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Maria del Rosario Lara

ZENON (Parte I)

I

Y los hijos pagarán por las culpas de los padres

Zenón es un niño delgadito, de cara larga y piel oscura.  Sus cabellos lacios se asemejan a espinas chiquititas, siempre en posición de combate, mirando al cielo.  Los ojos de Zenón son muy negros; tan negros como el fondo oscuro de un pozo ávido de claridad.  Pero, a pesar de la negrura, se puede distinguir en su mirada un movimiento constante de dudas y añoranzas; dudas y añoranzas que se materializan en ese  medio cerrar de ojos, gesto evocador de razones que otorguen un sentido a su entorno infantil.

-Zenón, ¿qué te pasa?

-Nada, tengo ganas de llorar- le responde el niño a su madre, la cual  sumerge su mirada en el rostro del pequeño en busca de su  alma; y, así,  entender los motivos de su tristeza.

-Pero, ¿por qué?  Más tarde vas a salir a jugar.  Ya te dije que ahorita no se puede porque está haciendo mucho frío, pero cuando salga el sol te dejo jugar afuera.

-No es por eso, tengo ganas de llorar.  No sé por qué.

-Ve a llorar al cuarto para ver si te sientes mejor, ven que para que te dé un beso, mochito.  La madre acerca los labios a las mejillas escurridas de Zenón.  Le duele la tristeza del niño.  Es una herida en la boca del estomago que no sana con nada.

Zenón sale desolado de la cocina y sin comprender su tristeza; una tristeza que se le mete en el cuerpecito cuando menos lo espera.  Tristeza repentina; tristeza desconsiderada que no le deja saber al niño de dónde proviene.  De muy lejos seguramente, de otros lugares y de otras generaciones.

Ariel, el padre de Zenón,  y sus hermanos llegaron a los Estados Unidos cuando eran unos muchachitos.  Ariel contaba apenas con 10 años.  Y su hermano, el tío Laurencio, tenía 12 años y  la tía Matilde 15.  Los abuelos de Zenón emigraron dos años antes que los hijos.  Los niños se quedaron solos en México, muy tristes por la ausencia de los padres y acuciados por el abandono y por el presentimiento de un pasado repetido muchas veces en el presente y en el futuro; un pasado pegado al fluir del quejido del viento, del viento que llora por los abandonados de aquí y de allá.  Una vez  que lograron ahorrar unos dólares, los padres mandaron traer a su descendencia.  Ariel y sus hermanos salieron de su terruño, en Oaxaca, siguiendo el llamado imperativo de sus padres inquietos por el porvenir de los hijos.   

-Mamá, ¿por qué tú no hablas inglés como las otras mamás?

-Porque en México hablamos español, no inglés. 

-¿Y por eso yo también hablo español?

-Pos sí, mi mochito, por eso tú también hablas español, porque yo hablo español.

-Pero, ¿por qué no aprendes inglés para que hables con Mr. Elkin?

-Ya voy a aprender, ya verás.

La madre de Zenón, Plácida, conoció a Ariel en su pueblo cuando él fue a visitar a sus abuelos.  Fue verla y enamorarse de ella.  En las fiestas patronales le pidió que fuera su novia y Plácida aceptó.  Ya de vuelta a los Estados Unidos, Ariel no cesó de escribirle, prometiéndole que al año siguiente iría por ella para proponerle matrimonio.   Le advirtió que debía pensar muy bien las cosas, pues la aceptación de la propuesta significaba su salida del pueblo por un tiempo indefinido.  El país de arriba no la soltaría tan fácilmente una vez que entrara a sus dominios.

-Mamá, ¿Por qué yo soy como el chocolate?

-¡Pero qué cosas dices mochito!, ¿Cómo el chocolate?

-Sí, yo soy café y todos mis amigos son blancos con los pelos amarillos.

-¡Ah! Porque nosotros nacimos en México y ahí hay mucho sol todo el año, por eso la piel es café.  Y aquí casi nunca sale el sol, por eso la gente es blanca, como ánimas en pena.

