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Alejandro Varderi

Leyendo(me) desde Proust (en homenaje al centenario de su fallecimiento)

En el amor no hay más que una cosa que conmueve, es el movimiento espontáneo del deseo. Mismo cuando es vil es bello porque en él siempre participa un poco el alma.

Reynaldo Hahn

 

Hace días que vivo en verdad dentro de esa campana neumática tan temida una vez pues no impide a los recuerdos filtrarse. Recostado aquí, en la penumbra de esta habitación, miro el satén azul de las cortinas cerradas y regreso al mar de Cabourg: abuela y yo paseamos luchando con el viento y hablando aislados del mundo. Abuela me lee a Mme. de Sévigné pero su voz no alcanza a hacerse audible: el aire la mantiene firmemente adherida a sus labios. Abuela sujeta el libro con la mano derecha como si se tratase del breviario que la Inmaculada sostiene sobre los vitrales de la Catedral de Rouen; con la izquierda impulsa la mía hacia delante, y yo pienso en Reynaldo y la suya empujándome a las dunas del Marne para refugiarnos de una tormenta similar. Reynaldo: no ha venido esta noche y le extraño.

Hoy, en la penumbra repetida de esta habitación, estos muros donde ni siquiera tengo espacio para el piano, le recobro sentado ante el teclado en su cuarto, enmarcado por la gran chimenea de piedra cuyos relieves de grotescas cabezas con ojos excesivamente desorbitados siempre me escalofriaron… el mentón ligeramente alzado, la camisa que encargamos juntos en “Eppler”, la faja roja ciñéndole la cintura; igual a un torero o a uno de los moros de esa

Casbah de la cual me habló Gide… ¿cuándo?, hace poco más de un mes, sí. No debí confiarle tantas cosas a Gide, pero así sucede: vivimos secretamente, negándonos a lo que más amamos; hurtándonos para atesorar en nosotros una vida que, en el instante más inesperado, regalamos a quienes nos parecen más indeseables. Y por el contrario, queremos tanto más a aquellos seres u objetos que sabemos nunca vamos a poder poseer. Sólo ayer Reynaldo me lo decía: “¿sabes, Pony?, a veces siento como si las tantas cosas que nunca he aprendido, hasta cierto punto pudiese adivinarlas a fuerza de amarlas”. Y de ese amar lo imposible surgiese el ímpetu necesario para realizar la obra y arrebatarle así la vida a la muerte, a fin de ganar la inmortalidad que a mi cuerpo se le escapa con una velocidad inversa a la de la pluma, cuya lentitud no puedo conjurar ni con la leche hirviendo ni con las fumigaciones de Legras. Día a día se me hace más difícil contrarrestar lo fatigoso de respirar, recuperar el recuerdo y después doblegarlo a mi memoria; atrapar, por ejemplo, la voluntad del azul exacto que tendría el sombrero de Mme. de Chevigné para resaltar aún más el de sus ojos que yo aceché hasta hundirme completamente en sus aguas, la oblicuidad de sus raíces, acuáticas a fuerza de

mojarlas con mis labios de tanto nombrarlas, nombrarla: nombres de nombres que irían así ganando consistencia, adquiriendo relieves, trazando el cuerpo y poniéndolo cada vez más

cerca de mí para yo intentar tocarlo… sin éxito. Aún ahora ha vuelto injustamente a juzgarme

