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jose luis cubillo

Y si no está aquí, ¿dónde está?

– Y si no está aquí, ¿dónde está?

La pregunta de la niña provocó un silencio insondable y doloroso. La había soltado con sus ojos grandes y transparentes plenos de inocencia. La primera en reaccionar fue la madre.

– ¿De verdad  no quieres venir a casa, papá?

– No, hija -contestó sin fuerzas el abuelo.

– ¿Nos quedamos con usted? -insistió el yerno.

– No, marcharos.

Quería estar solo. Lo necesitaba. Los padres cogieron a la niña y se fueron no sin antes advertir al abuelo por enésima vez que si necesitaba cualquier cosa les llamara de inmediato.

En cuanto se quedó solo recordó la pregunta de su nieta: «Y si no está aquí, ¿dónde está?». «¿Dónde estaría?» se preguntaba. «¿Qué sería ella ahora mismo?». Cuando abandonaba el crematorio vio a su espalda el denso humo que salía de la chimenea dispersándose por el cielo hasta quedar en nada. «¿Sería eso ella… humo… nada… cómo podía ser nada…?».

En el mueble del comedor había una foto de su boda. Su mujer estaba sentada en una silla, con los pies sobre un cojín y un ramo de flores en su regazo. Él se encontraba a su lado, de pie, con un brazo rodeando el respaldo de la silla. Fue el día más feliz de su vida. Desde entonces el tiempo había pasado como un suspiro. Lo había compartido todo con su mujer y nunca se habían separado. Tenían tal compenetración que podía decirse que eran una sola persona con dos cuerpos.

Enseguida se apoderó de él la sensación de que su mujer iba a aparecer en cualquier momento, detrás de cualquier puerta o por cualquier rincón de la casa. «¿Te pongo la cena?» diría ella. «Hoy no tengo ganas» contestaría él. «Tienes que tomar algo, Bernardo» insistiría ella. «No puedo, Ángela». Sentía el estómago como una bola de madera maciza. «¿Por qué me has dejado, Ángela, por qué?».

La razón le decía que no, que ella no aparecería. Aunque tuviera la permanente sensación de que se iba a materializar delante de él en cualquier instante. No volvería a verla jamás, y este jamás ineluctable le destrozaba. «Es absurdo».

Ángela había arrastrado los achaques propios de su edad, igual que él, pero nada serio; incluso tenía mejor salud que su marido. Un día cogió un catarro y el médico le recomendó reposo. Pero no mejoró. Se la veía mal, cada día peor, aunque no se podía sospechar de ninguna de las maneras el desenlace que tuvo. Era sólo un catarro… Se fue tal como era: En silencio, con discreción, como si temiera molestar.

Bernardo se había levantado a prepararle el desayuno. Su mujer había pasado mala noche, agotada y resollando. Tenía una respiración como el ruido del motor de un coche mal carburado. Cuando Bernardo volvió con la bandeja en la que traía un vaso con leche y tres galletas la vio rara. Pensó que se había dormido. Intentó despertarla pero no reaccionó. Ángela estaba allí, sobre la cama, pálida, le acababa de decir que le calentara bastante la leche, pero al mismo tiempo no estaba, como si se hubiera marchado, como si estuviera ausente, ida. Bernardo, de sopetón, se dio cuenta de lo que había ocurrido, igual que si alguien le hubiera cruzado la cara de un guantazo en plena calle sin ningún motivo. «No puede ser. Es imposible».

No quiso creer al médico. «Tenía el corazón muy delicado. Aunque hubiera ingresado en el hospital no se habría podido hacer nada». Se sentía culpable, responsable de la muerte de su mujer. «Habría sido tan fácil haber llamado por la noche a urgencias… Tan solo marcar un número de teléfono. Mi mujer se encuentra mal. Vengan rápido, por favor.»

No podía más, estaba agotado, apenas podía tirar de su cuerpo. Se acostó. Sólo quería dormir, dormir profundamente y por el mayor tiempo posible. Era la única manera de no sufrir. Pero comenzó a dar vueltas, vueltas y más vueltas sin poder conciliar el sueño por más esfuerzo que hiciera. Le faltaba algo, lo más importante de su vida. Si estiraba un brazo o una pierna, allí donde debiera encontrar el cuerpo tibio de su mujer sólo hallaba frío y una ausencia desoladora. El destino le había amputado una parte de sí mismo.

En la mesilla había unos somníferos. Ángela dormía mal en los últimos meses y el médico se los había recetado. Bernardo, cuando ya no pudo más, se tomó ocho o nueve. Pensó que así cogería el sueño antes. Se ciñó el embozo de la sábana al cuello, se arremetió las mantas en los riñones, adoptó una postura fetal y esperó a que el sueño le sumiera en el olvido.

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