A Zenón se le figura que en el país de sus padres el sol va dentro de cada hombre y de cada mujer,  y que cuando tienen hijos les heredan un poquito de ese sol que llevan metido en las entrañas para señalar, además de la continuidad familiar y étnica,  la pertenencia a una región alumbrada siempre por la luz del astro rey.   Pero Zenón es a veces desconfiado y vacila ante estas imágenes convocadas por las palabras maternas.  Las dudas le juegan una mala pasada y brotan con el ímpetu de la lava liberada de un volcán decidido a descargar su furia porque no aguanta más aquella ebullición.  Una vez que ese ánimo dubitativo aflora en la conciencia infantil, se trastoca en reclamos dirigidos a la madre porque no logra enganchar las palabras de Plácida  a un asidero fuera de ellas mismas que las ampare de la muerte.   Y en revancha, el pequeño acorrala a Plácida con razones enemigas teñidas de un tono inquisidor.    

-No es cierto, mamá.  En mi salón hay una niña mexicana, como yo, se llama Ana y es blanca y tiene los pelos chinos y cafés, muy claritos, como las barbas del elote-.  La madre responde con un ¡ah! muy prolongado para darse tiempo de encontrar una réplica convincente que tranquilice al niño y no se dé cuenta del engaño; y de paso, la proteja a ella de ese furioso aguacero de llamas que se le echa encima cuando el hijo la enfrenta.  La réplica al ataque se hace del rogar y no llega nunca, pero la mujer no pierde la esperanza de que algún día su mochito se contente con lo que ella le cuenta.

-Y esa niña ¿es tu amiga?

-Sí, se sienta en mi equipo.  Ella también habla español.  Tiene el pelo chino y siempre lo trae enmarañado.  Tiene muchas bolas en la cabeza, como las bolas con las que teje mi abuelita Mele, pero todas desordenadas.

-Sí, ¡pos es que ese pelo es muy difícil de arreglar!  ¿Y no le hacen trenzas?

-No, va con el pelo libre.  Yo creo que su mamá no le hace trenzas porque tiene miedo que Ana se quede pelona, como la calaca de azúcar que tiene mi papá enseguida de la computadora.

Plácida salió de su pueblo casada con Ariel.  Estaba llena de miedo ante la perspectiva de abandonar sus calles, su iglesia, su mercado; en fin, su vida, e irse al lado de un hombre al que apenas conocía, pero que imaginaba bueno porque le cumplió la promesa de matrimonio.  La madre de Zenón, antes de dejar el pueblo, nunca había franqueado los límites de las comunidades circunvecinas de aquella región oaxaqueña.  Dos veces en su vida había estado en la capital del estado: una para obtener su certificado de secundaria que no había llegado a su escuela, y, la otra, para casarse por el civil.    Plácida confió en Ariel; y en virtud de esa confianza fue que se dejo llevar muy lejos de San Cristóbal.  Se lanzó a una aventura con los ojos cerrados y con el alma emocionada brincándole por todo el cuerpo; un grillito cantor que le subía desde los pies hasta la cabeza, para luego, desandar el camino y regresar otra vez a esos pies que no habían caminado mucho.

-Ariel, estoy preocupada por Zenón.  De repente se queda muy calladito mientras están comiendo él y sus hermanos.  Se queda como ido, y apenas come, y parece que no oye lo que le decimos.  Y luego llora, así no más, sin razón alguna.

-No te preocupes mujer, ya ves que el maestro dijo que va muy bien en la escuela.

-Entonces, ¿por qué se queda así?  Es como si estuviera fuera de él, perdido en otros lados sin llevarse el cuerpo.

Siempre que ve a Zenón anegado en ese universo impenetrable, Plácida piensa en la muerte.  Ella recuerda las historias que le contaba su abuela, allá en el pueblo, cuando era niña.  “Antes de morir, el alma hace viajes no se sabe a dónde, y el cuerpo se ahueca, aunque todavía mira, huele y toca, pero lo hace muy desganado, muy atolondrado.   Son viajes cortos, pero van preparando al alma para su destino final,” le decía la abuela a la futura madre de un hijo que la mortificaría cada vez que su alma se desprendiera del cuerpo para vagar por lugares inaccesibles a las almas bien agarradas a esa mezcla transitoria de carne y sangre, de huesos y piel, de pensamientos y emociones peregrinos, que soñamos ser nosotros mismos.  Almas menos ligeras, cuyo transitar por la vida es más fácil que el de las almas aventureras, menos apegadas a la vida, como la de Zenón.

II

-Mamá, ¿por qué aquí no tenemos pollos y guajolotes como en el pueblo?

