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Maria del Rosario Lara

ZENON (Parte II)

IV

Zenón vislumbra las lejanías, las ausencias y las soledades.  A veces se pone triste sin razón alguna.  ¿Será que carga con el fardo de la congoja familiar?  Cuando se pone triste se va al cuarto y deja caer todo su cuerpecito en la cama.  Es un tronco desplomándose en caída libre sobre una pradera cubierta de colores brillantes que imitan las fachadas de casitas ya muy desdibujadas por el uso de la frazada.  Zenón ha visto la pena de su madre, la de su abuela y la de su padre.  La del abuelo le llega de lejos, de muy lejos, de un recóndito lugar acurrucado en el regazo húmedo de la tierra.  El niño adivina la desolación de Plácida, quien quisiera volver a ser niña para estar cerca de su madre y sentir aquel beso postrero que, en el recuerdo, la regresa por unos instantes a la luminosidad de la alegría infantil antes de mutilar el pueblo con su marcha pesarosa. Ahora, lejos de su pueblo, adelgazado por la destilación de sus vástagos, Plácida deposita un beso cariñoso en la frente de sus hijos antes de dormir, trasunto de aquellos besos que ella recibiera todos los anocheceres.  Zenón  sabe que el beso de su madre es repetición de otro más profundo otorgado a una niña confiada en la estabilidad de su entorno.  Zenón lo sabe y se queda calladito, porque la revelación del secreto equivaldría a destruir el lazo que une el beso, el de aquella abuela desconocida, con los besos de su madre, que reproducen aquel acto fundador de la noche, irisado de cariño.  El niño lo sabe y se queda silencioso, siempre en espera del beso de las buenas noches, heraldo del día por venir y, tal vez, de retornos presentidos.

-Mujer, estoy pensando en ir al pueblo este verano.

-¿Al pueblo?  Pero, ¿cuándo?

-En cuanto los niños salgan de vacaciones.  Nos vamos al pueblo para que conozcan donde vivíamos.

– Y ¿yo? ¿Te vas tú solo con los niños o te vas con mi suegra?

-No, me voy con mi mamá.  Ella quiere ver cómo está la casa y arreglarla.

-Entonces, me quedo abandonada.

-No, te quedas con mi hermana y mi cuñado.

El interior de Plácida se trueca en un río rojo de corrientes furiosas que arrastran enojos por el cauce de su cuerpo.  La corriente amaina por momentos y, en el recogimiento del instante, la melancolía acapara toda su alma, todita todita.  Es un imán que llama una cascada de reclamos que le remueven las entrañas frente a la injusticia cometida.  El río retoma su furia: ella también debería ir; pero no puede, no tiene papeles.  Piensa que Ariel no debería ir tampoco.   No se atreve a decirle nada.  Teme que se moleste y la crea una egoísta.

Zenón escucha.  Se siente feliz.  Su abuelo también.  Por fin sus nietos van a ir a visitar su última morada.  Morada donde ni su tiempo ni su conciencia están amenazados por un final.  Ahora él y su tiempo forman parte de ese pueblo que poco a poco se va vaciando, pero que permanece a pesar del abandono de sus hijos en busca de otros destinos; destinos carentes de  la fuerza necesaria para atarlos a otros lugares.  Al final, todos vuelven, aunque sea como Ariel y los niños, por ratitos, hasta que se cumpla la última voluntad de la tierra, el retorno eterno.

Zenón esconde su alegría para no desilusionar más a su madre.  Se hace solidario con la extrañeza materna.  Ya ella tiene suficiente con el marido, quien ignora su sufrimiento.  Pero, a pesar de todo, está feliz, porque el abuelo también lo está.  El abuelo le dice al niño que ese otro lugar lejano también es su tierra, porque ahí, precisamente, surgió la sangre de los Gálvez.  La tierra y la familia son una misma cosa, aunque ahora se encuentren separadas por una distancia larga, muy larga; pero su tumba es el hilo que las conecta, y la conciencia infantil es el espejo donde ese vínculo se refleja.  Y cuando ya no existan los Gálvez, siempre su tumba será, aunque ya nadie la cuide y la proteja de la destrucción, la conciencia de muchos vivires ya consumados en el tiempo y que emergerá de vez en cuando recuperada por otros hombres, pedigüeños de historias.  Lo saben el nieto y el abuelo. 

-Suegra, ¿usted también va?

-Sí hija, ¿Qué quieres que haga?  Ariel no puede viajar solo con los niños, y además yo tengo que hacerle unos arreglitos a la casa.  El tío Isidro ya me dijo que hay que encargarse del techo.