—como hace veinte años cuando la esperaba para poder cruzármela en la Avenue Marigny y sin osar hablarle— al negarse a leerse en la copia de El mundo de Guermantes que le envié con Odilon; y ese rechazo es el único gran dolor que puede afectar a un hombre que, al fin de sus días, ha renunciado a todo. También Albufera me ha retirado su amistad por considerar que la pelea entre Saint-Loup y Rachel era un reflejo de sus discusiones con Louisa en el Théâtre des Maturins; y… sí: lo es; hay mucho de ellos allí, debo reconocerlo. Pero no existe en mí sino la devota intención de rehacerlos en tanto desando sus pasos, y alzarlos piedra a piedra hasta que cada uno sea una columna sólida para apuntalar esta iglesia construida sobre la encrucijada donde finalmente confluyen mis dos caminos: la llanura más hermosa que habría podido concebir papá, y cuya placidez absolutamente cuajada de lilas se detenía ante las murallas de las ciudades gemelas donde finalmente me he aprisionado, y el río más transparente que en contraste acariciaba las tierras negras sólo interrumpidas esporádicamente por frágiles violetas de tallos siempre inclinados bajo el peso del perfume encerrado entre sus pétalos. Y al decirlo, caigo en cuenta de que esta metáfora condensa el sentido último de mi obra, es decir, yo envolviendo a partir de las sensaciones recobradas por un esfuerzo supremo de la memoria, un mundo que ya no existe pero he ido atrapando, recreando, aprisionando, a la vez que me dejaba aprisionar por el vicio que, si bien aniquiló Sodoma y Gomorra, constituyó los cimientos de este templo inmortalizándolo con todo nuestro mundo dentro; pues cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse el edificio enorme del recuerdo.

Impalpables que se abrazan, así los cuerpos han ido aguardando, en su condición de cuerpos, a que la acción combinada de mi memoria y el Tiempo los rescate al agobio de la muerte. En esa confluencia han emergido, hermosos y radiantes, como antes de que el devenir los hiciese pasto de otro deseo: la tía Elisabeth, sus ojos tan gráciles, aguardándome con las botellas de agua caliente y la cama perfecta cuando llegábamos todos juntos a Illiers para las fiestas de Pascua. Ernestine, en cuyos platos sabiamente preparados se resumía toda la historia de Francia. Robert, a quien siempre busqué proteger y ahora paradójicamente recoge mi dependencia absoluta en sus cuidados; tan distinto a cuando mamá nos vestía de golf para ir al parque y comer después los helados de “Poiré Blanche” y hojaldres en

“Rebattet, Rebattet”, o si íbamos de visita, con nuestros cuellos amplísimos extendiéndose hasta los hombros y las corbatas Lavallière, que él siempre me dejaba ajustarle. Charles Hass, quien nunca se enteró realmente de mi existencia; entonces yo era demasiado joven, y él ya había vivido todo el deslumbramiento y lo seguro de poseer el mundo de la sociedad a la cual tanto quería acceder yo… aún había miedo; sin embargo Hass, de mi misma condición y raza, lo logró, dándome así la energía y la conciencia para yo saber que también podría lograrlo.

Pues la admiración por el modelo que ha impreso su huella en nosotros nos lleva siempre a una certeza de que emularlo, hasta en sus más ínfimos detalles, traerá consigo una reproducción a veces imperceptible de sus cualidades más resaltantes; como si de su imagen se desprendiese un contorno que, superpuesto al nuestro, no ocultara sino revelara todo aquello que nos permitiera ser nosotros mismos y a la vez el objeto de nuestra febril metamorfosis. Y quizás esa urgencia por repetir un mundo al cual tanto amé y ahora se me figura tan lejano, sea lo que me ha llevado a perseverar en la obra hasta hacerla definitivamente parte de mí mismo. Ahora, al borde de concluirla; cerca, lo sé, de escribir la palabra Fin que me permita descansar, volver el rostro contra la pared y cerrar para siempre los ojos, sé que este monumental esfuerzo de vanidad no ha sido en vano; si bien el triunfo y la gloria ya no serán totalmente míos: del éxito sólo me alcanzará la palidez de un reflejo, filtrado a través de estas cortinas que ensombrecen eternamente la luminosidad del mar de Cabourg, en cuya neblina emergen junto a mi abuela, todas las muchachas que quería amar y de cuyos nombres nunca pude comprender el origen: no existía uno al cual asociar esos cuerpos, gráciles a fuerza de ejercitarse en la geometría del paisaje, que cobraba su auténtico sentido al ellas suministrar la materia, compacta y etérea a la vez, en la cual se convertían

ante mi mirada cuando volvían del baño…

Monsieur.

—¿Sí? ¿Celeste?

—Siento interrumpirle Monsieur, pero hay un joven afuera que dice venir de parte de Monsieur Albert. Ya le dije que Monsieur estaba descansando y no sabía si…

—Está bien, Celeste querida, hazle pasar al salón pequeño y dile que le recibiré después de mi café. ¿Podrías, querida Celeste, acercarme otro suéter, si no es mucha molestia, y otra botella de agua caliente?