-¿Cómo sabes que en el pueblo teníamos animalitos? ¿Te lo contó tu abuela Mele?

-Sí, ella también me lo contó.

-¡Ay! mochito, pos aquí no tenemos animales porque el patio no es como los de mi pueblo, además, no necesitamos.  ¿Pa’ qué los queremos si todo lo compramos en la tienda?

-Pero el abuelo Gaspar piensa que es mejor tener animalitos.

-¿Eso también te lo contó la abuelita?

-No, ella no, fue el abuelo.  Está enfurruñado, como José cuando no quiere hablar porque no le das dulces.

-¡Que cosas dices, Zenón!  ¿Cómo que tu abuelo está enojado si él ya murió?  No digas esas cosas delante de tu papá y de tu abuela, no vaya siendo y se pongan muy tristes.  Además, mi suegro murió con la calma de los justos.  Plácida no se imagina a su suegro en el más allá hecho un rollito de furia; no, al contrario, lo vislumbra como un zarape de colores alegres, extendido en toda su longitud para recibir a los que vendrán inexorablemente a ese lugar donde la muina no tiene cabida.

-Él me lo dijo, mamá. 

Zenón y su familia viven en una casa móvil que su padre compró al pie de una de las montañas que bordean New Paltz.  Enseguida, casa con casa, viven los tíos del niño con su hija; el hijo se les fue a estudiar a la universidad y regresa todas las vacaciones para estar con los suyos.  A Ariel le gusta ese lugar para criar a sus mochitos porque le recuerda un poco su comunidad, enclavada entre dos cerros bajitos.  Además, el terreno es amplio y los niños pueden jugar a sus anchas en el verdor y en la humedad de la primavera y el verano, como hacia él  en  San Cristóbal, en aquellos tiempos cuando todo era sencillo y fácil. 

-Ariel, ¿por qué no levantas una barda o compras  palos de madera para hacer una?

-¿Y para qué quieres una barda, mujer?

-Pos, ¿cómo pa’ qué?, Ariel.  Para que los niños no se metan en el patio de los vecinos y sepan cuál es el nuestro.

-No, eso no se usa aquí.  Si los niños se van a jugar al patio del vecino no importa.  No ves que los blancos están acostumbrados a eso.  Además, no tenemos animales.

-Está bien Ariel, yo nada más decía.

A Zenón le gusta su nueva casa.  El departamento donde vivían también le gustaba, quizás porque era el único lugar donde había vivido hasta entonces.  Sin embargo, era muy pequeñito y siempre tenía miedo de ir a tropezar con sus hermanos o con los adultos con quienes  convive diariamente. El temor lo constreñía a moverse con mucho cuidadito, viendo de no chocar.  Cuando se mudaron a la nueva casa, a Zenón  le palpitó el corazón con mucha fuerza, era como una campana cuyos tañidos anunciaban una gran felicidad: el abuelo ya no estaría encorajinado, porque la familia, por fin, se instalaría en un lugar donde su nieto no echaría tanto de menos los espacios despejados del pueblo.

-Mamá, aquí sí vamos a poder jugar como hacías tú en el pueblo.

-¿Y qué sabes tú cómo jugaba yo?

-El abuelo me lo dijo. 

-Otra vez con eso, Zenón.  Ándale, vete a jugar afuera con tus hermanos, que luego se viene el frío y te pones triste.

-A veces también me pongo triste cuando hace calor.

-¿Y por qué te pones triste?

-No sé, pero a veces cuando me habla mi abuelito extraño mucho San Cristóbal.

-Ándale, ya vete de aquí. Ponte a ver la televisión o a hacer la tarea.  Que no te oigan diciendo que el abuelo te habla, si ya está más tieso que los venados que encontramos tirados en la carretera.  ¡Ay Dios mío! Perdóname por decir esas cosas de mi suegro, pero es el niño quien me las hace pensar y, peor, decir. 