-No, si yo no digo nada doña Mele.  Lo que pasa es que no me habían dicho nada.

Doña Mele vislumbre el dolor de Plácida.  Cuando ella llegó a los Estados Unidos siempre vivió con la esperanza de regresar.  No lo hizo por mucho tiempo porque su ilegalidad era la cárcel que la retuvo por años en este país.  No comenta este saber del desaliento.  Mejor se lo queda y hace como que no ve nada.  Plácida también se queda callada, no suelta sus sentires. 

Plácida mira jugar a sus hijos.  Los ve como si fueran un holograma.  Ya no están para ella, desde que supo de su partida, ya no están.  Volverán a estar cuando regresen.  Ya los echa de menos.  Doña Mele lo presiente.  Ella experimentó el mismo dolor cuando dejo a sus hijos en México para venir para acá.  La mujer alivia su culpa pensando que Plácida no estará con ellos únicamente por un mes. 

-Vete a recostar un rato hija, te ves cansada.

-Ve a tu cuarto mamá, para que puedas llorar.  Las lágrimas suavizan la tristeza y el alma se aligera porque ya no está hundida en tanta agua turbia. 

-Pero qué manera de hablar tiene este mochito.  ¿De dónde lo aprendes?  El asombro y el miedo se le escurren por los ojos a Plácida.  Los cierra y los abre en parpadeos rápidos, como si una mano juguetona le estrujara la cabeza de muñeca inerme. 

-El abuelo me habla y me dice cosas.

-¡Qué va a ser tu abuelo!  Si él era más burro que yo, replica la anciana  con aires de esa rara superioridad que de vez en cuando destilan las mujeres ante la inferioridad de sus hombres. 

-Este mochito me preocupa, suegra.  Fíjese como habla.  Trae aromas de otros lados.

-Pues será de ti, mira cómo estás hablando.

-Le voy a hacer caso y me voy a ir a recostar un rato antes de hacer la cena.

-Ándale hija, y hazle caso a Zenón, llora, que el llanto escurre el alma y la deja sequita de esa agua turbia de la que habla tu hijo.

 

V

Mele está ansiosa.  Ya vuela para su pueblo con los nietos y el hijo.  Va callada observando las nubes compactas que en la lejanía son piedras blancas.  Pero, poquito a poquito, a medida que el avión las atraviesa, se vuelven hebras de un tejido desgarrándose ante la embestida de tijeras filosas que no cesan en el empeño destrozador.  Ahora, así es Plácida, piensa la anciana, un retazo de tela deshaciéndose en hilitos por la partida de la familia.  Ella ayudó a la devastación de la nuera.  Se siente culpable, pero qué podía hacer.  El hijo decidió que era tiempo de volver al pueblo, aunque fuera por unos días.

-¿Tiene miedo mamá?

-No, ¿por qué preguntas?

-Pues, va muy seria.  No se ve muy contenta.  Tiene la cara casi pegada a la ventanilla y no me ha hablado mucho en todo el viaje. 

-No es eso hijo.  Voy pensando en el pueblo, en cómo estará la tumba de tu padre.  Habrá que limpiarla.  Tanto tiempo sin visitarla.

-No se preocupe mamá, seguro el tío Isidro se ha encargado de esos menesteres. ¡Hay que doña Mele!, ¡cómo le gusta angustiarse por nada!, le dice Ariel, con voz juguetona.  El hijo quiere alegrar a la madre, como cuando era niño y le sacaba una sonrisa por cualquier cosa.

-El tío Isidro, si ese ya está reviejo, como yo, ¿tú crees que va a poder con ese trabajo?

El tío Isidro es hermano del abuelo de Zenón.  Zenón no lo conoce todavía.  El tío Isidro fue una vez a los Estados Unidos a trabajar, siguiendo al hermano y a doña Mele.  No le gustó y decidió no volver más.   “No, yo aquí no vuelvo.  Mejor me retacho pa’ mi pueblito.  Allá le hago la lucha, pero aquí me muero.  Yo no me quiero morir todavía hermano.  Así que me retacho.  ¿Qué quieres que haga?  Aquí nomás no me hallo.  ¡Tanto trabajo pa’ venir, y tan caro que me salió el viaje!  Allá en el pueblo puedo ganar lo mismo que aquí.  Mira cómo se puso tu mujer cuando le pagaron el primer cheque, casi se muere de la decepción bien fuerte que le dio.  Pos si tiene razón, dejar a los hijos allá por este sueldo tan chiquito.  No me hallo, hermano, así que me vuelvo.  Allá yo te cuido a tus chilpallates con la Lucha, hasta cuando puedas mandar por ellos”.