—En seguida, Monsieur.

Recorro el filo dorado de la taza y su precisión calca el contorno áureo que circundaba la figura de las muchachas caminando después del baño hacia mí, de espaldas al ocaso en Cabourg. La playa se extiende interminable junto al paseo y ellas se observan y sonríen;

entonces sueltan una carcajada simultánea al pasar ante mí y perderse, indistintas, como un ramillete de flores, un círculo de gaviotas blancas empujado hacia el poniente por mis ojos, húmedos de tanto mirarlas. Los cierro. Dejo la taza y me devuelvo hacia mi alma: “me gustas cuando cierras los ojos y te quedas así, mi pequeño Marcel”, me decía Louisa al recostarme contra su pecho, cuya calidez tenían aún la consistencia de los besos que le había dado hacía apenas un instante. Arrullado por ese latido me aislaba dentro de aquella zona de la memoria, alumbrada únicamente con un punto de luz donde fijar la atención, hasta quedarme dormido. Al despertar ya Louisa se habría marchado y yo me encontraba solo una vez más; sintiéndome triste porque hubiese querido mantenerla encerrada e impedir así a otros hombres el hablarle e, incluso, verla. Cuando desapareció pensé que nunca iba a volver a enamorarme; pero es así: aunque al amar, creemos, hay un solo ser a quien vemos una vez y sentimos que nos pertenece, nada de esto es cierto, él no nos recordará como nosotros, o quizás nos recuerde más de lo que habríamos podido suponer. Sin embargo, ¿cuál es el punto donde iremos a pensarlo?, ¿cuál es ese punto? Tal amor se asemeja al trazo de los cisnes en un estanque: nadan uno tras otro, sabiendo siempre el lugar que deben ocupar a fin de

alcanzar la otra orilla… y la alcanzan. ¿Tendré la fuerza necesaria con la cual cruzar hasta el otro lado y, yo también, no morir del todo? Pienso en Alfred, perdido para siempre en las profundidades de ese mismo mar que había visto emerger a mis muchachas. En Bertrand, a quien nunca dejaré de llorar, destruido inútilmente por la guerra en la explanada de Mametz. Y sé que más allá de estas cortinas el mundo prosigue su marcha: 1923 traerá consigo las violetas y la flor del manzano pero nosotros jamás volveremos a existir… únicamente la persistencia de estas páginas, Alfred, donde me abrazo a ti y dispongo mis labios a los besos con los cuales compensar aquél que mamá me negó una vez. Entonces ya no siento miedo. Ya no temo más a la noche. Trabajosamente me recobro un poco en cada una; vivo a expensas de esa oscuridad sólo alumbrada por el resplandor de esta lámpara portátil y la sonrisa de Celeste trayéndome más pañuelos, el diccionario, otro reloj porque éste se habría detenido y yo necesito seguir adelante para poder continuar retrocediendo en el Tiempo, del cual me siento prisionero y fugitivo a la vez… Hoy he informado a Gaston que los dos volúmenes están mecanografiados. Sí: como le confié a Jacques, pienso darle el título de La prisionera a mi próximo volumen. Mañana volveré a llamar a Gaston para decírselo.


¿Monsieur?

—¿Quién eres?

—Jean… Me manda Albert, Monsieur, y me pide que le transmita sus respetos y las más fervientes gracias por el gran sofá para el vestíbulo.

—Imagino que lucirá magníficamente en su prostíbulo. Es una pena que, con mi salud, no pueda ir a sentarme más en él, como con mamá y Robert cuando era niño… Pero ven, aproxímate. ¿Tienes hambre? Le diré a Celeste que te prepare unas papas fritas.

—No, Monsieur, no se moleste.

—Jean… Tienes la luz, la frescura de los años que yo viví hace demasiado Tiempo… los años, esos soles de Baudelaire y… aunque no te engañes. Mírame; mírame bien: bajo la

cera de este rostro, bulle el calor de muchas vidas que…

—Pero está tiritando, Monsieur.