A Plácida el alma se le va hundiendo en un hueco sin fondo siempre que su hijo le habla de esa manera.  Tal vez estaría volviéndose loco, y ella, su propia madre, no sabría qué hacer si algo así sucediera de verdad.  En el pueblo nunca había oído hablar a alguien como lo hace Zenón; y mucho menos, hablar de muertos que se comunican con los vivos, ¿qué necesidad tendrían?, pues una vez que llegan al paraíso ya no quieren salir de ahí, y si se van al infierno, aunque quieran, ya no pueden.  Para ella, los muertos al hoyo y los vivos al gozo.  ¿A cuento de qué venía eso de mezclar las realidades?, se pregunta Plácida cuando Zenón habla del abuelo como si todavía estuviera entre ellos.   Y luego la tristeza del niño, acompañada del desgano que mantiene a su hijo con la mente encallada en otras playas, y los recuerdos de las historias de las almas que se desprenden de los cuerpos para ir quien sabe adónde.  Todo un universo de zozobras se le echa encima, todo muy compactito.  La tristeza infantil y los recuerdos de los dichos de su abuela son agua de una ola enorme quebrándose encima de ella para sepultarla bajo una lápida líquida, pero muy densa y pesada.  Así se siente la pobre Plácida, ganosa de salir a flote. 

-Padre, no vengo a confesarme, vengo a hablar con usted.

-¿Qué te pasa?  Pero acuérdate que esta es la hora de la confesión y no puedo escucharte por mucho tiempo.  Hay más gente esperando.

-Pero si hay una persona más, padre.  Yo sólo quiero contarle algo.

-¿Y por qué no vienes otro día?

-No puedo padre.  Le dije a mi esposo que me trajera a confesar mientras él hace unos mandados.  Si le digo que me traiga para hablar con usted no me trae.  Dice que no estamos en el pueblo y que el sacerdote no tiene tiempo de parar oído para atender nuestros problemas.  Además, el tiene muchos afanes como para volver a traerme.

El padre se conmueve frente a la desfachatez ingenua de la mujer.  Con sólo escuchar el timbre de su voz, intuye que hay algo que la intranquiliza. Seguramente una bagatela, como todos los problemas de sus feligreses.  Le ha caído bien y accede a la súplica de una mujer que habla con tanta frescura.

-Está bien, dime lo que te pasa.  Pero rapidito, que tengo muchas obligaciones por cumplir. 

-Es mi hijo mayor, padre.  De repente como que se me va, parece que no mira nada ni escucha nada.  Y luego, a veces, se pone muy triste, de la nada.

-Pues hija, no sé, ¿cómo te llamas?

-Plácida Ramírez de Gálvez.

-Pues mira Plácida, no sé qué decirte.  ¿Eso le pasa muy seguido a tu hijo?

-Pos, la verdad, ni muy seguido ni muy retirado.  Le pasa y ya.

Esa manera de hablar de la mujer le salpica el alma de una alegría sencilla que le hace menos tediosos esas escuchas de pecados ajenos, siempre incoloros y anodinos, que atormentan a los creyentes perdidos en los pliegues de un temor que traen metido en el cuerpo y en el recuerdo de los sermones del sacerdote de su pueblo, hijos míos podéis iros en paz, que la misa ha terminado.  Pero no olvidéis de comportaros como buenos católicos, el diablo anda siempre al acecho, buscando almas perdidas para hacerles la malora.  Antes de pecar recuerden el fuego eterno.  Por cierto, no olviden cooperar para las fiestas, que ya están a la vuelta de la esquina.  Es un temor ya añejo,  de  toda una vida que los mantiene esclavizados a una iglesia que les ha prometido la salvación de sus almas. 

-No te entiendo, pero, ¿ya lo llevaron al médico?

-Si padre, pero está bien.  Es un niño sano.  Yo les cocino allá como en el pueblo.  Todo naturalito.

-Y, ¿cómo va en la escuela? ¿Sabe inglés? ¿Tiene amiguitos?

-Sí, él si sabe inglés y tiene algunos amiguitos.  Mr. Elkin dice que es un niño muy inteligente y que ya sabe leer bien.

-Entonces no te preocupes.  Ya se le pasara.  Ahora vete porque tengo que confesar a la otra persona. 

-Está bien padre.  Gracias, y por favor, deme su bendición.