-Ya ve mamá, ¡cómo le gusta preocuparse por nada!  Todavía ni llega y ni ha visto la tumba de mi papá y ya está hecha bolas con tanto sobresalto.

-No hijo, no es eso.  Tu tío Isidro no tiene las energías para limpiar la tumba del hermano.  Mira lo que son las cosas.  El se regresó porque no se quería morir y tu padre le dejo de hablar por mucho tiempo.  Sintió que lo abandonaba.  Pero de todos modos se hizo cargo de ustedes.  Ya no lo podemos cargar con obligaciones que no le corresponden.

-Descanse mamá, seguro que el tío está feliz de cuidar la última morada de mi padre.

-No, cuando uno está vivo no quiere la cercanía de los muertos.  Mucho menos cuando ya eres un pedacito de tierra de labranza atravesada por muchos surcos.  Cuando eres joven no tienes tantos surcos, pero con el tiempo se van haciendo más.  Cuando sabes que muy pronto esos surcos van a abrirse hasta desaparecer en la tierra madre no quieres la cercanía de los muertos, digo yo.  La tierra madre reclama nuestros cuerpos para dar sus frutos.  Ella nos necesita, por eso es bueno abandonarnos en la tierra que nos vio nacer.  A ella nos debemos, no a otras tierras.

-Descanse mamá, no diga esas cosas.

-Ves, como no nos gusta la cercanía de los muertos.  Yo ya estoy muy cerquita de tu padre.  Un día de estos viene por mí la Muerte para llevarme a mi lugarcito en la tierra.

-Mamá,  ¡ya cállese!  Si venimos al pueblo es para que los niños conozcan y a estar contentos todos.  Para que usted ya no se mortifique por la casa.

-Y la tumba de tu padre, que no se te olvide Ariel.

Ariel hace como que no escucha las últimas palabras de doña Mele y se pone a jugar con su i-pod.  No quiere saber más de muertos.   “Mi madre tiene razón, no nos gusta la cercanía de los muertos, aunque sean nuestros muertos.  Cuando yo me muera me van a enterrar aquí, y mi tumba estará abandonada como la de mi papá.  ¿Quién de mis tres chilpallates vendrá a cuidarla?  Lástima que no tuvimos ni una hija Plácida y yo; a las mujeres no les da miedo la cercanía con los muertos.”

 

VI

A Zenón le gusta ver el primer rayo de luz colándose por la ventana del cuarto donde  duermen él y sus hermanos.  Poco a poco el haz luminoso se va ensanchando; primero alumbra las cortinas que transparentan un día radiante, lleno de sol como le contaba su madre. Luego, la luz va avanzando por el piso de madera de la habitación hasta rozar los muebles y; por último, se regala al cuerpo infantil, listo para recibir la vida que se vuelve más vida en el pueblo de sus antepasados. El niño siente remordimientos porque su madre ya no disfruta la fogata de los amaneceres de San Cristóbal. La luz se le figura a Zenón una emisaria de los ángeles vestidos con las lentejuelas que usa doña Mele para adornar sus tejidos. Era cierto lo que le decía Plácida, todos en el pueblo llevan el sol por dentro, y su reflejo tiñe la piel del color de la tierra de labranza.  Pero no entiende como él puede ser tan café oscuro como los niños de San Cristóbal.  Él ha pasado muchos días sin recibir el calor y el ardor desprendido de esa bolota incrustada en el cielo; bolota que se apersona ante la mirada para después esconderse.  Al sol no le gusta que lo contemplen y se venga causando daño a los ojos mirones y desafiantes de la grandeza de su luz; luz altiva sólo en el pueblo de sus padres, donde todos saben que el sol es para sentirse; no para mirarse.  Cuando regrese le va a decir a la mujer dejada en el país de arriba de inviernos prolongados que la verdad está de su lado: todos los hombres y todas las mujeres de San Cristóbal llevan por dentro un pedacito de sol.

-Abuelita, yo no quiero regresar a New Paltz, ¿por qué no nos quedamos aquí?

-¿No quieres ver a tu mamá?  Ella está allá solita, esperándonos.

-Pero ella se puede venir.  Aquí en el pueblo no se caen los ángeles como allá.

Doña Mele no sabe que contestar al nieto.  Se queda callada por unos instantes.  Preferiría no escucharlo cuando se pone a hablar de ese modo tan extraño.  Es como si hablara otra persona, no su nieto, piensa la anciana.  Siente que alguien se aproxima y que el desconocido trata de ponerla en guardia, pero no habla claro.  ¿Por qué habrá escogido a un niño como intermediario?  Con un balanceo rápido de  cabeza espanta esas sensaciones doña Mele.