—Sí. ¿No te parece patético este acto? Mírame bien: bajo estas pieles, estas mantas, estos suéteres que al caérseme de los hombros van acumulándose a mi espalda hasta formar una montaña yace, paradójicamente, un cuerpo helado. Per aquí; aquí nada declina sino se crece con la noche donde me miro, oscuro, oscuro, infatigablemente.

(…)

—Jean… ¿De dónde eres?

—De Tréguier, Monsieur.

—Bretón, como Albert.

—Sí, Monsieur, soy su sobrino.

—¿Dónde trabajas?

—En el matadero de La Villette, Monsieur.

—¿Has trabajado hoy?

—Sí, Monsieur.

—¿Has dado muerte a un animal?, ¿a un buey?

—Maté una ternera esta mañana, Monsieur.

—¿Sangró mucho? ¿Tocaste la sangre?

—Claro que sí, Monsieur: la toqué con las dos manos.

—Muéstrame tus manos.

—Sí, Monsieur.

—Bien… muy bien. Ahora quiero que…

—¿Qué es lo que quiere, Monsieur?

—Quiero que vayas hasta la chimenea y le des vuelta al retrato.

¿Así?

Así…

—¿Y ahora?

—Quiero que te masturbes.

¿Así?

—Así… (…)

—¿Se le ofrece algo más, Monsieur?

—Acércate al gabinete chino: en el primer cajón encontrarás unas fotografías, tráemelas. “Una fotografía es como un espejo dotado de memoria”, solía decirme Montesquieu…

—Aquí está usted, Monsieur, arrodillado con una guitarra en la mano.

—Es una raqueta de tenis… ¿Ves a la muchacha frente a mí?

Sí…

—¿Te gusta?

Sí.

—¿Qué te parece?

—Una puta arrechísima.

—¿Y esta otra?

—La vieja cerda se parece mucho a usted, Monsieur.

—Es mi madre. ¿Y aquí?

—“… quien tanto ama al pequeño Marcel… Louisa… abril 1904”. La perra sólo está esperando que se la cojan.

—¡Escúpeles! ¡Escúpeles a todas!

¿Así?

—¡Sí! Así… (…)

—¿Y esa caja?

—Es para usted, Monsieur.

—Acércala: quiero sentir cómo se agita.

—¿La saco?

—Sí: déjame verla moviéndose en la jaula. Quiero mirar sus ojillos aterrorizados, el pelaje gris erizado, la cola retorciéndose…

—Yo mismo la cacé en el matadero, Monsieur.

—Muy bien, Jean. Ahora toma esta aguja y pínchala, pero no la mates: sólo hasta que el cuerpo quede cubierto de manchas rojas: ¡Así! ¡Así! ¡Así, Jean! ¡No te detengas! ¡No te detengas! No… ¡Ah! ¡Ah! ¡¡Ahhhhhhh!!

(…)

—Lo has hecho muy bien, Jean. Toma este dinero: ¿será suficiente con, digamos, trescientos… no, cuatrocientos francos?

—¡Claro, Monsieur!

—Gracias, Jean, gracias. Ahora ya puedes marcharte, pero cierra con mucha suavidad: no soporto el ruido de las puertas al cerrarse.

—Sí, Monsieur. (…)

¡Espera!

¿Monsieur?

—Ponte el dedo en los labios.

¿Así?

—Sí: ahora es perfecto. Ahora tú eres también mi Ángel del Silencio; como el que arropa, a sus pies, los cuerpos de Montesquieu e Yturri.

—Adiós, Monsieur.


“Quisiera encontrar a alguien que me cierre los ojos”… ¡Pobre Montesquieu! ¿Tendré que decirlo yo igualmente? ¿Quién me los cerrará?, ¿quién? “Amo de vuestros ojos la luz verdosa”, le he dicho al muchacho antes de que se fuera. Tengo… no tengo Tiempo: yo también me sumergiré muy pronto en las tinieblas frías, querido Baudelaire; querido amigo… mamá. Tengo que decírtelo, mamá… ¿mamá? ¡Tengo que decirle a Celeste que le dé vuelta al retrato de mamá otra vez! ¡Que vuelva mamá! ¡¡Celeste!!

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