Si el sacerdote no se ha mostrado conmovido por el alma de Zenón es porque al niño no le pasa nada del otro mundo.  La mujer se sosiega.   Han de ser cosas de chamacos.    Seguramente como ella es mujer no puede entender al hijo, pero para eso está Ariel.  Siempre tener un marido para educar a los hijos, sobre todo cuando son hombres, es un gran apoyo.  “Mi madre nos tuvo que sacar sola adelante, a mí y a mis hermanos.  Si mi padre no se hubiera ido a la ciudad, puede que todavía estuviera vivo,” se dice a sí misma Plácida, recorriendo con la mirada  el atrio de la iglesia mientras espera a su esposo.   La madre de Plácida se puso muy feliz cuando la muchacha le dijo que uno de los Gálvez había vuelto al pueblo para pedirle matrimonio.  “Sólo espero hija que tu futuro esposo te dure muchos años, para que no te quedes sola.  Ten a tus chilpallates pronto, te servirán de compañía, sobre todo si te vas tan lejos de aquí.  Nos vas a extrañar harto.  A mí me hizo mucha falta tu padre.  Siempre es bueno tener con quien hablar.  A mí me faltó con quien hablar.  Con ustedes no podía porque se me figuraba que no me entendían.  Y ahora de grandes pos ya cada cual  agarró su rumbo, ya ves tú, ya te me vas.”

III

La abuela Mele a veces quisiera estar en el pueblo.  No dice nada por no incomodar al hijo.  Con la tristeza de Zenón basta; no necesitan más.   Mele está colmada de memorias; de memorias que seguramente se irán con ella cuando le llegue el momento de dar cuentas a Dios, piensa.  Su único patrimonio, sus ayeres, no tendrán muchos albergues donde protegerse del olvido.   A veces Zenón se convierte en cestito, en un cestito de tejido muy menudito, que recoge las palabras de la anciana cuando la escucha hablar de su pasado.  Los recuerdos de Mele son palabras de un pretérito estacionado en el cuerpo del niño que va adquiriendo los tonos de una tierra prometida que saldrá, un día, de la noche oscura del tiempo ya consumado.  Los recuerdos de Mele, guarnecidos en la palabra protectora, se metamorfosean en colores que le van dibujando al niño escenas de días muy luminosos, de parcelas de tierra pequeñitas donde Mele-niña y sus hermanos sembraban el maíz, de amaneceres perforados por ese ruido  uniforme de la piedra pómez en función machacadora del jitomate y del chile para los frijoles  y las tortillas de la mañana.  Los días de la niñez y de la temprana juventud de la abuela reencarnan en las canciones infantiles que  entonaba por las tardes, allá lejos, en su pueblo, después de las faenas del día, y, sujetas por el ritmo, las saca de sus vivencias y se las brinda a Zenón. A la víbora, víbora de la mar,  de la mar, por ahí pueden pasar; los de adelante corren mucho y los de atrás se quedarán, una mexicana que fruta vendía… El nieto escucha con atención la letra de esas rimas extrañas, de víboras marinas y de gente que no va a lograr trasponer el umbral, y de mexicanas que ofrecen los frutos varios de la tierra.  Zenón siente el calor del sol sobre su piel y, a la par, mientras la abuela le canta esas historias mágicas,  puede aspirar ese aroma que la tierra mojada desprende al recibir el agua primigenia y buena; el agua madre.  Sin esfuerzo alguno, el agua, que la abuela-niña rescata de una conciencia añorarte, la recibe Zenón con la alegría del don otorgado, nada más porque sí, olvido de una justificación que al final, como toda justificación, termina traicionándose a sí misma.

-Tantos años ya fuera de mi tierra. Ya nadie me recordará, seguro.  Mis vecinas, la Meche y la Sole, ya deben de estar muertas.  Y si todavía viven no me dedicaran ningún pensamiento.  Y sus hijos, seguro que ni se acuerdan de mí.    Tanto año viviendo aquí, aquí crecí a mis hijos y aquí nacieron mis nietos.  ¿Ya pa’ qué regreso?

-Extraña mucho suegra.  Yo también a veces quisiera estar en el pueblo.  Ya van más de ocho años que no veo ni a mi mamá y ni a mis hermanos.

-Si, a veces me gustaría no haber salido del pueblo.  Gaspar debió venirse sólo.  Mira, me da harta tristeza, con tanta emoción con la que construyó la casa allá en San Cristóbal, y ¿pa’ qué?, si ni la pudo disfrutar.  La calaca se lo llevó antes de tiempo, bueno, eso se me figura.  No podemos imponerle a la muerte nuestros deseos.  Ella decide por nosotros.

