.

No podemos permitirlo. Es importante que las mujeres in primis pero no solo, evitemos ese silencio, esa indiferencia. Hay que construir una extensa red de solidaridad. En España las periodistas y escritoras Soledad Gallego-Díaz, Rosa Montero, Maruja Torres y Gabriela Cañas lanzaron un manifiesto en el que hacen un llamamiento urgente a la comunidad internacional para ayudar al pueblo afgano y en particular a las mujeres. Es importante participar.

Defender el derecho y la dignidad de una mujer, esté donde esté, significa defender el derecho y la dignidad de todas.


Photo by: Marius Arnesen ©

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