Mientras escribo estas líneas escucho de fondo el canon de Johann Pachelbel. En esa pieza está casi toda la belleza de la música académica del barroco alemán. No es difícil anonadarse en su escucha y olvidar que aquel genio, pobre de solemnidad, no solo se hizo becar sus estudios, sino que fue admitido —a pesar del sobrecupo— por el Gymnasium Poeticum de Ratisbona, en su Baviera natal. A menudo la excelencia tiene un poder desconocido para los mediocres y quienes apoyan su peso específico en zancos de oro.
Vivimos tiempos difíciles para la excelencia. Hace unos días leía un magnífico texto, en todos los sentidos posibles que esa expresión soporta. Su autor lo había publicado en un prestigioso medio digital y lo divulgaba en su cuenta de Facebook. Me sorprendió notar que ni en uno ni en otra tenía una sola seña de vida de sus lectores. Aquel era un escrito huérfano. Al lado de aquella magistral obra estaba una chapuza, que incluso adolecía de errores de sintaxis, con docenas de comentarios. Su creador —sí, ya lo imaginan— con menos edad que el primero, ha gozado de eso que llaman buen mercadeo.
Alguien quizá piense que he escrito el párrafo anterior dominado por algún tipo de envidia. Nada más lejos. Quienes me conocen saben muy bien que soy esquivo a los mercadeos, a las entrevistas y a todo lo que contamine la literatura. Si tuviera que decidir entre escribir o pasar el rato en las candilejas de la vida afamada, no dudaría un segundo en preferir la paz de mi estudio. Creo en la excelencia de la obra literaria, no en la fama de los autores. Estos, para mí, son personas comunes y me preocupo por ellos con el genuino interés con que lo hago por mis amigos. Sé de gente que corre a las ferias —solo tras escritores renombrados— y tiene en sus anaqueles libros firmados por celebridades que nunca leyeron. Prefiero los volúmenes, con o sin firma, manoseados hasta el cansancio por la lectura eternamente perpleja de quien ama el esplendor de las letras.
Leo con frecuencia a mis colegas, en especial aquellos que apuestan por la excelencia, los que decidieron no caminar con zancos de oro, cosa fácil de hacer en esta era del social marketing, aun cuando utilicen las redes sociales para divulgar su producción textual. La grandeza literaria apoya la planta desnuda de sus pies sobre el fango del mundo, y avanza con la dignidad de no pedir nada a cambio. Quizá nadie pudo decirlo mejor que el sigiloso Eugenio Montejo:
La poesía cruza la tierra sola,
apoya su voz en el dolor del mundo
y nada pide
ni siquiera palabras.
Al paso de los años me he amistado con el silencio. Los escritores que admiro también son autores silentes. Pocos pueden referirse, por ejemplo, a Rafael Cadenas o Armando Rojas Guardia —poetas venezolanos— sin decir de ellos que son los sacerdotes de un preterido culto al sigilo. Cuando se alejan de un recital de poesía… uno casi podría ver sus pies descalzos. Son maestros de la tonsura verbal.
Solo algunos autores consiguen la excelencia en medio del ruido y los candiles. Ello quizá sea bastante más admirable porque supone el arte de convertir el estruendo en belleza: pasar del fragor ininteligible a la armonía de las palabras. Cruzan la plaza y las multitudes histéricas, vistiendo las finas gasas del éxito de masas, pero bajo estas también se adivinan sus pies descalzos. Son maestros de la alquimia verbal.
Ni unos ni otros van en zancos de oro —sobre su escritorio siempre tendrán encendida la capuchina de la calidad estética—, pero están los maromeros. Para estos lo primero es el autor y su proyección, no la obra literaria, por tanto, les tiene sin cuidado la excelencia. Son los maestros de la metonimia. Ellos no leen Una temporada en el infierno, leen a Rimbaud, y se enferman si en una entrevista pesa menos en la balanza el platillo de su nombre.
Hace poco una alumna, cuyo libro de poemas dirijo, me preguntaba si el escritor debía publicitarse. Esto lo hacían antes las editoriales y la prensa. Ahora los autores gastan horas al día en darse publicidad. ¿La consecuencia? Leen y escriben menos… y eso se nota. No, fue mi respuesta. Si la obra literaria es buena, ella sola se dará sus lectores. La literatura de calidad requiere de una levadura insustituible: el tiempo. No hay fermento que haga crecer un bodrio literario, aunque calce zancos de oro.