-Pero usted si la puede disfrutar cuando vaya para allá.

-Y ¿pa’ qué quiero regresar si todos los míos están aquí?  Gaspar murió en un viaje que hicimos al pueblo, cuando Ariel cumplió 17 años.  Todos nos fuimos al pueblo para celebrarle que había terminado el jai scul.  Por lo menos Gaspar cumplió su deseo de quedarse en San Cristóbal, bien tieso, eso sí, pero allá se quedó.  Y yo sigo aquí, muy lejos, trajinándole.  A veces siento que mis huesos ya me piden descanso, pero ni modo, hay que irle dando duro a la vida, mientras Dios nos preste vida.

-No se achicopale, suegra.  Eso también me va a pasar a mí.  Por lo menos usted puede ir de vacaciones, con los papeles arreglados, pero yo, ni eso.  De aquí a que Ariel se haga ciudadano.- Plácida vive metida en una espera larga, muy larga.  Más que espera es una clausura que la mantiene sumida entre unas montañas que no son las suyas, un paisaje que le resulta ajeno, símbolo de su encierro.  En el pueblo era pobre, pero no tenía miedo de salir a las calles y a las poblaciones vecinas.  Ese era su mundo, completo y sin ninguna necesidad de ensancharlo, porque era todo su mundo.

-Ándale Plácida, vamos a hacer la comida antes de que lleguen los niños de la escuela.  Y a cambiar esa cara, ya basta de tristezas.  No quiero que mi hijo nos vea así, a él también, no creas, se le debe de hacer muy difícil la vida.

Plácida debe guardar su melancolía en el alma.  De vez en cuando la deja salir, pues de lo contrario, la asfixiaría.  Mele es la única que sabe del sentir de su nuera, y la entiende, porque ella siente igual.  Las dos han construido una complicidad que no acepta más adeptos.  Las dos tristezas se hacen compañía y se consuelan mutuamente; las dos tristezas permanecen alejadas de los demás, por puro amor; por ese amor que se guarda lo peor para dar lo mejor de sí. 

-Con los ahorros que tengo estoy pensando ir en julio para San Cristóbal.  No me quiero morir sin ver mi pueblo.

-No diga eso suegra, usted todavía está muy fuerte.

-Eso mismo pensábamos del pobre de Gaspar, y mira, fue llegar al pueblo y morirse.  Nadie nos lo esperábamos.  Yo a veces creo que ya lo tenía todo planeado, pero, ¿quién sabe?

-Sí, me acuerdo.  Ariel estaba muy desconsolado.  Todo fue tan de repente.

-Yo veía a Gaspar ya muy cansado, pero nunca me imaginé que se me moriría.  Por lo menos pudo ver la casa terminada y a su hijo salido de la jai scul. 

-Sí, estaría muy orgulloso de Ariel, ya con carrera y todo.

Ariel es el primero en la familia que fue a la universidad.  Se siente contento de ser alguien en la vida y de que sus hijos tengan su ejemplo.  Pero le duele hasta los huesos que su padre no haya sido testigo de tal acontecimiento.  ¿Qué hubiera dicho don Gaspar a su hijo, ya en posesión de una profesión importante, frente a dicho logro inusitado para la familia? Cuando el padre murió Ariel ni siquiera pensaba en la posibilidad de estudiar una carrera.  Nadie en su familia había soñado en estudiar más allá de la primaria.  Todo lo habían aprendido bajo el yugo de la experiencia descarnada de la vida; de esa vida dura que reseca la piel y deja las manos y los pies llenos de callos; que debilita prematuramente la vista, el oído y las facultades motrices y  deja a los hombres y a las mujeres como atardeceres ya muy pegados a la noche, convertidos en puro rescoldo sin muchos ánimos para la vida.  Por otra parte, en el pueblo apenas unos pocos terminaban la escuela secundaria; unos ni siquiera podían iniciarla. 

-A nosotros nos tocó muy difícil la vida, pos como a todos.  Unos más otros menos, pero al final, la vida sigue siendo difícil, igual para todos.

-Sí, la vida es muy pesada de llevar.  Nunca faltan mortificaciones.  Hasta los ricos las tienen.