-¿Cómo que los ángeles se caen?  ¿Cómo es que te puedes imaginar esas cosas?  Los ángeles no se caen.  Ellos vienen todas las noches a cuidarnos y luego, en el día, se vuelven al cielo.   

Después de una pausa, simplemente la abuela decide despachar al nieto.

-¡Ay Zenón! ¡Qué ángeles ni que ángeles!  Vete a jugar con tus hermanos.  Aprovecha las últimas tardes en el pueblo, porque ya muy prontito nos regresamos.

Para Zenón la nieve son ángeles que bajan muy confiados del cielo y, luego, ya no pueden regresar. Se quedan en la tierra muy tristes.  Presienten que desaparecerán tan pronto como los rayos solares los castiguen por haber abandonado el recinto divino. A Zenón no le gusta ver tanto ángel caído, por eso no quiere regresar a New Paltz donde mueren muchos ángeles.  En cambio, en el pueblo, los ángeles no bajan, se quedan arriba, y desde las alturas cuidan a los vecinos de San Cristóbal.  A veces los ángeles se alejan un poco de su morada y la mirada infantil los descubre danzando alegres al ritmo de la luz solar, allá en la lontananza, en ese espacio que ya no es el cielo pero tampoco es la tierra. 

-Jesús, parece que tu hijo ya volvió a las andadas.  Se queda desalmado, el puro cascarón sin nada por dentro.

-No se preocupe mamá, cuando ya estemos en New Paltz se le pasara, ha de estar achicopalado porque nos regresamos.

-Tal vez nunca debimos salir del pueblo.

-Mamá, ya deje de mortificarse y de paso a mí.  ¿Usted cree que si nos hubiéramos quedado aquí sus nietos tendrían lo que tienen, lo que ni usted ni yo tuvimos?

-Pos eso sí, pero mucho dolor nos costó.  Nada más de acordarme cuando los dejé aquí con tu tía se me encoge todito el corazón.  Fue el dolor más grande.

– Mamá, aliste a los mochitos porque nos vamos a despedir de mi papá. 

-Ándale pues mijo.

Al caer el sol, la familia va en procesión a decirle adiós al abuelo.  A Zenón le gusta la tumba de su abuelo, quedó muy bonita después de haberla barrido con mucho esmero y los colores vivos de las flores le dan un aspecto alegre.  El nieto está en paz y agradecido con el padre, quien pudo arreglar el ángel de piedra que custodia el último recinto del anciano.  Había perdido un ala, pero Ariel se dio maña y la reemplazó por otra de barro que él mismo modeló.  El abuelo también está satisfecho con su tumba bien arregladita y las visitas diarias que el nieto le hizo mientras estuvieron en San Cristóbal.  Los suyos ya se van y él es feliz con el recuerdo de esos días en que la familia se congregó alrededor suyo.  Doña Mele retira las flores, no quiere que se marchiten en la tumba.  Se siente desolada al imaginar la tumba rodeada de flores ya sin el alma de la vida.

-Abuelita, ¿por qué quitas las flores?  Al abuelo le gustan.

-Zenón, no molestes a tu abuela, déjala hacer tranquila.

-¡Ay mochito!  Es que no quiero que las flores afeen la tumba cuando se les caigan los pétalos.

-Pero el tío Isidro la va a limpiar y el puede recoger tanto terciopelo desparramado por el suelo.

-¡Ay Zenón!  Tu tío ya está muy viejito, la vida nos va acabando.  El no puede venir todos los días a la tumba del hermano, si a penas puede con su alma, ya le pesa.  El cuerpo no resiste tanto.

-Zenón, ¿qué te dije?  Por favor, deja de incordiar a tu abuela. 

-Es que yo nada más quiero que el abuelo disfrute las flores y huela su frescura.  Si la abuela se las quita…

-Zenón, hazle caso a tu papá, si no se va a enojar más.

El niño se siente triste por el abuelo.  Le quitan sus flores.   De nada sirvieron sus réplicas.  La abuela y su padre no escuchan la voz del abuelo.  Su voz añora las flores, las flores vivas y las flores marchitas.  Las flores son la marca de la memoria.  Zenón le dice al abuelo que no se preocupe, que allá en New Paltz siempre pensará en él y todas las noches, después del beso materno, le enviará sin falta una flor, la flor más bonita de San Cristóbal.

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