-Así es hija, pero al menos ellos tienen el buche bien lleno de granos de maíz.  Yo me acuerdo que mi papá y mi mamá se iban todos los días muy tempranito al campo a sembrar y, luego, a ver si las semillas habían dado su fruto.  Nos llevaban a todos los chilpallates porque no tenían con quien dejarnos.  Nosotros íbamos bien contentos porque no sabíamos de pobrezas, aunque la vivíamos. El frío de las madrugadas nos hacía lo que el diablo a Dios: nada.  Pura felicidad; pero fue crecer para conocer el sufrimiento. 

-Yo a veces me pongo a pensar cómo sería nuestra vida si nunca creciéramos.  Me veo a la distancia, una niñita flaquita y con el pelo hasta la barbilla.  Me veo y no me reconozco, es como si fuera otra persona.  Sobre todo lo menudita que era, otra persona, no yo.

-¡Ay hija!  Así pasa cuando pasa.  La vida te va quitando todo.  Los recuerdos ni siquiera te quedan intactos, se van borrando y, luego, nada más son una palabra, una imagen, un gesto, amarrados a un extremo de una soga, y el otro, sostenido por una mano invisible que en cualquier momento la deja caer para que los recuerdos rueden desgranados, como si fueran los granos de las mazorcas.  Eso somos ahora, puros granos de maíz lejos del tronco, pero muy requeté lejos del tronco.

La pena se va colando en la cocina sin que las dos mujeres se den cuenta.  La llaman sin la conciencia clara de lo que sucede.  Plácida imagina lo que estarán haciendo su madre y sus hermanos en el pueblo, mientras lava una lechuga.  Siente ganas de llorar, pero detiene las lágrimas en una mirada forzada a permanecer clavada en el chorro de agua que se escapa del grifo del friegaplatos.  No quiere que doña Mele vea su desdicha.  Se consuela creyendo que, allá, muy lejos, en el pueblo, la echan de menos.  Quisiera volver a ver a toda su parentela, pero le da espanto imaginarse sus rostros si la vieran como está ahora.  “Bien tripuda quedé después de estar preñada tres veces.  ¿Cómo le harán las blancas para quedar como palos de escoba después de tener a sus bebés?  Mi suegra también está tripuda, pero a ella no le importa.  Y mi comadre Berenice, bien gorda se puso con eso de su embarazo.  Las mujeres pobres  nos hacemos feas con el tiempo.  La pobreza es fea.  Con los hombres no es lo mismo, ellos están barrigones por la cerveza, pero sino, bien cuidaditos que estarían.  Ya los quiero ver haciendo lo que nosotras.  No, no sirven para el trabajo que nosotras hacemos; Ariel no aguantaría ni un tantito cuidando a los niños.  Y luego se mueren antes que nosotras, será porque no tienen la costumbre de batallar como nosotras.  Ahí está mi suegro, se cansó de batallar y dejó sola a doña Mele”.  La vida saca de su seno más pronto a los hombres que a las mujeres.  Es que la vida tiene mayor necesidad de las mujeres que de los hombres para proseguir su camino, sostenida en virtud de las cuitas y afanes de las esposas, las madres, las hermanas y las hijas.  Por eso, casi siempre, ellas sobreviven a sus hombres.  Cuando la mujer muere antes que el hombre es, seguramente, porque la familia está pagando un pecado capital, y la falta únicamente puede resarcirse con la expulsión de una mujer del seno de la vida para que la nueva muerta busque el equilibrio perdido.  Ni siquiera en la muerte pueden descansar las mujeres.

-Ándale hija, vamos a terminar la comida para cuando lleguen.  Así nos da tiempo de salir un ratito y ponernos bajo el sol, como  lagartijas.-  Doña Mele le sonríe con la mirada a la nuera y ella se siente amparada.

-¿Quiere que saque el mezcal?

-Sí, tráetelo, pero tomamos no más  una copita, pa’ que no se dé cuenta Ariel y no se enoje contigo y conmigo.  A Ariel se le olvida que soy su madre, que yo le cambié los pañales y se los limpié de sus porquerías. 

-Vaya a poner afuera las copitas y la botella.  Salga usted primero, yo termino aquí.

-No te preocupes.  Yo obedezco porque ustedes piensan que por estar vieja me pueden mandar.  Yo no más los dejo hacer para no contrariarlos. 

-Vaya pues suegra, no se entretenga, porque luego llegan y ya no podemos darnos ese lujito.

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